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Isla al Sur

CIENCIA Y SOCIEDAD

CIENCIA Y SOCIEDAD

YOEL SUÁREZ FERNÁNDEZ,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

La ciencia y sus hombres, algunos exhibiendo un Nobel ante las cámaras, otros vestidos de anonimato, nos han regalado beneficios extraordinarios, incluso algunos que en su tiempo formaron parte de la ficción. Podríamos contar entre ellos el viajar sobre las nubes en un avión, en lo profundo del océano con la ayuda del submarino, predecir el rumbo de huracanes, calcular las velocidades del sonido, la luz y atrapar a esta última en el interior de una bombilla.

Cualquiera de nuestros antepasados más primitivos lo hubiera creído todo obra de algún poderoso hechicero y sus conjuros, sin embargo, no es así. Todo lo que hace el hombre es debido a una avanzada evolución cerebral y un pródigo almacén de conocimientos en la memoria de la humanidad, que vive en constante formación. Gracias a ello nos encontramos en un entorno, que, si bien a veces resulta hostil, podemos modificar en gran parte a nuestra conveniencia: buscando comodidad, riquezas o placer.

La ciencia, teórica y práctica, constituye un importantísimo pilar para nuestra sociedad. Pero, para convertirla en lo que es hoy, muchos hombres y mujeres han tenido que cortejarla con astucia. Estudiarla, dedicarle tiempo, hacerla parte de la vida misma, asirla a sus sueños y a su entorno. La ciencia se encuentra siempre tras un velo tejido de preguntas atornasoladas por la luz de la curiosidad y respuestas que no siempre nos llevan a la comprensión, sino a más interrogantes.

Alguien, refiriéndose a la ciencia como profesión, la identificaba con una dama intrigante, misteriosa, que gusta esconderse indistintamente bajo el beso dócil de los amantes o detrás de un elemento químico por descubrir. Deja su rastro en todo el andar del humano, como un guiño de coquetería que incita a conocerla.

La ciencia es entrega, es dar sin reparo, sin medida. Es, definitivamente, apasionante y como toda pasión, consume vorazmente las fuerzas que a ella se entregan. Pero también es poderosa y requiere de un alto sentido ético por parte de quienes la enamoran y sacan a la luz.

Una gran responsabilidad acarrea comprometerse con esta dama que parece hacer milagros. Junto a la tecnología impulsa industrias, cura lo aparentemente incurable, dispara las economías y las ambiciones...sí, también las ambiciones: las buenas y las malas, las dosificadas y las desmedidas.

La ciencia, como cualquier otra obra humana, puede convertirse en un arma de doble filo. Puede, en vez de sanar, matar; en vez de crear, destruir. ¿Acaso no ha ejemplificado esta dualidad de procederes a lo largo de la historia? Muchas invenciones o descubrimientos son empleados con fines espurios aunque su objetivo fundacional no fuera el de sembrar el terror, acabar con vidas humanas, o envenenar nuestro planeta.

Seguramente el joven ingeniero e inventor sueco Alfred Nobel no deseaba ver cuerpos desmembrados u oír los gritos desgarradores de madres que pierden a sus hijos tras morir dinamitados. Cuando, en 1867, logró reducir la volatilidad de la nitroglicerina y mezclarla con un material esponjoso absorbente, y así crear lo que más tarde el mundo llamaría dinamita, su objetivo no era otro que el de contribuir a la dinámica de una época que pujaba a ritmos acelerados por construir carreteras, aumentar los kilómetros de vías férreas y expandir los enclaves portuarios con vistas a desarrollar la actividad comercial.

No obstante, el invento de Nobel, un gran logro de la química, ha sido usado con fines belicistas, incluso para someter como esclavas a otras naciones en guerras de conquista y socavar la soberanía de muchos pueblos. Contemos, además, todos los perjuicios (¿Podríamos decir: secundarios?) que el uso irresponsable e indiscriminado, no sólo de la dinamita, sino también de cualquier otro explosivo, acarrea para el medio ambiente: degradación de los suelos, contaminación de manantiales subterráneos y destrucción de ecosistemas poniendo en peligro a muchas especies al destruir sus hábitats.

Por otro lado, algunas de las sustancias que componen la dinamita tienen aplicaciones menos violentas como es el caso de la nitroglicerina. Esta se emplea en la medicina como agente dilatador de las arterias en pequeñas dosis que van de 0,2 a 0,6 miligramos, en el tratamiento de enfermedades cardiovasculares y en estudios más específicos sobre afecciones coronarias.

Una historia similar pesa sobre el uso de la energía atómica y el archiconocido bombardeo sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, a raíz del cual alrededor de 129 558 personas murieron, fueron heridas o desaparecieron. Tres días después, otro avión de las Fuerzas Aéreas estadounidenses arrojó la segunda bomba atómica sobre Nagasaki.

Cerca de la tercera parte de la ciudad resultó devastada y contabilizan 66 000 las personas que murieron o resultaron heridas ¡Trágico currículum el que signa la historia de la energía atómica! Incluso hoy, la carrera armamentista de las grandes potencias militares desarrolla tecnologías más refinadas en el oficio de hacer la muerte.

Aplastan con submarinos nucleares, modernos bombarderos y explosivos cada vez más destructores los convenios de desarme nuclear pactados en la arena internacional y más tarde echados al foso en cada ataúd que porta a una de sus víctimas. En reiteradas ocasiones convenios como el Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT –sus siglas en inglés-) firmado en 1968 por varias potencias militares, ha sido pisoteado con el aumento de los arsenales nucleares de signatarios como Estados Unidos y Gran Bretaña. En estos países se ha continuado el perfeccionamiento y estudio de esta clase de armamentos en laboratorios especiales como el de Los Álamos, el Lawrence Livermore (California), y el Aldermaston, en Inglaterra.

No obstante, también aporta beneficios económicos, sobre todo en Europa. Francia, por ejemplo, acude al uso de centrales nucleares para producir energía eléctrica, logrando abastecer sus redes nacionales con un 76 % de esta, según datos del Comisariado para la Energía Atómica (CEA). España recibe por esta vía el 33% de la electricidad que consume la nación con una red que incluye siete centrales nucleares: Almaraz, Ascó, Cofrentes, José Cabrera, Santa María de Garoña, Trillo y Vandellòs II, distribuidas por todo el país. En el Medio Oriente, Irán desarrolla un plan de este tipo, y en lejano Oriente, también lo hace Corea del Norte.

Para un mundo como el nuestro, tan ligado a los avances científicos y para hombres como nosotros, tan dependientes de ellos, se ha vuelto imperioso que estas novedades vayan de la mano de hombres con una verdadera formación ética que los lleve a pensar y examinar con cuidado cada paso que se da en nombre del adelanto.

Aún existen puntos de debate. Cuestionables argumentos, algunos con implicaciones morales (¿hasta qué punto es ética la clonación de seres humanos?), otros caen en la polémica producto de la escasa investigación (¿Qué perjuicios al hombre y al medioambiente acarrea la exposición a material nanológico?). Sin embargo, es indiscutible el papel que ha jugado la ciencia y sus progresos en la formación del ser humano a lo largo de la historia.

Talvez por eso en la obra teatral Galileo Galilei, del alemán Bertol Brecht, cuando el eminente científico pregunta en tono amistoso a Ludovico por qué prefiere aprender física antes que criar caballos, el joven discípulo contesta: «(...) un poco de ciencia es necesario. Todo el mundo, hoy en día, bebe su vino con ciencia».

(1) Bretch, Bertol, Galileo Galilei, Buenos Aires, Editorial Losange, 1956, p. 11.

 

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