UN PADRE ABANDONADO
MABY MARTÍNEZ RODRÍGUEZ,
estudiante d primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
Yo nací en España, aunque después de tantos años, a veces dudo que siga siendo España. Observo las dos chimeneas, que ya tienen los pulmones limpios por los años sin echar humo, y me pregunto si el majestuoso ingenio “España Republicana” ha sido olvidado solo por la historia o también por los habitantes del batey.
Ahora que se acerca el mes de mayo y con él, el periodo azucarero del correspondiente año toca su fin, vuelven a mi mente los recuerdos de las pocas veces que lo vi funcionar y la nostalgia viene a mi encuentro.
Memorias enterradas asoman como magia, repletas de cuentos sobre la “Casa del azúcar”, como la llamara mi abuelo años atrás. Estaré eternamente ligada a sus entrañas, porque fui una de las tantas niñas que creció correteando por sus alrededores, otra que se bañó en las aguas recirculadas del enfriadero, creyendo que era el mar, solo que dulce.
Yo me escondí en los vagones abandonados, mientras soñaba que viajaba por el mundo, y me perdí en los cañaverales como cimarrón, para degustar el sabor de la dulce gramínea. Fui otra hija traviesa que le dolió ver cómo su padre de hierro se deshacía en el tiempo, no diferente a las otras generaciones que disfrutaron de la libertad de la vida rural y que ahora parecen dejar de lado.
Al parecer, todos olvidaron que allí crecieron, que el batey nació por la mera existencia del central, y que el padre que se transformó en abuelo en el 2003, los enorgulleció por años; hasta que le edad le hizo descuidar sus tareas diarias. Con su retirada se llevó aquella famosa fiesta de fin de zafra, donde las combinadas silbaban a ritmo de la música. El ron y el guarapo reclamaban su puesto en los puntos de venta como orgullosos derivados de la caña, y todos los habitantes del pequeño consejo popular eran los protagonistas de su propia celebración.
Actualmente, unas desgastadas vigas sostienen el peso de la infraestructura impregnada de historia, almacenada tan celosamente como alguna vez estuvo el azúcar. Y sigue portando la cicatriz de aquella herida que causó el ave imperialista que estalló contra él en el 83, pero nadie habla de las vidas que allí se perdieron, ni se preocupa por escarbar en el pasado para descubrir cuántas salvó solo por su tamaño.
Con la función de una Unidad Empresarial Básica, está condenado a ver cómo la caña que antes entraba por sus puertas, sigue de largo hasta otro central. Cada fin de semana se me oprime el corazón. Mi padre se esfuma sin quejarse. Las pocas planchas de zinc que le quedan van desapareciendo, según los pueblerinos necesitan un techo.
Su historia yace en un libro escrito en el tiempo, tatuado por las décadas en las hojas de sus calles, como las antiguas líneas férreas que ahora se ocultan como venas bajo la piel del polvo que debe tener todavía rastros de azúcar. La vieja locomotora, fija en la entrada, símbolo de fuerza y empuje, es el único objeto que todavía expone el nombre del central, como muestra rebelde de lo que una vez fue y nunca más será.
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