Blogia
Isla al Sur

CARTAGENA EN LA MEMORIA

CARTAGENA EN LA MEMORIA

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

El mayor aguacero de mi vida me cayó en Cartagena de Indias. De vuelta del Centro de Convenciones, frustrada en los intentos noticiosos en un sábado de descanso, deambulé por las calles de la ciudad, evocando a aquel Calamarí con que se le conoció en los inicios y que en lengua indígena significa cangrejo.

Cartagena es una hermosa ciudad de mar a la que el Caribe le deja su huella en la sonrisa de las gentes, en el baile sensual, en la disposición a la conversación, en ese bronceado de la piel que delata a quienes viven entre la maravilla del sol y el fuego del salitre.

Avenidas bulliciosas, mercados para el regateo, lujosas boutiques, tejedoras de trenzas, magos ambulantes y vendedores de lo inaudito, suelen mezclarse como en un calidoscopio con mansiones de abolengo, modernos hoteles, estrechas calles, museos, grupos musicales, balcones impredecibles y casas abiertas a la luz, en una plaza cosmopolita que se hace y rehace como emporio turístico.

Pero eso es sólo una visión idílica que puede creerse el visitante de paso. Habrá que desandar durante horas por sus rincones, conversar, meterse más allá de la mascarada para turistas, pulsar sentimientos y esperanzas, para conocer a esa otra Cartagena a la que no siempre se le añade el sudor de los productores de café, caña de azúcar, o en la refinación de petróleo. Mucho menos para recordarle sus casuchas mal iluminadas, asentadas en callejuelas como caminos vecinales.

En esta ciudad de luz donde el turista cree alcanzar el paraíso, me encontré a Ismael, el guía, y sus angustias por buscar cada día el salario: "Mi mujer me espera para la compra de hoy. Tengo varios trabajos y con eso voy estirando los pesitos"; a José, el vendedor ambulante de espejuelos: "Doña, hay que caminar mucho para ganar algo"; y a Karel, la tejedora de trenzas, cada una por 100 pesos colombianos: "Si no las hago rápido, se me espanta la clientela".

Bien me vino el Centro de Convenciones cerrado y sus guardias circunspectos orientándome hacia un lunes que no volvería. Quizás perdí anotar cifras y perspectivas de reuniones. Gané, a cambio, ese contacto con la gente que me creía una bogotana dedicada a oficios de maestra, abogada o periodista. "Aquí nos convienen los grandes eventos: la ciudad se repara, hay nuevos puestos de trabajo y vienen más turistas que dejan plata", decía el viejo Othoniel, mientras enseñaba su mercancía de caracoles y piedras de mar.

En los inicios del ocaso y de vuelta al hotel, me acompañó el torrencial aguacero. Traía en la memoria, ya para siempre, el barrio de Manga y sus mansiones de estilo morisco, victoriano y republicano, el muelle de los Pegasos, la Torre del Reloj, los hermosos portones, la Plaza de los Coches, el Castillo de San Felipe del Barajas, el monasterio de La Popa, fortificaciones, claustros y pintorescas callejuelas de una ciudad que es merecidamente Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad. Y me traje, también, el palpitar humano.

0 comentarios