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Isla al Sur

Crónicas-Trabajos docentes

HOJAS EN EL BOLSILLO

HOJAS EN EL BOLSILLO

MERLYN BARROSO HERNÁNDEZ,

estudiante de primer año de Periodismo,

Facultad de Comunicación,

Universidad de La Habana.

Luis Sexto camina al compás del tiempo, por eso digo que es un hombre rítmico y experimentado: toma de cada minuto una lección para enseñar, para luego convertir en historia. Su elegancia modesta y espontánea provocan respeto y es que sus más de 40 años de profesión se muestran solos y lo convierten de por sí en un buen hombre.

Desde que lo conocí he querido escribir de él. Pero temo a no cumplir mis expectativas ni las de quien me lee, y mucho más, las de este gran periodista y maestro a quien intento esbozar entre líneas.

Sus buenos días, sus jaranas como cualquier cubano, sus citas a más de cinco autores en menos de dos horas, sus historias de vida que hoy se guardan bajo la escritura del periodismo suenan como clásicos en quienes lo leen o llegan a conocerlo.

Se puede suponer que lleva los bolsillos siempre llenos de hojas, pues cuando menos se espera suele sorprender con un poema, un cuento o una frase escrita en cualquier orilla del papel.

La boina acostumbrada no permite que se le despeinen los ideales ni los pensamientos. Todo parece estar organizado dentro de él: los sueños cumplidos y por cumplir, la escritura, los recuerdos, la oratoria, la experiencia.

Él va de novio con la vida, la lleva de la mano como un tesoro. Con rutinaria experiencia la atiende: un café por las mañanas, la lectura del periódico, las clases en la Universidad y los tantos compromisos.

Su profesión es la amante. Una amante conocida. Más de cuatro décadas como compañera inseparable lo hacen amarla como a su propia vida.

“Con luz en la ventana”, quizás encontró otras “Noticias de familia” de las que ya había escrito antes unos cuantos versos. Entre “Periodismo y literatura, el arte de las alianzas” se encuentra la cuerda por donde han caminado sus años con inquebrantable equilibrio. La poesía es una buena amiga. Sexto es también un poeta.

El equilibrio entre familia y trabajo está definido. Ha sido padre y además ejemplo, como bien lo afirma, de lucha y superación, pues no llegó de a lleno a lo que quería. Fue después de vender ostiones en las esquinas y trabajar entre ferrocarriles y líneas hasta los 27 años.

Sus siete décadas ya no tienen la misma voz de antes, pero su oratoria y sus frases saben a mayor experiencia. Su caminar acompasado le ha permitido llegar más rápido, que cualquier otro, al lugar donde todos debíamos y queremos llegar algún día.

La vejez impone sus límites, pero no nos obliga a asumirlos. Es cuestión personal si nos amedrentamos por ello y nos sentamos con los brazos cruzados a esperar entonces. Como expone Sexto en una de sus crónicas en primera persona, hay que intentar multiplicar las horas para escarbar en los sueños cuanto resta por fundar o hacer.

Más que de un libro, la historia o Internet, es del hombre de quien más aprendemos, pero Sexto enseña en sus libros, en su historia y nos enseña de él. Es una conjugación perfecta de experiencia y conocimientos.

Verlo andar con los bolsillos llenos de historias para compartir, y en el bolso, hojas clínicas con las que ha sabido curar tantos males tras sus disímiles libros, nos permite predecir: Será un buen día. Sexto lo augura. Lo promete.

 

 

LAS HUELLAS DE UN “MILAGRO”

LAS HUELLAS DE UN “MILAGRO”

NAILEY VECINO PÉREZ,

estudiante de primer año de Periodismo,

Facultad de Comunicación,

Universidad de La Habana.

Aún no perdió su magia la reacción ante la noticia más importante que pueda recibir una mujer: -¡Está embarazada!-. Con ella llegó Susana a su casa, invadiéndola al instante del entusiasmo que provoca la llegada de un pequeñín a la familia. Pero, como la vida navega en la cresta de una ola en constante movimiento, la alegría se agotó pronto.

A las veinte semanas de embarazo, Susana asistió a la habitual consulta para el ultrasonido. Traía una niña, todo con ella iba perfecto. La anomalía se detectó en el organismo de la madre. Una sucesión de exámenes intentaban confirmar la sospecha de los médicos. Pensar en un margen de error era su esperanza, mas nada impidió la respuesta positiva para un tumor en el rectus (recto).

Tener a la niña de ilusión se volvió un riesgo y una batalla constante entre el bando de batas blancas que abogaban por la salud de la madre contra aquel otro que defendía, ante todo, el derecho de nacer.

Susana supo entonces que la sensación de decidir entre una o la otra no era visto solo en películas. Ahora vivía la misma escena, en tiempo y espacio real. Debía encestar el balón a su favor o dejarle el tiro de gracia a la criatura que llevaba en su vientre. Ante la duda, prefirió tirar las cartas al aire y apostó, pero no fue por ella.

Tomada la decisión, quedaba esperar a que el feto se acercara al borde de los siete meses. Aún no estaba preparado, parecía imposible, pero impuso su presencia en un pedacito de este mundo.

Una bebé de dos libras al nacer ocupaba la sala de Neonatología del hospital materno “Ramón González Coro”, su primer hogar. No tenía nombre aún, como “la muñequita” fue bautizada por el personal médico que estuvo a su cargo durante los próximos cuatro meses.

Era el momento de mamá para curarse. Por fortuna, el tumor era pequeño, con sesiones de radio y quimioterapia desaparecería. Para ello debía alejarse de su hija algunas semanas; mas no estaba segura de sobrellevar al riesgo de enfrentar el dolor de la distancia. Pero debía correrlo, porque sabía que el calor de una incubadora no se comparaba con el regazo de una madre.

Había trascurrido siete meses cuando Milagro (al fin con nombre), se despedía de lo que fue su “familia prematura”. Partía al encuentro de unos brazos que también la necesitaban para convencerse de haber ganado la partida de naipes.

Ante un altar, Susana pidió hace tres años por el bienestar de ambas, por ver reencarnar en menudos pies las huellas de un milagro. Nunca imaginó aferrarse tan fuerte a la voluntad de un santo. Aún con fe, las manos de la medicina cubana impusieron su papel protagónico.

Hoy, la niña retoza incansable por los pasillos de la casa, abusando de las ternuras de la abuela hacia su “sietemesina”. Su “mami” recuerda  la historia, afligida, hasta contar el final y deja asomar una sonrisa. Ver crecer el retoño que alguna vez pensaron arrancarle, le enorgullece, aunque reconoce que el mérito no es del todo para ella.

Volver cada año al González Coro en la misma fecha en que la  muñequita llegó a sus salones es la forma de agradecimiento a esos médicos que le salvaron la vida.

DE UNA DESPEDIDA, MI RECUERDO

DE UNA DESPEDIDA, MI RECUERDO

GABRIELA TAMARIT GUERRERO,

estudiante de primer año de Periodismo,

Facultad de Comunicación,

Universidad de La Habana.

Su mirada me decía que algo pasaba, sus manos temblaban y la voz le tartamudeaba más que de costumbre. Las maletas estaban listas junto a la puerta de nuestro apartamento en Centro Habana y el carro, en la calle, no paraba de sonar el claxon.

En el viaje hacia el aeropuerto no dije una palabra, solo me bastaba con contemplar a la gente por la ventanilla, ver las guaguas y, sobre todo, miraba los árboles, que en aquel momento me entretenían aunque ahora me dan esa sensación de paz y libertad tan necesarias en ocasiones de infortunio.

Para todos los niños, y para mí con seis años, llegar a la terminal 2 del Aeropuerto Internacional José Martí era un paseo como lo es ir al parque; allí no existen fronteras para demostrarse el último afecto a pesar de esas cuerdas rojas que rodean. A lo mejor, era un paseo, pero no estaba acostumbrada.

Se escuchó el suave llamado de advertencia: “Estimados pasajeros...”, pero no comprendía el motivo de esa voz, ¿qué significa? Siento a mi mamá decir que ya es hora de despedirse de papi. Entonces, cada ficha del rompecabezas encaja con perfección.

Se iba la persona que me peinaba, que sabía ponerme el arete sin que mis orejas sufrieran, quien me preparaba el biberón con leche y chocolate antes de dormir. Partiría el chofer del asiento principal de la bicicleta; ese… era mi papá.

Si bien mi mente quería pensar que volvería a verlo rápido, mi corazón se estrujaba mientras más él se alejaba. La “pecera”, ese espacio donde ves a los tuyos marcharse y dejar su vida atrás, no era suficiente para que un “¡papi, no te vayas!” se escuchara. Entonces, él viraba, porque solo mi caricia era su consuelo por dejarme.

Fueron 365 días en los que aprendí a leer y a escribir. Pero solo pude sentir su orgullo por teléfono, cuando una foto de “te quiero papá”, uno de mis primeros garabatos, le llegó por correo.

Con esa edad me era difícil valorar la dimensión del tiempo y comprender su ausencia durante un año. Ahora me percato de que fue solo uno, ahora… que estoy más grande. Me quedaba de este lado del mundo, mientras que en el otro los molinos sin quijotes y el olor de los tulipanes disimulaban mi ausencia.

Mi vida cambió desde su partida, también mis gustos, cambié yo.

Recuerdo que a su llegada el 13 de septiembre del 2004, tras una larga y desesperada espera, se asomaba el lunar blanco de canas en su cabeza. Corrí mucho, mucho; lo abrazaba, pero no lo miraba. Mis manos recorrían cada parte de su cara, con tocarlo le demostraba la necesidad de un abrazo, de sus besos.

Su amor de nuevo era mío, pero no de la forma que creo me merecía. Aún con su retorno, se perdió, sin querer, parte de mis sueños, mi alegría y mis pesadillas.

Aunque pude comprender tiempo después que las madres generalmente asumen el papel protagónico en la crianza de los niños, nunca dudé de la capacidad de mi papá para ocupar ese rol; lamentablemente, él renunció a la oportunidad.

INFANCIA TECNOLÓGICA

INFANCIA TECNOLÓGICA

SHEILA NODA ALONSO,

estudiante de primer año de Periodismo,

Facultad de Comunicación,

Universidad de La Habana.

Diez años atrás, las lentejuelas y retazos de telas esparcidos sobre la cama de Diana no impacientaban a su madre, acostumbrada a  que cada fin de semana fuera lo mismo.

Ella y su hermana cosían diminutas ropas para las muñecas con las que jugaban. Pasaban todo el año esperando el Día de Reyes para tener en sus manos las esperadas barbies.

Entonces, creaban el guion de “las novelas”: verdaderas historias que se inventaban en medio de sus juegos. De haberlas escrito tendrían varios libros. Aquello era un acontecimiento casi familiar, pues dondequiera que iban, regaban los “trastos” (al decir de su padre) para jugar.

A veces me unía a ellas e inventábamos aventuras bajo el mar (en el cubo del baño) con colas de sirenas confeccionadas por nosotras. Así hubo cientos de ocurrencias.

Hoy todo es diferente. La vida ha cambiado. Apenas nos vemos. Ahora construimos nuestras historias sin muñecas y con el tiempo limitado por los compromisos. Y lo peor es que ese es el mundo que parecemos legar a nuestros hijos.

Diana tiene una niña de tres años. Hace poco fui a su casa y esperé encontrarme una escena como la de nuestra infancia. Pero la pequeña Sandrita estaba atónita frente al televisor, repitiendo frases de los animados Dora y Diego. Mientras, un enorme saco de juguetes, relegado a una esquina del closet, aguarda por ser esparcido en el suelo. “Hace mucho reguero. Es mejor una película”, me dijo Diana.

Los peluches que antiguamente ocupaban la cama de la pequeña, ahora descansan polvorientos en una repisa de cristal.

Diana parecía haber olvidado su niñez y lo mucho que le gustaban los cuentos de su padre. Él tenía un peculiar modo de inventarlos o mezclarlos con canciones infantiles. Ahora, en la historia que mi amiga regala a su hija, Disney ocupa el sagrado lugar paterno.

No es extraño entonces que Sandrita  pronuncie palabras sacadas de algún programa televisivo: “amuleto” para referirse a un simple collar, o “increíble” para decir que algo es lindo. A la niña le son más familiares los rostros de las princesas televisivas que las niñas del barrio.

Antes, Diana le pedía al ratoncito de los dientes un coche para llevar de paseo a cuánto muñeco podía cargar. Hoy, Sandra exige a su padre un tablet, como el de su primo, para jugar. Ya no es suficiente con el móvil que le regalaron hace un tiempo para que se entretuviera. Los videojuegos llaman más la atención de la pequeña que una pelota. Por eso la dejan hablar con la aplicación del “gato”. Tal vez se entretenga en eso y demore en acariciar a uno real.

Sandrita, a sus tres años, tiene en sus artefactos el único modo de ser niña. No sabe mucho de la felicidad de corretear. Quiero jugar con ella. Para eso fui a la casa. Pero me acerco a provocarla y solo recibo como respuesta: “Tía, ¿puedes volver a ponerme el disco de Dora?” No podré coserle ningún vestidito.

AL GIRO DE UNA SONRISA, LA CARRERA MÁS LARGA

AL GIRO DE UNA SONRISA, LA CARRERA MÁS LARGA

MARÍA CAMILA MAURY VÁZQUEZ,

estudiante de primer año de Periodismo,

 Facultad de Comunicación,

Universidad de La Habana.

El pasado 24 de marzo (2016) fue la graduación en el Teatro Nacional. Con 18 años comenzaron muy pronto a trabajar, la mayoría en el Ballet Nacional de Cuba, otros en la compañía Acosta Danza y algunos consiguieron un contrato en el extranjero. Cobran un salario, muchos fuman y sus fiestas amanecen confundiendo las mentes, los cuerpos… Ya son adultos, pero su madurez comenzó hace nueve años, cuando eran muchos más los que soñaban con el Ballet.

En el año 2007,  trescientos  niños se presentaron a las captaciones para la Escuela Nacional de Ballet. Transcurrieron tres fases eliminatorias y las lágrimas de los que no aprobaron dejaron solo 60 sonrisas pasada la última etapa.

Un grupo de varones y dos de niñas llenaban los salones con volteretas sin sentido y ganas de triunfar. “Arabesque, dos, tres, cuatro, estira las piernas, siete, ocho”, era la voz de la profesora, quien los guiaba a un pirouette o sauté. Ella era también la responsable del giro o salto en cada vida pasada por ese tabloncillo.

Muy pronto crecieron músculos en los brazos de los varones, los necesarios para cargar a las muchachas. Las caderas de las jóvenes se redondearon y junto a la primera menstruación llegó la zapatilla de punta. Las bailarinas dejaron de girar sobre el metatarso, entonces, capaces de aguantar su peso en un eje perfecto desde el dedo gordo hasta el oído medio, hicieron de sus parejas simples mortales, se unieron al aire.

Una de ellas no tenía empeine, condición para lograr que el pie adorne y sostenga los movimientos. El esfuerzo excesivo, al trasladarse por toda su casa en zapatillas sobre las falanges de los dedos, la llevó a una lesión. Un año para recuperarse era mucho tiempo, las demás avanzaron, ella quedó atrás.

En las últimas audiciones para concursos cada una tenía que bailar el mismo fragmento de Coppelia. Hubo quien no se presentó y quien se cayó, pero recuperada continuó bailando. En el ambiente juzgaron maestras, con la vista sobrepuesta a sus cuellos alargados y amigas que en ese momento dejaron de serlo: sus ojos estuvieron muy revirados para ser sinceros.

El nutriólogo pesó, midió e impuso una dieta que jamás la haría bajar 10 libras, sentenciadas “de más” por el claustro en la prueba para el pase al nivel medio. Cuando desarrolló, su cuerpo cambió; ahora tenía muslos y glúteos, antes era perfecta. Comenzó a almorzar solo vegetales y huevo hervido.

Luego de tres meses, el cambio era notable, todos la felicitaban por lograr que los huesos de su pecho asomaran. No tenía fuerzas para saltar, los músculos perdieron proteínas y hasta la sonrisa le costaba. Su dieta incluía vomitar las verduras. Debía salvar su vida, las demás avanzaron, ella quedó atrás.

El paso de cinco años cambió muchas de las sesenta sonrisas. La mitad se aguó con la frustración y tomó otros rumbos. De las otras treinta, que continuaron por tres años más en el nivel medio de la Escuela Nacional de Ballet, muchas se endurecieron. Aparecen solo con el maquillaje y las luces.

LUCHAR PARA VIVIR Y SENTIR

LUCHAR PARA VIVIR Y SENTIR

LÁZARO HERNÁNDEZ REY,

estudiante de primer año de Periodismo,

Facultad de Comunicación,

Universidad de La Habana.

La risa tiene un papel importante en la vida de Jennifer Aldama Serrano. Para ella las paredes se revelan altas y los sonidos resultan vagas vibraciones, imperceptibles en la práctica. A sus cuatro años, el día a día cobra dramáticos matices, al ser empañados explícitamente por el síndrome de West.

No corre, no camina, ni puede decir que ansía caminar o correr. Los deseos son transmutados en gestos involuntarios sin aparente sentido para el simple observador, pero llenos de significados ocultos e imprescindibles para su madre y su abuela, quienes los han descifrado a través de la atención diaria.

Giros empecinados indican el baño, mientras que una leve entonación delata la luz encendida en su pequeño cuarto. La cuna, incapaz de contener sus frágiles, pero desarrolladas extremidades, está inclinada para evitar que se ahogue ante las frecuentes crisis gripales.

Cuando el viento arrecia, Jennifer no hace nada, se queda inmóvil, cual brahmán ante una muestra sobrehumana de ecuanimidad y va, poco a poco, cerrando los ojos, esos ojos ingenuos que no distinguen el bombillo ni los juguetes, sino una mancha amarilla y unos borrones.

La cargan en el coche y sonríe. “Eso lo hace cuando reconoce la presencia de alguien”, comenta su madre. Cuando reconoce…, ¿pero cómo? ¿Acaso con su mirada o con sus oídos sordos a la vida diaria, pero no al canto de los gorriones?

Camino al hospital, un mar de imágenes se sucede en su mente, todas difusas. En ellas no vio al perro del edificio que siempre ladra ante la presencia de algún conocido, ni el trámite rutinario del universo humano en una guagua; tampoco apreció las menudencias cotidianas ambientadas por el claxon de un automóvil, los niños de la escuela o los vendedores ambulantes.

Era la primera vez que asistía a una consulta en el pediátrico Juan Manuel Márquez. Había sido remitida desde el policlínico de la localidad debido a la lenta evolución de su cuadro, que preocupaba a familiares y allegados.

Las salas, como de costumbre, tenían el insoportable olor al desinfectante, tradicional en hospitales. No obstante, el ajetreo de pacientes e ingresos generaba un clima peculiar, necesidad y dedicación.

Ante el cariñoso “¡Hola, Jennifer! ¿Cómo estás?”, de la doctora Eila, especialista en casos con malformaciones congénitas, vino esa primera sonrisa, para sorpresa de todos.

Al llegar a casa, Jennifer aprendería a compartirla con aquellos que la fuesen a ver. Parecía increíble, a pesar de tener ojos y oídos en merma de sus funciones. Tal vez el amor y el compromiso de nunca abdicar hayan influido en ese acontecimiento. Para el futuro, esta pequeña continúa transmitiendo esperanza en los más difíciles momentos.

La dedicación de sus familiares y el personal médico que la han asistido complementa perfectamente el consejo de Martin Luther King cuando, en discurso ante la congregación de asociaciones antirracistas en 1961, expresó: “Si supiera que mañana se acabara el mundo, incluso hoy plantaría un árbol.”

MUNDOS PARALELOS

MUNDOS PARALELOS

EDUARDO ANTONIO GRENIER RODRÍGUEZ,

estudiante de primer de Periodismo,

Facultad de Comunicación,

Universidad de La Habana.

Aquella tarde descubrí que no existen las distancias. No son tiempos de palomas mensajeras, ni telégrafos, ni operadoras de Etecsa. El mar es agua salada, añeja, triste, incapaz de imponernos soledad. Cuba escapó de la burbuja hace tiempo: dejó de ser ancla para convertirse en puente.

El capitalino parque G se ha convertido en epicentro de multitudes que buscan hacer del ocaso el horario perfecto para trasgredir fronteras. Allí estuve más de treinta minutos maldiciendo a la wifi, al bloqueo, al atraso tecnológico. Por fin logré decirle “hola” a Raúl, el primo que se fue hace doce años. Por primera vez utilizaba el “IMO”.

-Primo, ¿ya tienes Internet en la casa?

La pregunta parece tener un eco, pero me resigno a darle respuesta nuevamente. Ya quisiera yo tener las bondades de la red de redes a tiempo completo. Pero sí cuento con la conocida aplicación móvil “IMO”, cuya magia tecnológica permite a los cubanos observar el rostro de familiares que los kilómetros se empeñan en borrar.

Raulito vive en Virginia, donde el frío hace mella en quienes acostumbran a resistir el calor del Caribe. Me confiesa que extraña muchas cosas de Cuba, sobre todo la comida criolla y el aroma a tabaco de las vegas pinareñas. 

A través de la pantalla le mostré un viejo manicero. Aunque parezca inverosímil, vi lágrimas en sus ojos. Hace más de diez años no se come un maní garapiñado, tiene el dinero para pagarlo en los mercados de allá, pero prefiere renunciar a su sabor, antes de probar uno diferente al cosechado en su Isla.

El paladar se educa con el tiempo y a lo bueno se acostumbra todo el mundo. Al menos eso dicen los que viven allá. Sin embargo, mi primo, rodeado de las cervezas más caras del mercado (que yo moriría por probar), me declara, con voz entrecortada, que solo sería feliz si tuviera en sus manos una botella de la clásica guayabita del Pinar.

Yo, por mi parte, satisfice los deseos de contemplar la nieve. Me atrapó una emoción peculiar cuando me enseñó cómo amoldar un muñeco al estilo de las películas. Parecía cosa de ingenieros, pero mi primo logró la hazaña en menos de cinco minutos. Descubrí algo más: estábamos en mundos paralelos.

Más allá de su rostro, los árboles sienten el peso de los copos de nieve. El paisaje no sabe de colores en esta época del año.

-¿Estás cerca de la casa, Rau?, evita mirar a la cámara y responde.

-No, cerca de la casa estás tú.

Comenzó a temblar, quizás por el frío, quizás por nostalgia, quizás por ambos; en dos pasos entró en el zaguán. Mientras yo, en el borde de una acera manchada de gasolina, observaba el desfile de almendrones por las arterias del Vedado.

Vuelvo la mirada al teléfono. Es de nuevo un objeto inanimado, sin rostro. El cierre de los mundos paralelos se encuentra justamente en el final de esta tarjeta. No hubo despedidas, ni esta vez, ni hace doce años.

¡AL MENOS ESTOY VIVO!

¡AL MENOS ESTOY VIVO!

YANDRY FERNÁNDEZ PERDOMO,

estudiante de primer año de Periodismo,

Facultad de Comunicación,

Universidad de La Habana.

Ahora camina contento por las calles de La Habana, reconfortado por haber podido volver a sentir los sabores de su patria. “¿Quién puede vivir bajo la constante amenaza de la naturaleza?”, fue la pregunta que se hizo cuando decidió regresar. Quizás la muerte le habría llegado pronto si hubiera estado en su casa aquel día cuando la tierra destruyó las esperanzas de un pueblo, en solo unos segundos.

Dos años atrás, Gonzalo se marchó a Ecuador junto a su esposa. Buscaban nuevas oportunidades. A la llegada, se instalaron en la tranquila ciudad de Porto Viejo, donde residía su suegro.

Era sábado 16 de abril. En un instante fugaz, Porto Viejo se volvió ruinas. La ferocidad de la tierra tomó por sorpresa a todos sus habitantes y un intenso terremoto, junto a un ruido estrepitoso los levantó de sus camas. 

Gonzalo durmió aquella noche, por pura casualidad, en casa de su suegro. Cuando sintió que las paredes del cuarto vibraban y en el exterior se escuchaba un ruido tremendo, se despertó y salió junto a la familia para la calle. Sabía que su vida corría peligro si seguía en el edificio.

Todos afuera estaban atemorizados. Muchas personas quedaron atrapadas en las viviendas reducidas a escombros. Las fuerzas de rescate y salvamento recién comenzaban a evacuar la zona y las sirenas de las ambulancias se sentían por todas partes. En pocos minutos, la ciudad era un campo de batalla en tiempos de paz.

En la mañana del domingo, Gonzalo realizó un pequeño recorrido por las ruinas de lo que antes fue su hogar. Lloró al ver que sus pocas pertenencias ya no existían.

Su dolor crecía al escuchar las historias de las personas que murieron ese día. Jamás había conocido la sensación de vivir bajo la constante amenaza de un terremoto. Cada cierto momento de tranquilidad se avizoraban pequeños temblores. Aquella situación le era insostenible. No podía dormir por el miedo a correr con la misma desdicha de aquellos inocentes que quedaron sepultados bajo su propia casa.

El sueño de traer a su madre para vivir junto a él en aquella nación se desvanecía. La ciudad estaba devastada. Entonces, tomó la decisión que muy pocos cubanos emigrantes harían: volver a su Cuba querida con las manos vacías, justo como había salido de ella. Al llegar, un beso de su madre le mitigarían las lágrimas que derramó durante el viaje.

Hoy, Gonzalo, mi amigo, permanece en su tranquilo apartamento. Todos los días nos revive aquellos momentos de sufrimiento. Pero, aunque da gracias por seguir con vida, no deja de pensar en las personas que no corrieron con su misma suerte y quedaron sepultadas bajo la sombra de un ladrillo.

Tipo de crónica: Retrospectiva.