AL MENOS, PÓNGALES AUDÍFONOS
JANELLE PUMARIEGA SANTANA,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
El P5 marchaba con paso lento, como de costumbre. La mayoría de los pasajeros se notaban cansados por la ardua faena de trabajo de la que acababan de ser liberados, y por las tediosas horas que esperaron, ansiosos y de pie, la llegada del verde monstruo “tragagente”. Como ventosas contra el cristal de las puertas iban unos, durmiendo un, quizás simulado, sueño –para justificar por qué no le ofrecían su asiento a aquella anciana cargada de bolsas– iban otros.
-“Permiso”. “¡Oiga, apártese y deje pasar, que está ahí en el medio y no se quita!”. “¿Te quedas en la que viene?” “¡Abre atrás!”. “Caminen, que ese carro está vacío”.
Una vez más oía las mismas frases célebres. En ese instante mi casa se tornaba un oasis lejano. “Este ‘desierto’ no puede ser peor, pensaba”. Pero me equivocaba.
Un muchacho, de veinte años más o menos, alto, con las ropas ajustadas y el pelo peinado hacia arriba con kilogramos de gel, se abrió paso entre la multitud y se paró a mi lado. El reggaetón obsceno que vociferaba su celular, destruyó el ápice de calma que me quedaba y comenzó a fatigarme.
Los ancianos a mi alrededor resoplaban inconformes, algunas mujeres también, pero ninguno de ellos fue capaz de pedirle que apagara la ¿música? Yo tampoco fui capaz, porque temí enfrentarme a todos los otros jóvenes que, muy a gusto, tarareaban y marcaban el ritmo de lo que para ellos era un excelente tema.
Desde aquella, la primera ocasión en que presencié semejante comportamiento, han sido incontables las oportunidades en que me he visto letalmente obligada a escuchar esas “melodías”. Y siempre que sucede me hago la misma pregunta: ¿por qué tengo que soportarlo?
Una tarde me rebelé y le pedí a un muchacho que por favor bajara un poco el volumen. Él, sin inmutarse, apretó una sola vez la tecla. La diferencia entre el antes y el después fue totalmente nula.
Al parecer, ser fiel a la moda de llevar un celular con “música” grosera para pasar muy percibido, es más importante que el bienestar espiritual de los demás.
Lamentablemente, muchos piensan que están haciendo un acto caritativo al “armonizar” el viaje con tales estribillos, pues presuponen que, como ellos las disfrutan tanto, el resto de la gente también lo hará.
Pero cada organismo reacciona de forma diferente a los estímulos psíquicos, de ahí que haya quienes prefieren el rojo antes que el azul y viceversa. No es bueno generalizar y, sobre todo, es preciso respetar.
En el transporte público habanero no se respeta. Hasta el propio chofer, a las seis en punto de la mañana, coloca en la reproductora su disco favorito, plagado de palabras malsonantes. Y ahora hasta son frecuentes pequeñas batallas entre pasajeros por ver quién logra poner su reggaetón con el volumen más alto.
Ante un llamado de atención, los portadores de los “móviles sonoros” se han sentido ofendidos y alegan que “todos tenemos derecho a ir a gusto”. No podría estar más de acuerdo: Yo también deseo ir a gusto y ellos no me lo permiten.
Aristóteles expresaba que la música imita directamente las pasiones del alma y que por tanto, cuando uno escucha música es atrapado por una pasión determinada.
Hay personas que no se proponen estar atrapados en la chabacanería de ciertas letras. ¿Es acaso justo imponérsela, a sabiendas de que no tienen otro remedio que resistirla hasta llegar a su parada, o bajarse inmediatamente, para esperar otra guagua en la que quizás les suceda lo mismo?
Tenemos toda la potestad de viajar escuchando los géneros que mejor nos hagan sentir, pero debemos estar conscientes de que hay palabrotas y “frasezotas” que no todo el mundo está preparado para oír, que hacen a muchos ancianos insultarse y afectan a los niños, quienes luego las repiten como lo más normal, puesto que las oyeron en una canción popular.
Guiarse simplemente por el pensamiento: “Voy a demostrar quién soy y lo que a mí me gusta”, sin reparar en las consecuencias, es una actitud egoísta y completamente exenta de sentido común.
Si apagan las groserías durante el trayecto del ómnibus, o al menos, les ponen audífonos, recuperaremos un poquito la mesura, y daremos los primeros pasos para reconstruir a tiempo el buen comportamiento general, que tanta falta nos hace.
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