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Isla al Sur

AL MEDIO DE LA ISLA

AL MEDIO DE LA ISLA

Historia y modernidad en puja y unión aparecen provocadoras en Sancti Spíritus, la séptima mayor provincia cubana, anfitriona que marca el fiel de la ruta entre el occidente y el oriente del verde caimán.

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Como maga de sombrero negro y profundo, Sancti Spíritus exhibe sin apuros sus variopintos atractivos. Parece como si en ese pedazo cubano donde confluyen las mitades del país, se diera la pluralidad de escenarios que el caminante necesita para echarse a soñar en pasado y presente sin necesidad de máquinas del tiempo.

Dos villas son de las fundacionales: Trinidad y Sancti Spíritus, las que el Adelantado Diego Velázquez tuvo a bien estrenar allá por 1514 y con breves meses de diferencia, encantado de una naturaleza exuberante y urgido de bien llevar la economía de la corona. Y cinco siglos después, todavía están en pie, exultantes, ahítas de valores patrimoniales, históricos y culturales que develan épocas, costumbres y tradiciones cual retratos en sepia y a color.

Por demás, el antiguo territorio queda expandido a provincia con otros seis municipios: Cabaiguán, cuyo nombre nativo significa tierra de iguanas; Fomento, escoltado por las cuencas de los ríos Agabama y Zaza; Jatibonico, cruzado por la Carretera Central, debe su nombre a las aguas fluviales que lo bañan; Taguasco, los indios así le llamaron por la profusión de palmas de corojo; Yaguajay, de imperecederas páginas históricas en el proceso revolucionario de finales de la década de los años 50; y La Sierpe, con un litoral de llanuras bajas y manglares de un lado y lagunas por el otro.

La Bella Durmiente

A los pies del macizo montañoso de Guamuhaya y atrapada en la yuxtaposición de códigos arquitectónicos que rememoran a la España del siglo XVIII y la Europa del XIX, Trinidad es una ciudad en la que la modernidad asoma secundaria y deja paso reverente a la remembranza colonial. Calles, adoquines, rejas, vetustos palacetes de patricios azucareros, colores pasteles en las casas reafirmando la brillantez del trópico, callejones de subida en sofocos, son emblemas de esta villa llamada La Bella Durmiente de Cuba, y cuyos valores andan en la permanencia de un conjunto urbano declarado por la UNESCO, en 1988, Patrimonio de la Humanidad. 

En el centro histórico de 50 hectáreas, 1 200 edificaciones hablan de la euforia azucarera de pasados tiempos, cuando la localidad logró asentar en el Valle de los Ingenios 40 casas de producción de azúcar. De ese esplendor de dineros quedan renovados el Palacio de Brunet, hoy Museo Romántico, con alfarjes que catalogan entre obras de arte, pinturas de refinamiento en colores y descripciones, colecciones de muebles salidos de manos de maestros carpinteros del terruño, quienes arrebataron a la caoba y el cedro los secretos de madera buena, y un muestrario de cristalería de Bohemia, cerámica de Talavera de la Reina y porcelana fina, que le hacen de las exposiciones más sobresalientes de su tipo en la isla.

Pero ese será el primer encuentro. Habrá tiempo en un día de sol ardiente para recorrer en descansos la Parroquial Mayor, con el altar de madera de estilo neogótico y consagrado a la Santísima Trinidad; la Casa Padrón, revivida en Museo de Arqueología Guamuhaya; Casa de Alderman Ortiz, con excelentes galerías del Fondo de Bienes Culturales; Palacio Cantero, asiento del Museo Municipal de Historia; y las casas de notables como los Sánchez Iznaga, los Borrel, y los Malibrán, estos últimos, de los pocos que otorgaron a su vivienda dos niveles.

En ese desandar entre historias y leyendas sabidas por cualquier trinitario cual abc nutricio, no viene mal una escapada para probar en La Canchánchara la bebida de igual nombre. El licor es una receta reinventada para estos tiempos modernos, pero patentizada por los mambises en el siglo antepasado: ron, miel de abejas, agua mineral y hielo. Sabrosa y resbaladiza. Potente, explosiva, mientras se escuchan los tambores batá. 

Esa es la Trinidad de música parida raspando dos machetes, o salida de la quijada de un buey difunto, o de la marimbola africana con cuerdas de bronce o cobre. Es la ciudad donde sus gentes blasonan de fina artesanía de yarey, de múltiple lencería en lino, de vida familiar en la tradición del buen morar. Desde la Plaza Mayor, donde nació toda, la villa es un bullir de antes y de ahora. Indetenida.

Valle, sierra y mar

Si la historia tiene asiento en la villa, no demerita el suyo el otrora Valle de San Luis, actual Valle de los Ingenios por la conglomeración de fábricas de azúcar que hubo allí en épocas pasadas y donde se dice llegaron a producirse 60 000 arrobas de la dulce gramínea. En ese museo al aire libre, las investigaciones indican la existencia de 65 sitios de interés vinculados de algún modo a la industria azucarera. Entre ellos se destacan la Torre Iznaga y la hacienda Manaca Iznaga. Desde 1988 la UNESCO lo declaró también Patrimonio de la Humanidad.

Y no queda a la zaga la naturaleza insurgente del macizo montañoso de Guamuhaya, cuyo relieve fascinante solo lo supera el de la Sierra Maestra, al oriente cubano. Allá está el Pico San Juan, la mayor elevación central del país. Toda la zona es esplendente en saltos de aguas, cavernas, valores históricos y naturales, vegetación de helechos arborescentes, eucaliptos, árboles maderables y medicinales.

En ese paraíso en las alturas se asienta un complejo sanatorial en la zona de Topes de Collantes. Es una aventura admirar las siete variedades de helechos arborescentes, los pinares y las tencas, en un clima que favorece los 20 grados Centígrados durante el día.

En fiesta de pluralidad, las playas de la Península de Ancón clasifican con casi seis kilómetros entre las mejores de la costa sur, y los arrecifes coralinos son vastos y de buen empleo para el buceo. Los hoteles Ancón y Trinidad del Mar, se erigen en esa zona de privilegios, aunque también a corta distancia saludan Las Cuevas y Costasur.

Y en rápido vistazo al entorno, no puede faltar el río Zaza, el segundo en extensión de Cuba, solo antecedido por el Cauto, y la presa de igual nombre, el mayor espejo de agua dulce de la Isla. Son también imprescindibles arterias fluviales como el Hanabanilla con sus cascadas de asombros y el Agabama, que parte en dos mitades las montañas de Guamuhaya y da nacimiento a las sierras de Trinidad y Sancti Spíritus. Estas son tierras paridoras de caña de azúcar, tabaco, café y cítricos, cuatros emblemáticos rubros cubanos.

La tierra del Yayabo

Trinidad y Sancti Spíritus tienen en común el amor por el Puente del Yayabo que las embrida desde 1825 con su inocencia de paso medieval sostenido por cinco arcos abovedados, únicos de su tipo en la isla. El río que le da nombre es una delgada cinta allá abajo, pero no hay espirituano que no endilgue un piropo a ese fluir anémico que les da nombre y gloria. Y será esa joya de pasadera, junto a la propia villa, las merecedoras del rango de Monumento Nacional.

Pero la ciudad en los albores del XXI recibe al andariego con la mesura de lo raigal. Ahí están la Parroquial Mayor, una de las más significativas obras del siglo dieciochesco cubano, y cuya planta es semejante a la parroquial de la Villa de Alcor, en Huelva. Desde el campanario, un sempiterno reloj marca el devenir del tiempo, anunciando amaneceres a los espirituanos. Y tras la ruta española, en el Museo Provincial se hallarán azulejos del ceramista Aguado, quien tuvo de musa la casa del Greco, ese otro grande del arte clásico.

En el Museo de Arte Colonial, colecciones de muebles, cristalerías y porcelanas darán la bienvenida al transeúnte, buscador de las esencias culturales de un país, de una ciudad y sus gentes hospitalarias, educadas y orgullosas de su origen.

En este Sancti Spíritus de unión sin discordancias entre el ayer y el hoy, entre lo viejo y lo nuevo, no hay calores de ahogos para caminar por el parque Serafín Sánchez –en honor al insigne patriota de la ciudad- y las construcciones neoclásicas que lo rodean conformando un conjunto Monumento Nacional, o pasear por frente el hotel Plaza, de excelente ubicación, o recordar el Perla de Cuba, que en las primeras décadas del siglo XX causaba asombros por sus lujos. O escuchar en la Casa de la Trova a buenos tríos tradicionales que harán evocar amores.

Más allá, en la parte vieja de la ciudad, darán el saludo vetustas y espaciosas puertas invitadoras al hogar, techos de colores rojos, callejones de piedras lustrosas y faroles encendidos en la noche, iluminando balcones prestos a las serenatas. 

Pero, por encima de todo lo que el visitante pueda recorrer y ver en este medio de la isla, valga en repitencia su gente innovadora, suficiente para encontrar solución a cualquier entuerto, capaz de “subir o bajar el moño” al más pintado de los mortales. Sagaz en el oficio de vivir.

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