LA DICHA DE LLEGAR A VIEJOS
YOHANA LEZCANO LAVANDERA,
estudiante de cuarto año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
La vejez se identifica casi siempre con la imagen de algo decadente, doloroso, inservible. Incluso, uno de los más clásicos temores de los hombres es el estar o sentirse viejo. Yo aún vivo mi primera edad, sin embargo, agradezco a este estado humano la sonrisa que acompaña el recuerdo de una travesura infantil, el constante regaño por aquello que estás convencida no has hecho mal, la compañía cuando no tiene sentido la vida si has perdido a un ser que forma parte de ti misma. En fin, bendigo a la vejez por permitir mi existencia toda.
Y es que la dicha de llegar a viejos me ha regalado a mis abuelos, responsables de miedos y ensueños, de mis talentos y muchas veces también de mis torpezas.
De niña, mi pasatiempo favorito era seguir con el dedo las largas filas que componen las arrugas de abuela, pues ella me decía que cada uno de esos pliegues era la huella de una historia. Todavía repaso con mi mano esos trozos de vida, pero ahora las historias son más enrevesadas, y lo que antes parecía un conjunto de anécdotas fascinantes dispuestas en un perfecto orden, se ha convertido en las memorias de algo ilógico, entremezclado, sin dejar por eso de ser bello. Hoy no veo las arrugas como palitos firmes en la cara de abuela, sino como finas líneas zigzagueadas que en su inestabilidad se unen a otros trillos de carne también inconstantes.
Abuelo es un hombre de la Revolución: luchó en la clandestinidad contra Batista y hasta tomó un cuartel por allá por Artemisa, donde vivía en aquel entonces. Todos los días me parece escucharlo mientras vuelve a contar sus peripecias como mensajero del Movimiento 26 de Julio. Esos relatos se convierten en instantes de plena satisfacción para mí, pues en medio de tantos hechos heroicos encuentro su pelo negro y sus ojos verdes que ya casi no me pueden ver, pero que reconocen todos mis detalles.
De él conservo como estandarte la espectacular habilidad para componer décimas instantáneas; de ella, el desenfado para cantar y bailar sin música cuando todos están mirando; de ambos, los innumerables mimos, la compañía hacia la escuela, las eternas canciones y las memorias de juegos inventados para entretenerme cuando se iba la luz.
Con mis abuelos descubrí la verdadera esencia de las cosas y los hombres; aprendí a amar, a reír, a llorar, a vivir. A estos viejos, a mis viejos, les debo lo que sé, lo que creo y lo que soy.
Es por eso que hoy temo al tiempo que anuncia esa condición inevitable que culmina el círculo vital, pero a la vez me regocija el haber disfrutado tantos momentos imperecederos. Este gozo se transfigura en admiración por los sacrificios, por los triunfos como padres, como profesionales, como cubanos.
Mis abuelos me enseñan a diario que el mejor estado por el cual transcurre el hombre es la vejez, pues al llegar a esta cumbre puedes mirar en retrospectiva y ver materializada la propia historia que construiste, con tus seres queridos como personajes protagónicos de tantos sueños reales.
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