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Isla al Sur

ESTAMPAS DE GUATEMALA Y “GUATEBUENA”

ESTAMPAS DE  GUATEMALA Y “GUATEBUENA”

RANDY SABORIT MORA,
Corresponsal de Prensa Latina en Guatemala*,
Cortesía para Isla al Sur.

Las últimas dos sílabas del nombre Guatemala dejan un sabor amargo. No por gusto se dice “de Guatemala para Guatepeor”. Pero no todo es malo en esta geografía bendecida por los dioses y con sabiduría acumulada que vale oro.

Algunos guatemaltecos advierten que sus compatriotas andan cabizbajos, con la autoestima por el piso. Es cierto que Guatemala no ha ido a un mundial de fútbol ni tiene una cosecha de medallas olímpicas como para festejar en grande. 

Tampoco es como para saltar de alegría, saber que en esta nación centroamericana pululan bandas del narcotráfico y la criminalidad organizada; mientras la desnutrición, el hambre y la desigualdad están a la orden del día.

Sin embargo, el guatemalteco debiera estar alegre por sus lagos, volcanes, clima, el arte culinario, los tejidos artísticos… Todo esto y más habla por sí solo de la “Guatebuena” que existe, pero que para  el oriundo de estos lares pasa inadvertido por estar ocupado en tantas  cosas, incluso en esa tragedia humana llamada subsistencia.

ESTOFADO TEPANECO

Silba la marimba. Un niño, con dotes de artista, baila al compás de las maracas. Un adulto suena la chirimía (parecida al clarinete). Las mujeres, como si fueran magas, sacan de sus palmas tortillas de maíz. Estamos en el restaurante Chichoy.

Por fuera parece un castillo de dos pisos, y está ubicado en el kilómetro 78 de la carretera Intermericana, en el municipio de Tecpán. Sin embargo, en 1970 surgió como un café 24 kilómetros más al norte de esa misma ruta.

El acogedor lugar, es uno de los 15 que han ganado fama en el último medio siglo entre nacionales y extranjeros que hacen su parada entre el kilómetro 72 y el 102 de la Interamericana. Ahumados, carnes, y platillos típicos de la región le hacen la boca agua al viajero.

Como era la primera vez, pedimos ayuda a buenos amigos guatemaltecos para poder pedir. Nos recomendaron el estofado tepaneco con ensalada rusa. Res, cordero, pollo, cerdo y venado se conjugan en el platillo que provoca solo de pronunciarlo.

Lo sazonan con tomate, cebolla, ajo y lo acompañan de arroz y ensalada de papa, lechuga, tomate, con trocitos de güisquil y zanahoria.

A simple vista, olfato y paladar, cumple con aquellos requisitos que una estudiante china me confesó años atrás: “La comida debe tener color, olor y sabor”. En Tecpán este platillo suele disfrutarse en cumpleaños, bodas, bautizos y otras actividades religiosas.

El restaurante Chichoy es el sitio donde miles de personas cada año deciden desayunar, almorzar o cenar. Como todo tiene su historia, se cuenta que el alemán don Federico Carterns y su esposa Mercedes Gurtz lo constituyeron en 1970 en el kilómetro 102 de la Interamericana.

La idea era ayudar a las personas de escasos recursos de la región. Pero 11 años después de su fundación fue incendiado como consecuencia del conflicto armado interno (1960-1996).

En aquel suceso perdió la vida el dueño y su hijo Fredy Carterns, de 18 años.
Pese a todo, Mercedes en 1983 reunió a 75 viudas de la guerra y  tuvo la iniciativa de reconstruirlo. Entonces se vendían refacciones (meriendas), conocidas  en la actualidad como “nuestros antojitos”, y artesanías elaboradas por las enlutadas.

Tras el fallecimiento de Gurtz en 1986, el café pasó a manos de Pedro Cristal y su cónyuge Amalia Muchuch, quienes consiguieron tres años después abrir las puertas del Restaurante Chichoy II en Chirijuyú, donde está hoy.

En ese establecimiento gastronómico, fiel a la proyección social con la cual fue fundado, se enseña a personas sin preparación académica, mientras se les inculca los valores del restaurante, labores culinarias y de servicio al cliente.

“¡En compañía de buenos amigos, cada comida se convierte en fiesta!”, dice el slogan del Chichoy.  Y tienen razón.

FRENTE AL TECHO DE CENTROAMÉRICA

La Geografía estaba entre las asignaturas predilectas en los tiempos escolares. Mucha atención prestaba a la materia, sin embargo, no recuerdo haber oído hablar del Volcán Tajumulco.    

Conocía del  asiático monte Everst de 8 848 metros, y  del africano Kilimanjaro con su cúspide a cinco mil 895 sobre el nivel del mar. También sabía del suramericano Aconcagua con una estatura próxima a los siete mil.    

De otras cumbres emblemáticas se habló en las clases, sin obviar el Turquino, escalado por varias generaciones de cubanos hasta sus mil 974 de tamaño. Pero del Tajumulco no tuve noticias, al menos eso recuerdo.      

Como la Vida  hace de las suyas, me dio la oportunidad de recibir en vivo y en directo la lección sobre el volcán más alto de Guatemala y Centroamérica. Pude estar frente al Tajumulco y sentir el Cielo más cercano.         

A través de la palabra, el mapamundi y el atlas estuve al corriente de diversos macizos montañosos del planeta, empero al techo centroamericano, de cuatro mil 220 metros, lo divisé entre las nubes y a unos cinco grados de temperatura.

Cuando estuve allí, no fue un día nevado, como sí ocurrió el 19 de diciembre del  2009. Suceso  insólito aquel si se toma en cuenta que el monte está localizado en una zona tropical.

Un frente frío generó entonces la intensa nevada que cubrió toda la cresta del Tajumulco, donde cayeron casi 20 centímetros de precipitación sólida en la cumbre y otros 10 en sus faldas, según registros meteorológicos.

Muchos han ascendido -a golpe de esfuerzo y constancia- este coloso muerto, ubicado en el suroccidental departamento de San Marcos, colindante con México.    

Desde la altura de una elevación vecina, donde solo se siente el susurro cómplice de la brisa, es casi imposible evadir filosofar: ¿por qué allá Abajo es tan difícil convivir en paz? ¿Habrá algo que aprender de la serenidad de las montañas?

En el camino de descenso sobre cuatro ruedas, una imagen se siembra en la memoria: una niña y un niño de unos 10 años cargan piedras a cuestas. Difícil borrar estampas como esas, que se repiten en distintos puntos de la Geografía mundial.

A PRIMERA Y SEGUNDA VISTAS

Un lago, volcanes, iglesia, plaza, parque y mercado capta a primera vista el visitante que llega a Santiago Atitlán, municipio ubicado a unos 160 kilómetros de la capital guatemalteca, que esconde mucho más en un lugar donde convergen la riqueza cultural y la pobreza material de sus habitantes.

Allí está la centenaria campana de la Parroquia de Santiago Apóstol que repicó hasta el estruendo aquel diciembre de 1990, cuando expulsaron al Ejército y la Policía, suceso único durante el conflicto armado interno (1960-1996).

En el pueblo viven nativos que han reclamado a sus clérigos de paso hablarles en español y tz'utujil, idioma heredado de los sabios mayas de antaño.

Sus individuos pintan, cantan o tejen cortes (sayas) y huipiles (blusas o vestidos) como verdaderas obras de arte, irrepetibles, que llaman la atención del viajero recién llegado a una de las localidades circundantes del asombroso lago Atitlán.

Personas de distintos credos políticos o religiosos coinciden en respetar a Maximón, deidad indígena cuya imagen está compuesta de diversos pañuelos y una máscara debajo de la cual no existe rostro. De Maximón cuentan que tiene dos esposas, cambia de casa todos los años, fuma, bebe, colecciona corbatas y usa perfumes.

En Santiago Atitlán, las familias viven del comercio, el turismo, la agricultura y la pesca en un paisaje, donde es cotidiano ver a niños pedir un quetzal al turista, mientras otros acompañan a sus madres en las ventas diarias.

Mucho más que esto guarda Guatemala.  Por ejemplo, se cuenta que los paisajes guatemaltecos habrían inspirado al célebre escritor francés Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) a escribir El Principito, ese clásico de la literatura universal que convoca a conservar el niño que fuimos. ¿Se anima a descubrir lo positivo y oscuro de este país?

*Máster en Ciencias de la Comunicación y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana.

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