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Isla al Sur

SEÑOR DEL TRABAJO

SEÑOR DEL TRABAJO

ANDRÉS LUIS HERRERO PÉREZ,
estudiante de primer año de Periodismo
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

Se recoge las mangas y se seca el sudor de la frente. El calor del sol de la mañana quema su nuca; no importa qué tantos paños se ponga debajo del sombrero para proteger el cuello, pues el resplandor es implacable.

Francisco Iñakito levanta la espalda después de veinte minutos de deshierbe, abarca con la mirada la plantación de café en una ladera de la Sierra Maestra, y dice: “Para que veas lo que es trabajo”.

Tomé el azadón para demostrarle que mi complexión habanera no era indicador ninguno. “Soy hombre como cualquier otro, fuerte como pocos”, pensé. Él sonrió y dijo: “Para deshierbar es mejor las manos, eso estorba”, se me fue a los pies el orgullo.

Quería hacer un fotorreportaje de la vida del campesino en las montañas. Mostrar cómo transitan los días del cubano más puro, ese que es libre de pensamientos importados, pero no lo he logrado. No hay forma de poner tanto amor en una cartulina o papel, es necesario estar ahí y vivirlo.

“No se ensucie usted habanero. Haga sus fotos y déjeme eso a mí”. Él me brindósu casa –a pesar de ser un desconocido-, comida y permitió que tomara fotos a los suyos. Cómo podría dejar de ayudarle, yo no soy de los que se amedrentan con dolores de espalda, insolaciones y ampollas.

“No se preocupe Don Francisco, cuando me canse, paro”, mas no pensaba detenerme. Luego, la labor se interrumpió un momento, a eso de las diez de la mañana. Comimos pan y bebimos café claro, al regazo de un mango frondoso.

Pregunté por sus credos: “Dios”.

Por su música favorita: “Me gusta el Órgano”.

Si conocía La Habana: “No, un guajiro como yo qué tendría que hacer en La Habana”.

Quedó en silencio un momento, momento en que sentí realmente las lomas del Oriente: paz infinita.

Mi cámara, que no es un gran equipo, me permitía retratar los recodos de una vida tan libre. Pero me daba pena no poder recoger en las imágenes el aroma de tanto verdor.

“Recuerdo una historia, habanero… ¿Se la cuento?”. Me declaro fanático de las historias de montunos, sus mentes tan adaptadas al campo y la sencillez crean universos desconocidos para los citadinos: “¡Claro, hombre!”

Un relato se tornó cinco, no quise detenerle, tal vez no fueran muchas las oportunidades de contar a un total desconocido, fábulas nacidas en largas horas de faena.

Después de una prolongada jornada, manos sangrantes y cientos de fotos, llegamos a su casa, de tablones de palma y yaguas, tan acogedora como generosa su mujer. Preparé mi casa de campaña y me bañé protegido por cuatro paredes del mismo material de la vivienda. Mi abuelo me puso justo donde quería, en casa de un campesino cubano que conoció en su infancia.

“Es hora de comer, muchacho”, fue la primera vez que no me llamó habanero, me regocijé. Comí una gallina criolla de carne dura, pero sabrosa, y terminé mi día fumando un tabaco que me brindó de buena gana Don Francisco.

Tipo de crónica: Reportero sobre el terreno.

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