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Isla al Sur

MIENTRAS PUEDA, VOY A TRABAJAR

MIENTRAS PUEDA, VOY A TRABAJAR

Una tarde con Raúl González Tapia devela las singularidades de un hombre que perteneció al Directorio Revolucionario, estuvo en la Batalla de Santa Clara y en la guerra de Angola.

Texto y foto:
DINELLA TERESITA GARCÍA ACOSTA,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

Si un domingo en la mañana sales a caminar por la cuadra Zambrana, en el municipio capitalino del Cerro, será fácil ver a Raúl González Tapia, o solo Tapia, como le dicen todos, podando su jardín. Así puede estar hasta las cinco de la tarde, en el césped que cuida con tanta quisquilla.

Este domingo arregla el jardín, pero hace 56 años estaba sobrevolando Placetas, en un pequeño helicóptero,para unirse a la Batalla de Santa Clara, aquella que dirigió el Che a mediados de diciembre de 1958 y que daría el triunfo definitivo a las fuerzas rebeldes.

«Un amigo mío estaba estudiando para piloto y yo empecé a hablar con él para que nos trajera para Cuba. Ya antes de finalizar el año 1958, fueron unos tíos míos allá a Miami, les quité el dinero para poder alquilar un avión y los mandé a regresar».

Una breve risa se oye en la silenciosa sala. «Entonces alquilamos el avión con mi amigo de piloto y vinimos para entrar clandestinos en Villa Clara. El viaje fue un poco pesado porque había mal tiempo. No pudimos ir al lugar que habíamos pensado, donde sabíamos que había un aeródromo. Entonces tuve que tirarme un poco más allá de Placetas».

Hoy, Tapia tiene 79 años y es asesor del presidente del Grupo de Administración Empresarial (GAE). Su rutina laboral comienza a las 6:30 am y termina a las 8:00 pm, eso cuando no está recorriendo el mundo, durante semanas y a veces, meses. Su esposa, el amor de su vida, es tan diferente a él como el día y la noche. Quizás sea por eso que se quieren tanto. Se conocieron en el Vedado por los años 80, cuando él era el jefe de la que hoy es su cuñada. Su esposa es extrovertida y todos en el barrio la conocen. A él, la gente lo ve con su pelo blanco y sus grandes espejuelos, introvertido, imperceptible, porque casi siempre calla, pero cuando habla hay que detenerse a escucharlo. “Igual a muchos”, pueden pensar algunos, que no se imaginan ni remotamente, la historia de la que forma parte.

Su casa es una mezcla de la cultura africana y española, pues Angola e Islas Canarias son dos de los países que han marcado su historia. En la nación isleña encontró un fiel amigo: su perro León, nombrado así por el apellido de su esposa. León se mudó a La Habana y lo acompañó por casi 15 años.

En Luanda trabajó en acciones de carácter militar. Allí, entre tanto desastre, fue testigo de lo que él llamó uno de los inmerecidos y casuales honores más grandes que le otorgó la vida: soltar el amarre al último barco cubano militar que salió del puerto de Luanda. «Me encontraba con el jefe de nuestro país en ese puerto y como todos se estaban retirando, solo quedábamos nosotros y unos cabos. Allí vi partir el barco». Esto significaba el fin de la guerra a la cual muchos de nuestros patriotas habían contribuido. Tapia fue uno de ellos.

En una esquina de su hogar se vislumbra un librero, quizás lleno de tomos de ingeniería, porque es ingeniero mecánico, graduado en los Estados Unidos. Sí, su familia tenía dinero. Su padre poseía una consulta de dentista antes del triunfo de la Revolución, pero esto no fue un impedimento para que él se uniera a la causa revolucionaria.

«¿Mi familia? Ella estaba de acuerdo conmigo. Recuerdo que en una oportunidad, ya estando clandestino, me quedé sin dinero y mi padre a cada rato me daba algo para poder subsistir, independientemente de que el Directorio también nos ayudaba, pero eso no me gustaba. Fui a verlo –dice con voz entrecortada- y recuerdo que dijo que él no me podía negar lo que él quisiera ser». Las lágrimas caen por debajo de sus espejuelos.

En el librero, confirma, no hay libros de ingeniería, sino de Martí. «Toda mi vida siempre fui un asiduo lector de Martí. Me gustaba muchísimo y creo que fue él quien influyó en que fuera revolucionario. Tenía un libro que incluso lo llevé para la Universidad, en Georgia. Era de unas hojitas muy finitas, tenía 2 000 ó 3 000 páginas y era de un tamaño bastante pequeño. Siempre en mis ratos libres lo leía».

Al lado del sillón donde Tapia se balancea, tratando de calmar las nostalgias que amenazan sacar a flote años vividos, hay una caja de betún y un par de zapatos de vestir. Ese calzado, será mañana testigo de una nueva jornada. Moja el cepillo en el betún y comienza la tarea.

Tapia se unió al Directorio Revolucionario (DR)  tan solo tres meses después de que José Antonio Echeverría muriera. Quizás sea esa una de las penas que más le pesa: no haber conocido al héroe del 13 de Marzo. Después del Asalto al Palacio Presidencial y la Toma de Radio Reloj, las filas del Directorio quedaron diezmadas, y la mayor parte estaba concentrada en Miami. Allí fue donde el protagonista de esta historia unió para siempre su vida a la Revolución.

«Había unos compañeros que estudiaban conmigo, que eran amigos de jóvenes del DR. Entonces, en un viaje de vacaciones a Cuba, en junio de 1957, me entrevisté con ellos. Ahí empecé amistades y conocí a hombres que habían participado en el asalto a Palacio. En aquel entonces, yo traía un carro hacia Cuba y se aprovechó y  traje algunas armas. ¡Así empecé! Esa fue realmente mi primera acción».

Llegado a este punto, el primer zapato brilla y se dispone a comenzar con el segundo. «Ya estando en Cuba, pusimos bombas y robamos armas. Recuerdo especialmente una casa que estaba por Boyeros, era de un hacendado dueño de un laboratorio. Él tenía una reserva de armamento y cuando lo supimos, asaltamos la vivienda y nos lo llevamos».

En febrero de 1958, Faure Chomón, secretario general del DR, organizó la Expedición a Nuevitas. En esta se traían armas para apoyar la creación de la columna rebelde, la clandestinidad en La Habana y la instauración de un nuevo frente en el Escambray. Cuando arribaron, el cargamento se dividió en dos grupos, uno de ellos iba para varias casas, entre ellas, la de Tapia.

«Estuvieron en mi hogar Gustavo Machín, quien caería años más tarde en la guerrilla del Che en Bolivia, y Raúl Díaz Argüelles, para dividir a los hombres y las armas a los distintos lugares».

Un olor delicioso comienza a surgir de la cocina. «Esta es la razón por la que religiosamente llego todos los días a las ocho, para no perderme nunca su sazón». Pero hubo un tiempo en que él no tuvo un hogar, ni dónde comer todos los días por la noche. «Yo estaba en mi casa con varios miembros del Directorio, cuando cogieron preso a un compañero nuestro y su suegra nos avisó. Inmediatamente nos fuimos; supe después que esa misma tarde habían hecho el registro».

Ahora ya terminó con los dos zapatos y los mira con desconfianza, analizando si el trabajo quedó bien hecho. Decide que no, agarra de nuevo el cepillo. «Estuve clandestino un tiempo, la cosa se puso muy mala. Perdí la conexión con todos y tuve que salir al exterior porque no tenía ni dónde meterme». Una sonrisa asoma a su cara en sustitución de la desesperación y el miedo que alguna vez sintió.

«El asilo lo encontré en la embajada de Argentina, me fui para ese país y a los dos o tres días de llegar, asaltamos la embajada de Cuba, por lo cual tuve que salir de allí. Entonces fui a Colombia unos meses y de ahí para Miami. En este último lugar estuve preso por trasiego de armas». Fue entonces cuando conoció a su amigo piloto y con el dinero de sus tíos vino para La Habana. «Siempre tuve el objetivo de regresar a terminar lo que había empezado».

«El Triunfo de la Revolución me cogió en Santa Clara». Hace un tiempo terminó de cepillar y ahora sus ojos ya no están aquí, la conversación lo trasladó al pasado. «Esa noche, que estaba muerto de cansancio y de hambre, me metí en el hotel Santa Clara al que le habían prendido fuego y junto con otros compañeros, nos acostamos en una cama. Pero los cristales del frente se habían caído con los tiroteos y cuando desperté por la mañana, que me quité la camisa, estábamos todos cortados. ¡De lo cansados que estábamos, ni nos habíamos dado cuenta!»

La risa que le provocó recordar la historia anterior le ha dado tanta emoción que coge la tabla de planchar y va en busca de unas camisas. Sí, este hombre también plancha. «¿A Fidel? A Fidel lo vi en una reunión. Yo mismo me sorprendí porque no pensaba que él iba a estar ahí, era con el presidente Osvaldo Dorticós. Recuerdo que estaba de espaldas a la puerta y veo que todo el mundo se para y digo: “¿Qué está pasando?” Entonces me paré y entraba él».

Después del 1ro de enero de 1959 ha desempeñado diferentes tareas, quizás más de las que estas líneas puedan sostener. En ese período nacieron sus dos hijos. Los va a ver cada fin de semana, como si su vida dependiera de ello. Hoy, ya tiene dos nietos que pronto comenzarán el camino profesional que él también empezó, hace ya 55 años. «Después del Triunfo, primero empecé a trabajar en el Ministerio de la Construcción y al poco tiempo, en el de Industria, cuando el Che estaba ahí. Luego, le pidieron al Che que me dejara ir para la Empresa de Navegación Mambisa y él no quiso dejarme ir. ¡En dos oportunidades no quiso soltarme! Insistieron y al fin el Che accedió, no sé si por cansancio o por qué».

«Entonces me fui a trabajar a Navegación Mambisa. Estuve ahí de Subdirector General durante siete años». Esta fue la época en que conoció a su esposa. Ella sonríe desde la cocina cuando él la invita a contar cómo fue que se enamoraron. Pero trabajando aquí, no solo se enamoró de ella, sino también del mar, otra de sus grandes pasiones, la que lo llevó a recorrer medio mundo.

«¿El qué más me ha impresionado?» Se queda un instante como aturdido, y de repente dice casi imperceptible: “Vietnam”, para luego expresar con determinación: “Sí, Vietnam es el país que más me ha impresionado”. «Yo llego a Vietnam en 1976 con otros compañeros que iban a recoger unas cosas de la guerra. Lo que me maravilló, lo que vi, fue que los vietnamitas no tenían qué comer. Se pasaban el día entero metidos en un agua roja sacando arroz, el cual no había forma de descascarar porque no tenían maquinaria. Entonces, las mujeres tomaban ese arroz y lo ponían en la carretera para que los poquitos camiones que pasaban lo descascararan. Eso lo recogían y era lo que se comían». Por un rato continúa narrando sus vivencias sobre el hermano país.

-Con 79 años, ¿alguna vez ha pensado en jubilarse?

«Yo voy a trabajar porque uno se siente personalmente mucho más pleno cuando  está trabajando, cuando sabe que está haciendo algo útil, o sea, que está produciendo. El día que no trabaje, lo extrañaré. Mientras pueda, voy a trabajar. ¡Eso seguro!».

Tapia viste pantalones y camiseta muy sencillos. Hoy es el día de trabajar en la casa. «Cuando no voy al trabajo hago de jardinero, ahora mismo lo estaba haciendo». Y cuando esperas una respuesta poética, rebuscada, va y contesta: «¿Qué por qué lo hago? Porque si no, tengo que pagar 100 pesos a otro para que lo haga, y ¡no tengo para eso!». Cuelga la camisa y busca el pantalón. Continúa planchando.

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