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Isla al Sur

POR FIN A TU ENCUENTRO

POR FIN A TU ENCUENTRO

YOHANDRA MARÍA PORTELLES,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de la Habana.

Mario Benedetti dijo una vez: “Ocurre que el pasado es siempre una morada, pero no existe olvido capaz de demolerla”; y eso nos ocurre con las abuelas, la mía me dejó en espera de que ella saliera del hospital, concibiendo qué haríamos para recuperar el tiempo que no tuvimos y ya no volveremos a tener.

Dejó una oración, el pelo largo que un día sustituyó por una media vieja y dijo indispensable en una joven, también las uñas largas hechas con plastilina. Suya conservo una virgen, una  canción, la del lunar junto a la boca, por aquello de… canta y no llores; su presencia viva en fotos, su orden, su melancolía, sus detalles, sus bastones y su pierna hueca.

Me preguntaba, ¿a quién esconderé el bastón?, ¿quién contará historias de brujas buenas? Hoy busco sus oídos en el tiempo, no los de acá, sino los del recuerdo, esos que enmarcan mi corazón.

Yo logré, después de cinco años, ir de nuevo a su encuentro, costó muchísimo conseguirlo, pero al fin los convencí para que me llevaran. En medio del silencio podía escucharse solo el cuchicheo de pequeños grupos que, al igual que nosotros, esperaban.

Al fin unos hombres, con agilidad asombrosa, abrieron  la pesada tapa  y comenzaron a sacar una suerte de sacos que dejaban caer con ruido seco. Alguien nos señaló, allí estaba en medio de la calle, en aquel envoltorio, la pierna que quedó de frente, como si quisiera correr a mi encuentro, recordé las tantas veces que luego de entalcar el muñón, ayudé a colocar la correa de esa misma prótesis que ahora tengo delante.

Mamá fue acomodando en una tela blanca los huesos y yo descubrí en aquel amasijo el vestido de rayas rojas y blancas. -¡Qué sucio! Ella que fue siempre tan pulcra y presumida. Allí, en mi fiesta de cumpleaños, lo estrenó, con ese perpetuo olor a violetas, así lo prefiero, el recuerdo vivo en fotos, reflejo de días felices en que nuestra complicidad era mi mayor tesoro.

Papi observó a mami con un dolor infinito en su rostro por donde resbalaban lágrimas, mientras ella roció todo con perfume y talco. Él tomó con cuidado el osario, como si solo al roce de sus dedos pudiera deshacerse, y yo me dije: ¡No es cierto, está en todas partes y no en aquella pequeña caja tan impersonal y fría!

Ahora, a pesar de no verla, el vacío me gana, el gentío abruma, la siento en el alma, en la tibieza del alba helada, en la frescura del sol poniente, la veo como es, fuerte cual espino, suave cual mariposa y dulce, dulce… no por su azúcar de sangre, esa azúcar fea que hizo le amputaran la pierna, durmió sus riñones, y la venció al fin, sino como los cascos de guayaba que comíamos a escondidas y no he vuelto a comer porque ninguno sabe a los que ella preparaba.

Y es que las abuelas son aroma en el viento, ruido en el día, luz  en la incertidumbre, siguen siendo el escape a la fantasía, nuestras eternas confidentes de travesuras, dudas y amores adolescentes, de nuestras preocupaciones de adultos; aunque un día sus corazones exploten de tanto amor y Dios las convierta en Ángeles, llevándolas al cielo para que cuiden nuestras familias. Yo sé que está, por eso al mirar sus fotos, río por todo lo que hicimos, y la dejo ir.

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