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Isla al Sur

LA CUEVA DE PARGA

LA CUEVA DE PARGA

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ
 
Quizás la versión más difundida del descubrimiento de la Cueva de Bellamar, en Matanzas, sea la susodicha barreta del chino Justo Wong perdiéndose entre la roca, ante su asombro y miedo, pues aquel trabajador de Don Manuel Santos Parga, sabía que el instrumento extraviado en la finca La Alcancía, podía llevarlo a sufrir un ejemplarizante castigo.

Menos se habla, sin embargo, del olfato de comerciante del minero español Parga y la osadía de querer implantar, aún sin denominarla de esa manera, la primera gran empresa turística del territorio cuando la playa de Varadero, su vecina ahora tan competitiva e inmediata, no era ni siquiera un sueño remoto en la mente de los más empedernidos románticos. Y Matanzas, bella ciudad, se alzaba como villa grande y esplendente.

Y si al aterrado chino el instrumento metálico se le escapó de las manos un día malhadado de febrero de 1861, a Parga el chispazo emprendedor le vino como un rayo y dio órdenes a su mayoral de averiguar el misterio de la oquedad.

Supersticiones, miedo, cuentos terroríficos en las noches frías del invierno cubano, demoraron el cumplimiento del mandato, hasta que un día, solo dos meses después, Parga se encabritó, enrojeció como uno de esos tomates que el trópico le entregaba redondos y apetitosos y que no faltaban a su mesa en la estación de la cosecha, y se decidió él mismo a enfrentar las furias de los demonios desconocidos, los chismes de viejas tejedoras de encaje a crochet, fanfarronerías de borrachos de aguardiente barato, y sustos de muchachas solteras.        

Quién sabe si cruzó los dedos y rezó un Padrenuestro, pero lo cierto es que se echó hacia el sitio devorador de la barreta, con el pecho reventándole de descubrimientos colombinos. Era el 17 de abril. Tal vez pensó encontrar el oro prometido de la Isla Verde para continuar un aplatanamiento voraz y de regusto; pero, apenas abierto un orificio poco mayor de una vara, una corriente de aire de repugnante fetidez, caliente y humosa, le golpeó el rostro como respuesta de una naturaleza que no permite intrusos en sus misterios y se resiste a dar a la vista lo que por millones de años ha guardado en el vientre de la madre tierra.

Solo que Parga debió ser hombre con signos de arianos, de leones y de escorpios entremezclados en la sangre porque, inmediatamente después de cerciorarse de que aquel orificio pestilente era la entrada de una cueva, con toda intrepidez se lanzó junto con sus obreros a ampliar la abertura. El tiempo no le duró mucho en titubeos de decisiones y al descenso se fue por escala, él solo, él primero, él rompiendo miedos de Satanás y de negras lucumíes y congas, hasta encontrarse en la soledad de la caverna.

Debieron pasar largos meses de trabajo empeñado y tortuoso, rompiendo y extrayendo centenares de toneladas de roca, desaguar en tres semanas el lago de la cueva por medio de bombas, gastar dinero en abundancia y tensar las fuerzas físicas de sí y de la cuadrilla. Entonces todavía no sabía qué le deparaba la intransigente pesquisa. A la distancia del tiempo, es como si aquel minero anduviera enfebrecido con la luminosidad de una idea fija, obsesiva y recalcitrante, que le gobernaba mente y bolsillo y le auguraba futuros resarcimientos.

Siguió en lo suyo y, cuando concluyeron las primeras obras, el hombre edificó una casa justo sobre la entrada de la caverna, la conectó a aquel hueco profundo y misterioso mediante una cómoda escalera de madera, un puente pequeño para llegar hasta ella por la enorme hendidura hecha a la roca y, a pico vivo, con sudores y resuellos, esculpió unos peldaños salvadores.

Parga se dio por satisfecho. Los ojos le brillaron, la mano derecha, callosa, pasó por la frente, por la nuca, bajó hasta el vientre, se unió a la izquierda; frotaron ambas en el deleite de lo terminado. Respiró profundo el minero. La vista se perdió en la espléndida vegetación cubana, sintió en la piel el calor húmedo del Caribe y le nació una discreta sonrisa. Entonces, solo entonces, estuvo listo para invitar al público a ver "su" cueva.

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