INFANCIA TECNOLÓGICA
SHEILA NODA ALONSO,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
Diez años atrás, las lentejuelas y retazos de telas esparcidos sobre la cama de Diana no impacientaban a su madre, acostumbrada a que cada fin de semana fuera lo mismo.
Ella y su hermana cosían diminutas ropas para las muñecas con las que jugaban. Pasaban todo el año esperando el Día de Reyes para tener en sus manos las esperadas barbies.
Entonces, creaban el guion de “las novelas”: verdaderas historias que se inventaban en medio de sus juegos. De haberlas escrito tendrían varios libros. Aquello era un acontecimiento casi familiar, pues dondequiera que iban, regaban los “trastos” (al decir de su padre) para jugar.
A veces me unía a ellas e inventábamos aventuras bajo el mar (en el cubo del baño) con colas de sirenas confeccionadas por nosotras. Así hubo cientos de ocurrencias.
Hoy todo es diferente. La vida ha cambiado. Apenas nos vemos. Ahora construimos nuestras historias sin muñecas y con el tiempo limitado por los compromisos. Y lo peor es que ese es el mundo que parecemos legar a nuestros hijos.
Diana tiene una niña de tres años. Hace poco fui a su casa y esperé encontrarme una escena como la de nuestra infancia. Pero la pequeña Sandrita estaba atónita frente al televisor, repitiendo frases de los animados Dora y Diego. Mientras, un enorme saco de juguetes, relegado a una esquina del closet, aguarda por ser esparcido en el suelo. “Hace mucho reguero. Es mejor una película”, me dijo Diana.
Los peluches que antiguamente ocupaban la cama de la pequeña, ahora descansan polvorientos en una repisa de cristal.
Diana parecía haber olvidado su niñez y lo mucho que le gustaban los cuentos de su padre. Él tenía un peculiar modo de inventarlos o mezclarlos con canciones infantiles. Ahora, en la historia que mi amiga regala a su hija, Disney ocupa el sagrado lugar paterno.
No es extraño entonces que Sandrita pronuncie palabras sacadas de algún programa televisivo: “amuleto” para referirse a un simple collar, o “increíble” para decir que algo es lindo. A la niña le son más familiares los rostros de las princesas televisivas que las niñas del barrio.
Antes, Diana le pedía al ratoncito de los dientes un coche para llevar de paseo a cuánto muñeco podía cargar. Hoy, Sandra exige a su padre un tablet, como el de su primo, para jugar. Ya no es suficiente con el móvil que le regalaron hace un tiempo para que se entretuviera. Los videojuegos llaman más la atención de la pequeña que una pelota. Por eso la dejan hablar con la aplicación del “gato”. Tal vez se entretenga en eso y demore en acariciar a uno real.
Sandrita, a sus tres años, tiene en sus artefactos el único modo de ser niña. No sabe mucho de la felicidad de corretear. Quiero jugar con ella. Para eso fui a la casa. Pero me acerco a provocarla y solo recibo como respuesta: “Tía, ¿puedes volver a ponerme el disco de Dora?” No podré coserle ningún vestidito.
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