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HOMBRE DE PUEBLO CHIQUITO, HISTORIA GRANDE

HOMBRE DE PUEBLO CHIQUITO, HISTORIA GRANDE

Participar en varias etapas dentro del proceso revolucionario, convertirse en el historiador de Baracoa y llegar por casualidad a la pintura y la literatura, ha puesto a Dionisio Vives Rangel en un punto alto en el reconocimiento de su comunidad.

Texto y fotos:
NAILEY VECINO PÉREZ,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

Lo encontré meciéndose ligeramente en su sillón, tal como si lo impulsara la brisa del mar que ronda siempre al pueblito de Baracoa, en el municipio de Santa Fe. En sus manos, un libro, asiduo compañero en las tardes de Dionisio Vives Rangel.

El formar parte de los organizadores de las Milicias Nacionales Revolucionarias (MNR) y las Milicias Campesinas (MC), ser luchador contra los bandidos que asolaron el Escambray e integrante del primer grupo internacionalista que se dispuso a partir hacia Angola en 1978, pareciera suficiente para imaginar cómo devino un hombre de convicción patriótica, arraigado a la Revolución y, por ende, a su historia.

Vives sufrió de pequeño los espantos de la pobreza. “Si hay alguien que sabe lo que es pasar hambre, ese soy yo. Me acostumbré a sostenerme todo el día con un vaso de agua con azúcar. Cuando tenía con qué acompañarlo era como si me diera un banquete. Tampoco supe de escuela hasta el triunfo de la Revolución. Y nací en 1934,” comenta.

Con solo 11 años comenzó a trabajar y se convirtió en el sustento de su casa, hasta el día en que decidió unirse a la causa revolucionaria, colaborando con su mejor arma: la juventud y el amor a la Patria que siempre le inculcó su padre.

“Tenía 19 cuando me incorporé al Movimiento 26 de Julio. Más tarde, junto a otros compañeros, organicé las MNR y las MC en San Antonio de los Baños, donde transcurrió mi infancia”, cuenta.

Por influencia de la época, en lo adelante su recorrido estaría marcado por el devenir histórico que conllevó al Primero de Enero de 1959 y hasta la actualidad; historia de la que Vives formó parte, desde la Sierra hasta Angola.

¿Cómo transitó de San Antonio a Baracoa?: “Fue un camino largo. Con el método de enseñanza corta, en 1963 pasé un curso como instructor político de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Al graduarme, me incorporaron a trabajar dentro del grupo antiaéreo en el aeropuerto José Martí. Así llegué acá.”

Se detiene un segundo. Recurre al llamado auxiliar de quien lo ha acompañado prácticamente en todas los ámbitos de su vida. Es Estel María Pérez Martínez, esposa, compañera, amiga. Debe guardar reposo porque llevó varios días en terapia intensiva, pero para hablar de Dionisio no puede pasar por alto el momento.

Sin preguntar, casi de improvisto, ya había hecho suyo el curso de la conversación: “Llegamos a Baracoa en 1959. Primero ocupamos un palomar cercano y luego nos trasladamos a Bauta, hasta que nos dieron esta casa. Aquí, como se dice, hemos echado raíces”.

Recuerda con una sonrisa en el rostro el día de su casamiento, hace 67 años, como uno de los mejores momentos que pasaron juntos. Al indagar en la etapa más difícil, la mujer no vacila en responder: “El criar a los hijos prácticamente solos”.

Juan Carlos Vives Pérez, el mayor de ellos, sabía que cuando papá no estaba en casa era porque “cuidaba a su tierra de los malos”. Pero nunca sintió su ausencia y en pocas ocasiones faltó a una cita del director de la escuela para responder por sus indisciplinas, así como tampoco olvidó el apretón de manos las cinco veces que ha estado ingresado en un hospital por crisis de asma.

La más chiquita, María Estel, no olvida la noche en que su padre llegó de sorpresa, con hambre, y ya habían comido en casa. Ella tenía un caramelo guardado para la merienda del próximo día y se lo dio: “También era malcriada y siempre le daba disgustos, pero en ese momento me sentí la mejor hija del universo”.

Desde su jubilación, Dionisio Vives ha sabido suplir todos los momentos en que no estuvo. De una vida dedicada a las FAR, pasó a otra en la que los protagonistas son su familia, vecinos y amigos.

Belkis Medina Santana, presidenta del CDR al que pertenece, destaca su labor en la cuadra como encargado de vigilancia, además de ser una de las siete personas en el pueblo que presta el servicio de telefonía pública en casa.

Mirta Clavijo Valdés, vecina de la cuadra, agradece el tiempo que dedica a su hijo Maikel, de 10 años, quien dice quererlo como al abuelo que no conoció y con quien comparte gran parte del cariño que muestra tener Vives por sus nietos.

Laura Leal Vives, la menor de sus cuatro nietos, siente reflejada en ella la lejanía de la que cuenta su abuelo. Es artista circense y siempre anda fuera de casa. Pareciera que tenía que estar precisamente ahora para hablar de “Pipo”, quien le enseñó a regresar al hogar, a comprender que a pesar de distancia, la familia siempre se lleva dentro.

Llegaron como entretenimiento y ya forman parte de su cotidianidad los libros, las pinturas y la investigación. Confiesa sentirse graduado universitario por cuanto ha leído luego de retirarse.

Se interesó por la historia de Baracoa e investigó al punto de conocerla como nadie, lo que le valió que hace casi 30 años, por la Casa de Cultura del municipio, le declararan Historiador. Pinta por placer, enfatiza el hecho de que aprendió solo: “Un día me puse a pintar algunos animales y me salió bien”. En el 2014 le invitaron a hacer una exposición en el museo de Playa, por la que recibió un reconocimiento.

“El Taoro es mi segunda casa”, agrega espontáneamente, como si temiera dejar sin decir ese detalle de su existencia. La historia de las ruinas del Ingenio Taoro, antiguo cafetal Las Delicias, más tarde finca de donde provenían las frutas de las latas de conserva, marca reconocida nacional e internacionalmente, iba más allá de lo que él conocía.

Siendo historiador lo visitó y supo, según cuenta, que el lugar escondía “historia de la buena” detrás de lo que podía transmitir el campanario y los cubículos de esclavos aún ennegrecidos a causa del incendio que le provocaron, en señal de sublevación,  en 1896.

“Varios autores se han referido al Taoro como un destello en la historia. Yo lo he hecho como si me dedicara a escribir sobre la casa de mi niñez”, agrega.

Se hizo entonces un reto conocer aquel pasaje que por la descripción me remitía a la mezcla de lo real-maravilloso que menciona Alejo Carpentier en El reino de este mundo, o a las páginas de Orishas en Cuba, de Natalia Bolívar, o a Deidades Afrocubanas, de Manuel Rivero Gran.

El sitio estaba en reparación, era imposible la entrada. Primero, Frank Reyes Rodríguez, custodio del centro, luego Vivian Morales, la administradora, aconsejaban ver a una persona: “Te dirá todo lo que quieras saber. Busca a Vives, el Historiador, en Baracoa”. La llave de la historia la tenía él.

Siguiendo la ruta del Taoro escribió sobre Baldomero Acosta y Acosta, comandante del regimiento Güeicuría de donde formaban parte los campesinos alzados que junto a los esclavos incendiaron el ingenio. Completó la obra dejando su imagen en una de las pinturas que conserva en su hogar.

La historia de Cálido Alfonso García Airesosa, Lugarteniente General de Vueltabajo durante la Guerra del 68, y del poeta Julio Carrasco Herrera, también están escritas en varias de esas páginas que se rehúsa a publicar.

Tantas veces le ha hecho la propuesta la Dirección de Cultura, se ha negado sin temor a ganarse nefastas opiniones. Jorge Pimiento, encargado de este sector en Bauta, asegura que sus escritos serían un gran apoyo en la divulgación de la historia de la comunidad como lo han sido los mapas que se han elaborado con su ayuda y que actualmente los profesores utilizan en las escuelas.

Aun así, siempre que tiene la oportunidad los desempolva, los lee nuevamente, revisa que estén en su lugar. Al hacerlo se enfrenta a un pequeño rincón que se transforma en gigante al evocar los recuerdos: innumerables reconocimientos, condecoraciones y medallas que ya suman 27.

“Y aún faltan algunas -añade-, pero no es lo más importante. Lo mejor es saber que he hecho cuanto pude y que todo el que me rodea puede contar conmigo.”

A cada rato la casa de Dionisio Vives Rangel recibe visitas procedentes de cualquier lugar, lejanas, cercanas. Buscan la historia de Santa Fe, del Taoro, de Baracoa. Al marcharse llevan la información suficiente para realizar la tarea, la tesis o el seminario.

Ya para él la Revolución, la Historia y su pueblo le abrieron una pequeña ventana que jamás cerró. Solo espera que algún día recuerden buscar la llave que abre la puerta a lo desconocido.

Pie de fotos: 1-Vives Dionisio Rangel, historiador del pueblo de Baracoa, en el municipio de Santa Fe; 2-Las medallas y los reconocimientos son invaluables recuerdos en su vida; 3-Baldomero Acosta y Acosta, comandante del regimiento Güeicuría, pintura hecha por el propio Dionisio.

VESTIDA PARA LA ÓPERA

VESTIDA PARA LA ÓPERA

A sus 91 años, la habanera Graciela Rouco Carreirano abandona la pasión por la música lírica a la que ha dedicado más de medio siglo.

MABEL SÁNCHEZ TORRES,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
Fotos: Autora y Cortesía de la entrevistada.

Ante  el anuncio del moderador de la salida a escena de Gracielita –como cariñosamente la presentan sus colegas- el público, conocedor de la aterciopelada voz de la artista, prorrumpe en aplausos, como los niños a la espera de un regalo, solo que esta vez viene envuelto en el vibrato de una garganta.

Al clamor de los espectadores, Graciela se emociona también, sonríe y lanza una mirada cómplice a sus amigos del coro Hespérides, de la Asociación Canaria de Cuba, que la animan desde sus asientos. Con paso lento, ligeros balances y acompañada del bastón que sostiene una vida nonagenaria, sube a escena.

Suenan los primeros acordes del piano y se aventura a entonar «María la O», pieza icónica del gran compositor cubano Ernesto Lecuona. Pasa por los agudos con total acierto, mas en los tonos medios, la voz se quiebra ligeramente y le recuerda que los años no transcurren sin dejar huella.

Luego del tropiezo, la soprano retoma las notas en el fragmento más difícil para un final digno de la antigua Ópera Nacional. El aria termina. El auditorio lanza vítores y entona a coro su nombre.

De Lola a Cecilia

Graciela Rouco Carreira nació en La Habana en 1925, justo cuando comenzaba a aflorar en Cuba una reinterpretación de la zarzuela a partir de la obra de compositores de cierto renombre como Eliseo Grenet, Rodrigo Prats, Gonzalo Roig y Ernesto Lecuona, quienes fusionaron el más alto nivel conceptual de la ópera con elementos de la cultura popular.

Aunque el género surgió en España a finalesdel siglo XVII -apunta el Diccionario Hispanoamericano de la Zarzuela, editado por el Instituto Complutense de Ciencias Musicales de Madrid- en la Mayor de las Antillas alcanzó notable mérito artístico dos centurias después, cuando las obras introdujeron personajes típicos de la sociedad criolla como la mulata dotada con una exuberante sensualidad.

Enrique Río Prado, en el libro La Venus de bronce. Una historia de la zarzuela cubana (La Habana, 2010), recrea que durante la década del 30 del siglo XX, inició la etapa dorada de la zarzuela en la Isla. Ante el auge desatado por los nuevos autores, «El Cafetal» y «Niña Rita», de Lecuona, generaron avalanchas interminables de público, ansioso por disfrutar de melodías firmadas por sus compatriotas, quienes desplazaron de las carteleras a los directores españoles e italianos.

Como muchos cantantes, Graciela descubrió primero el arte foráneo, para luego enamorarse del que portaba el sello patrio. «Era muy pequeña y por los prejuicios de la época no podía asistir a las funciones. Además, estaba mal visto que las mujeres se dedicaran al canto y al baile», cuenta la anciana.

«En mi adolescencia desconocía la notoriedad artística de nuestra música -prosigue- por eso me inclinaba más hacia las rancheras mexicanas, sobre todo, por la influencia del cine de ese país en Cuba. Años después, me identificaba con intérpretes españoles como Lola Flores. Con frecuencia cantaba “Penita Pena”, de La Faraona, como llamaban a la flamenca».

El acercamiento de Graciela a la lírica insular llegó en 1966, mientras estudiaba Lengua Inglesa. «Tenía cuarenta años cuando canté por vez primera en un teatro. Me integré al elenco de la compañía de la Universidad de La Habana que preparaba la obra “Cecilia Valdés”, de Gonzalo Roig, e interpreté el papel de Rosa, la madre de Leonardo», comenta halagada.

Era un gran honor para ella trabajar bajo las órdenes de Miguel De Grandy, discípulo de Lecuona y primer director general del Teatro Lírico Nacional, a quien la periodista cubana Dolores (Loló) de la Torriente definió en el artículo Elogio a Miguel De Grandy en una edición del periódico El Mundo, como un hombre «conectado a la mejor tradición teatral cubana», refiere el programa del espectáculo, que Graciela atesora junto a sus fotografías.

Así como la lírica criolla se abrió paso en el panorama cultural durante las primeras décadas del pasado siglo, desplazando la zarzuela española y la ópera italiana, Graciela, después de beber de maestros como Roig y De Grandy, cambió el quejido de Lola Flores por la cubanía de la mítica Cecilia Valdés y en el repertorio de la aficionada no faltaron temas como «María la O» y «Niña Rita».

Oídos sordos a los prejuicios

Las transformaciones sociales operadas por la Revolución y la oportunidad de formarse como profesional impulsaron a Graciela a matricular en la Universidad, en la especialidad de Lengua Inglesa, a inicios de los 60.

«En aquel entonces ya tenía una familia junto a mi esposo Alberto Carruana Bances, pero las dificultades de la vida cotidiana y la responsabilidad de atender a mis tres hijos me instaron a abandonar los estudios en el tercer año».

Quizás otra mujer a su edad se hubiera limitado a las labores de ama de casa, mas Graciela sintió que aún era temprano para cumplir su sueño. Sin embargo, su gusto por la música no fue precisamente un «amor a primera escucha», porque la cantante recuerda lo insufrible que le resultaban las clases de solfeo en la secundaria.

Creyendo que para sus hijos Ana Graciela, Jorge Alberto y Carlos Rafael no sería igual tortura, contrató profesores de piano y teoría musical. Gran sorpresa se llevó cuando descubrió que ella prestaba más atención a las lecciones que los verdaderos alumnos.

La mayor de sus hijas terminó el cuarto año de piano, aunque finalmente lo abandonó. «Aprecio mucho la música, pero en realidad no es algo que me apasione, en cambio, mi madre sí ama la ópera. Admiro su entrega, solo temo que las personas la rechacen por su edad», expresa emocionada Ana.

Aun así, Graciela cuando está en el escenario no piensa en los avatares de sus 91 años, tampoco en los prejuicios de aquellos recelosos de su arrojo, incapaces de comprender que una mujer de tamaña experiencia, todavía desee mostrar su talento.

Convencida de que aún le esperaba un camino por labrar, en 1972 se unió al coro Tabacaleros, con el que obtuvo, cuatro años después, el primer lugar en el VII Festival Provincial de los Trabajadores Aficionados al Arte, patrocinado por la Central de Trabajadores de Cuba y el Ministerio de Cultura. Tras 20 años de incesante cantar, los constantes cambios de sedes y la dificultad de los integrantes para trasladarse a los ensayos, propiciaron la desintegración del grupo.

Un largo viaje

En la década del noventa, Graciela abandonó La Habana que padecía los desmanes del Período Especial. Tenía entonces 65 años y afrontaba las dificultades económicas de una Cuba afectada por la caída el socialismo en Europa Occidental y el recrudecimiento del bloqueo impuesto por Estados Unidos.

Obtuvo la ciudadanía española y partió sola a esa tierra donde trabajó en labores domésticas. Atrás quedaron sus hijos y esposo con quien había compartido más de cuarenta años.

A su regreso en el 2000, se integró a la Asociación Canaria de Cuba, donde fue más que bienvenida. «Además de ser una excelente persona, ella representa un ejemplo para los jóvenes por su tenacidad», asegura Marcos Santana Hernández, integrante de Hespérides y para quien sus diecinueve años no son impedimento cuando conversa de música con Graciela.

Cristina Pedraza Leyva, delegada del coro, lamenta la salida de Graciela del grupo: «Cuando dejó de asistir a la Asociación hace un año por cuestiones de salud, me afligí mucho. Ella es una mujer especial, arriesgada, y un motivo de inspiración para todos».

El Colonial

Tras la muerte de su esposo en 2006 y a causa del desgaste de su rodilla –padecimiento que sufre hace dos años-, apareció en su vida un nuevo compañero: el bastón. Él es quien comparte el día a día con Graciela desde entonces, pues la anciana vive sola hace más de diez años, luego de que sus hijos marcharon al extranjero.

El diagnóstico, aunque la limita para frecuentar la Asociación Canaria, no detiene las peñas de El Colonial en las noches de los terceros viernes de cada mes, cuando recibe en su hogar a unos quince abuelos.

Las cortinas del espectáculo son descorridas al compás de los versos de la popular canción A mi manera, entonados por Orlando Ur Despaigne, uno de los fieles concurrentes a las peñas. Prosiguen Margot, Francisco, Silvia y otros tantos, quienes sin exceso de formalismos, pero con gran entusiasmo, se turnan para cantar algunos de los mejores boleros de los setenta.

«El club El Colonial surgió hace más de veinte años. Se trata de una iniciativa de inclusión social dedicada a personas de todas las edades. Cuando perdimos la sede en el año 2008, Graciela se brindó para acoger en su casa la peña de los ancianos», comenta Aracelys Pérez Díaz, presidenta del proyecto.

La velada continúa y ahora es el turno del baladista Francisco de Asís Barreto Quintana,  quien confiesa: «Yo asisto a las peñas porque en mi casa no me nace cantar. Este es el lugar donde puedo hacer feliz a las personas con mi voz, pues mi familia no apoya mi amor por la música».

Unos segundos después asaltan el centro de la sala los hermanos Antonio y Jesús García Valdés para alegrar la fiesta con sus bromas y declamar los versos más famosos de José Ángel Buesa. «Conocí a Graciela en el coro de la Artística Gallega y durante estos años ha sido una gran amiga», señala Antonio.

La última en tomar el micrófono imaginario es la anfitriona, quien hace gala de su prodigiosa voz. Todos aplauden y acuerdan el lugar de reunión del próximo encuentro porque aunque los asistentes han permanecido toda la peña como si nada pasara, Graciela se marcha por unos meses a España con su hija Ana.

El final ya es inminente, pero nadie dice adiós. Fotografías del grupo en la mesita situada en una esquina de la sala son el único indicio de la despedida. Cada uno se lleva una imagen de recuerdo y rodean a Graciela para desearle un buen viaje, confiados en un pronto reencuentro.

Pie de fotos: 1-Su primera presentación en un teatro fue en 1966 cuando interpretó el papel de Rosa, la madre de Leonardo, en la  zarzuela Cecilia Valdés, de Gonzalo Roig; 2-Graciela Rouco ha vivido más de nueve décadas, pero no ceja en su empeño de entregarse a la música; 3-Su casa acoge las peñas de El Colonial en las noches de los terceros viernes de cada mes.