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Isla al Sur

Patriota por convicción

Patriota por convicción

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Ilustración: Centro de Documentación del periódico Granma

Bernarda Toro Pelegrín, Manana, no ganó su permanencia en la historia de la independencia cubana por ser la esposa del Generalísimo Máximo Gómez. Mucho antes de conocerlo ya estaba en los campos orientales insurrectos de Jiguaní, en la prefectura de Charco Redondo, en las estribaciones de la Sierra Maestra. Su familia de ocho varones y seis hembras había abrazado la causa revolucionaria desde los albores del 10 de Octubre de 1868. Manana no aprendió con el guerrero a ser cubana revolucionaria.

Aun cuando la figura de Manana está indisolublemente ligada a la de Gómez, no debe a él su asunción revolucionaria y de cubana. Antes de conocerlo, ya estaba en los campos insurrectos.

Máximo Gómez debió conocerla entre finales de 1868 y principios de 1869. Por esa fecha el dominicano llegó a Jiguaní como segundo del Mayor General Donato Mármol. Un año después, el 4 de junio, bajo el amparo de la ley mambí, sin sacerdotes ni jueces coloniales, en los campos de Cuba Libre se unieron en matrimonio en un rancho de yaguas resguardado por el guano. Salvador Cisneros Betancourt y Fernando Figueredo fueron los testigos. Él tenía 34 años, ella 18 (20 de agosto de 1852).                 

Ella es del tipo de mujeres que no necesitan enseñar un papel o un certificado de matrimonio que las identifique para ganar un espacio en la vida. Tiene representación propia en la independencia cubana, y asume un patriotismo por convicción, no por imitación. Manana pertenece a una generación arrastrada en pleno al fenómeno de la guerra. Gómez no la conoce en una fiesta, en la paz, sino viviendo en la manigua y durante la guerra ayudó en hospitales de sangre, a las tropas mambisas, procuró alimentos y ropas, porque tal era el papel de las mujeres en esa época.

Entonces, más que de la belleza física, o junto con ella, el mambí asume que se ha unido a una mujer que al igual que él y de manera paralela, está combatiendo por la independencia y continuará haciéndolo hasta el final de la vida.

En una química que funcionará por 35 años, hasta la muerte de Gómez, Manana parirá 11 hijos. La primera, Margarita vendrá en la soledad del bosque y no vivirá más que unos meses, marcada por las privaciones de la dura campaña militar. El primer Andrés, por similares circunstancias muere antes de cumplir el año, cuando ya la mujer espera a Clemencia, quien durante el periodo de la Guerra Grande sufrirá no pocas angustias de escapes hacia campo adentro, mientras las fuerzas españolas rastrean los pasos de la madre. Panchito caerá combatiendo junto al General Antonio Maceo. Otros dos vástagos fallecerán, recién nacidos, en Honduras.

Es una prole cuya cuna se reparte entre Cuba, República Dominicana, Honduras, Nueva Orleans y Jamaica, como un mapa indicador de exilios forzados. En medio de ellos, la cubana se encargó de que aprendieran todos a hablar español, como en la tierra a la que presentía volverían siempre; y en Nueva Orleans o en Kingston, les formó el gusto por un buen plato de arroz, frijoles negros y aguacate. Esas vivencias pequeñas dan la medida de qué ser humano fue.

Es una mujer que vive activamente los diez años de la guerra, la tregua y el exilio. En el 95 es ya de avanzada edad, 43 años, si se toma en consideración que ese es el promedio de vida a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero es una mujer de esas que cuando se encuentran en la vida se les toma y no se les deja jamás. Asumió vivir en penuria económica sin exigir al marido dinero ni que utilizara su prestigio, le siguió en las malas, porque buenas tuvieron pocas, y formó un hogar ejemplar no solo para el independentismo cubano, sino para sus contemporáneos.

Nada doblegó a la brava oriental: ni los desafueros de la guerra, ni la desilusión de la tregua, las amarguras del exilio, y la muerte de los hijos. En 1896 le ofrece ayuda económica Tomás Estrada Palma, a la sazón presidente de la Junta Revolucionaria de Nueva York, y Manana sin consultar con nadie responde: "Las que hemos dado todo a la Patria, no tenemos tiempo para ocuparnos de las necesidades materiales de la existencia. Aún me queda mi hijo Maximito, de 17 años, que labrando la tierra me trae pan blanco y blando, con que satisfacer las exigencias de la vida, y no debe gastarse con nosotros lo que hace falta para comprar pólvora".

Es, en esta línea de análisis, una mujer con autonomía. Dirige los horarios, la armonía y la mecánica de la casa, decide qué novia de los hijos entra o no a ella, qué hijos naturales de Gómez traspasan el umbral, enseña la cartilla a los pequeños, y deja a los mayores hacer proselitismo a favor de la revolución. Manana es de un amplio registro de actitudes sociales, políticas y humanas, es la vida cotidiana que Gómez respeta mientras está en la batalla de Las Guásimas, o en la campaña de La Reforma, pero también, cuando la guerra le deja tiempo para jugar con los hijos y sentarse a la mesa.

Tampoco pidamos imposibles: Manana es una mujer del siglo XIX que traspasa brevemente el XX, y esa mujer que se aceró en los campos insurrectos, estará muy metida en el mundo hogareño ya en el tránsito de la madurez a la vejez.

Murió el 29 de noviembre de 1911, a los 59 años. José Miguel Gómez, presidente de la República, ordenó se le hiciera duelo oficial y la velasen en el Salón Rojo del Palacio de los Capitanes Generales. Los hijos se opusieron a una pompa que rehuyó siempre mujer tan humilde. Sin embargo, nadie, nadie, negó el derecho que le correspondía a ciertas figuras de las gestas del 68 y del 95 de que sus cuerpos fueran envueltos con la Bandera Cubana. Así bajó a la tierra para unirse a Gómez en el cementerio de Colón, tras un velorio íntimo en la casa de la calle de Zanja, en Centro Habana, adonde fue el mismo Presidente con varios de sus secretarios a rendirle guardia de honor.

Nota: Agradecimientos al Máster en Ciencias Históricas Antonio Álvarez Pitaluga, profesor de la Facultad de Filosofía, Historia y Sociología de la Universidad de La Habana.

 

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