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Isla al Sur

ROBO EN EL CAPITOLIO

ROBO EN EL CAPITOLIO

En marzo de 1946 el Capitolio Nacional deparó a los cubanos una de las más escandalosas noticias de la República: el robo del brillante situado bajo un cristal de pulgada y media de espesor y que marca el kilómetro cero de la Carretera Central.

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

En medio de una descomedida politiquería con motivo de próximas elecciones para alcaldes y representantes, el lunes 25 de marzo de 1946 el Capitolio Nacional deparó a los cubanos una de las más escandalosas noticias de la República: el robo del brillante situado bajo un cristal de pulgada y media de espesor, justo en el centro del Salón de los Pasos Perdidos, marcando el kilómetro cero de la Carretera Central.

Policías y peritos del Gabinete Nacional de Identificación, políticos, periodistas y trabajadores de la institución -amén del cotilleo y la especulación por toda la Isla-, se rompieron la cabeza durante 14 meses dilucidando cómo se había realizado un robo que no dejó huellas dactilares, y del que solo quedó en el lugar de los hechos el forro de un sombrero manchado de sangre, algunos fósforos apagados y un anuncio en el suelo, escrito con lápiz, y del que el periodista Enrique de la Osa anotó: “…denotaba el humorismo del autor y resumía el acto con ejemplar laconismo: 2.45 a 3.15 24 kilates”. Es decir, media hora bastó para un hurto que burló la vigilancia de más de un centenar de gendarmes.   

LAS TARDES CON ANICETO

Lo mejor de la tarde del tercer miércoles de cada mes en el Hotel Inglaterra no es precisamente el final del asunto que trae a colación el periodista Rolando Aniceto a los contertulios de la peña Tradiciones habaneras, ya consolidada como proyecto comunitario. En definitiva, este investigador de chispa pronta lo anuncia con tiempo suficiente para que cada quien “dispare” alguna anécdota sabrosa de la urbe. Amigo y cofundador del espacio hace ocho años con el desaparecido Eduardo Robreño, La Habana la pasa y repasa con tintes de cotidianidad.

Por eso, lo bueno de la historia del brillante del Capitolio está también en la menos conocida urdimbre colateral. Para empezar, la leyenda lo ubica en la segunda corona del último zar de Rusia, y de entonces hasta una larga historia, la gema pagó con mala suerte a todos aquellos que quisieron poseerla.

Dice Aniceto que el primero en recibir el maleficio fue el propio Zar, asesinado junto con toda su familia. En manos del joyero árabe radicado en Cuba, Isaac Estéfano, este no levantó cabeza en los negocios tras haber pagado por ella 17 000 pesos; el ruso que se la vendió quedó ciego luego de una riña en un cabaret habanero, y la duquesa intermediaria del negocio murió repentinamente. Estéfano, loco por salir de la  maldita joya, transó con el gobierno por 12 000 pesos.

Así llegó al Capitolio, pagada “voluntariamente” la suma de 9 000 pesos por los trabajadores que edificaron el inmueble, y el resto lo puso de “su bolsillo” Carlos Miguel de Céspedes, el dinámico, como llamaban al entonces Secretario de Obras Públicas.

Al diamante, situado bajo la cúpula para dividir la Cámara de Representantes del Senado, se le atribuyeron también poderes mágicos y hasta hubo que atajar a una norteamericana, pues quizás por pedidos personales muy urgentes, intentó desnudarse ante la joya.

Poco se habló en su momento de que un policía dio una severa patada y quebró el vidrio, no se sabe si para demostrar la fortaleza del cristal protector o del ímpetu bruto de su pie. Lo cierto es que quedó en secreto el trance, que debió conocer el ladrón, como también la poca vigilancia nocturna del Salón de los Pasos Perdidos, dado el pavor de los guardias por el fantasma de Clemente Vázquez Bello, presidente del Senado víctima de un atentado en la década de los años treinta del pasado siglo, y del que se decía paseaba a su antojo por el lugar.

Otro dato apunta Aniceto: por esos días se exhibía en el Capitolio una exposición de pintura y escultura del III Salón Nacional de Bellas Artes, auspiciada por el Ministerio de Educación, lo cual posibilitaba que muchas personas visitaran esas áreas en horas de la noche, y permitió al caco ampararse detrás de cualquier parapeto.

¿QUIÉN ROBÓ EL BRILLANTE?

Parecía el hurto perfecto, y aunque fueron detenidas varias personas, finalmente quedaron en libertad provisional a falta de pruebas condenatorias concluyentes. Pero aunque existen diversas versiones sobre el asunto, Aniceto asegura que fue Abelardo Fernández González, ex primer teniente del Cuerpo de Policías del Ministerio de Educación y más conocido como El Manquito, hombrecillo de baja estofa encargado de la custodia de la exposición y conocedor de los detalles antes expuestos.

El periodista afirma que El Manquito, poco después encarcelado por su nexo con un triple asesinato, se lo confesó en la prisión al también recluso, soldado Emilio Valderrama. Pero, ¡qué iba a hacer con una joya tan publicitada! El investigador se aventura en la suposición de que la cedió por unos 5 000 pesos a un político protegido de Grau San Martín, y que este, mediante un alto oficial también vinculado con la familia del Presidente, subrepticiamente lo devolvió al Capitolio.

Pues sí, 14 meses después del robo, en junio de 1947, el brillante apareció de manera anónima en la mesa de trabajo de Grau, envuelto en un bastante deteriorado papel amarillo, y el mandatario se dio prisa en informar del suceso a varios personeros vinculados con su esclarecimiento. Y lo mejor de la historia viene cuando Miguel Suárez Fernández, en ese momento presidente del Congreso, le comentó al magistrado que no estaba seguro de que esa fuera la joya.

Ni corto ni perezoso, el viejo zorro que fue Grau le ripostó: “Entonces me la llevo porque me la regalaron a mí”. A lo que de inmediato respondió Suárez: “No... no... sí... sí..., es la misma”. Y ahí acabó la historia.

Como escribió hace muchos años Pedro Luis Padrón: “…El brillante del kilómetro cero retornó a su lugar de origen, pero gran parte de los millones robados a los fondos del Estado en esa misma época, se trasformaron en inmuebles y cuentas bancarias en el extranjero. Todo un símbolo de la democracia representativa”. Nada, que en tiempos de aquella república cualquier triquiñuela era posible.

 

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