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Isla al Sur

El himno de la vida

El himno de la vida

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Ilustración: Centro de Documentación del periódico Granma

De dos en dos fueron fusilados. Minutos antes, en la capilla habían dejado su último mensaje a familiares y amigos. Notas breves, aparentemente detalles de poca importancia ante la inminencia de la muerte, pero desgarradoras en ese permanente deseo de los humanos de perpetuarse en la memoria de quienes más los aman.

El crimen más atroz de su época llaman muchos investigadores al fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871.

Eladio pedía a Cerra que, en prueba de amistad, conservara un pañuelo en posesión de Domínguez, y que diera a este el que le acompañaba. Anacleto quería que padres y hermanos se consolaran pronto y entregaran a Lola su sortija y leontina, para que se acordara de él. Alonso reiteraba a los suyos un querer entrañable y la fe de ver a los padres en la Gloria. Pascual decía a Tula no creer verse en un caso así, porque había sido un hombre de orden. Ángel, en el adiós definitivo, afirmaba: "Muero inocente, me he confesado".

Los ocho estudiantes del primer año de Medicina de la Universidad de La Habana fusilados en la explanada de La Punta el 27 de noviembre de 1871, tenían solo de 16 a 21 años de edad.

UN JUEGO, UNA ROSA

El 23 de noviembre el profesor de Anatomía demoraba a causa de un examen que aplicaba en la Universidad. El anfiteatro anatómico de San Dionisio quedaba continuo al cementerio de Espada y allí, en la espera, Anacleto Bermúdez, Ángel Laborde, Pascual Rodríguez y José de Marcos, jugaron como chiquillos con el carro que conducía los cadáveres a la sala de disección. Alonso Álvarez de la Campa tomó una rosa del jardín e inmediatamente la dejó.

Al día siguiente el celador del cementerio informó que la tumba del periodista español Gonzalo Castañón había sido rayada y dejaba su sospecha de que hubieran sido los estudiantes quienes la profanaron. El 25 los 45 alumnos de primer año de Medicina iban a prisión por orden de Dionisio López Roberts, gobernador político de La Habana. A las cinco de la mañana del lunes 27, y tras no encontrar culpabilidad el primer tribunal, se juzga por segunda vez en Consejo de Guerra a los estudiantes; a la una de la tarde se firma y da a conocer la sentencia, y a las 4:20 se comete lo que muchos llaman el crimen más atroz de su época.

Para que la infamia fuera mayor, se les impuso la pena máxima sin permitírseles testigos, y sin que se aportaran pruebas o evidencias circunstanciales. Ninguno de los jóvenes pudo recibir la visita de sus familiares. Y para hacer crecer el crimen, la justicia colonial elevó de cinco a ocho la cifra de los condenados a muerte. Tres de los jóvenes fueron elegidos por sorteo: Carlos Augusto de Latorre, Eladio González y Carlos Verdugo; este último, poco minutos antes del encarcelamiento había llegado de su natal Matanzas. Otros 31 recibieron sanciones de cuatro a seis años de privación de libertad, y el resto, menos dos absueltos, a seis meses en prisión.

Un español, el capitán Federico Capdevila, defendió con honor a los encartados en su condición de abogado. Y otro coterráneo suyo, el canario Nicolás de Estévanez, en la más céntrica acera de entonces, la del Louvre, pública y en voz alta condenó el crimen y rompió su espada. Fermín Valdés Domínguez, el cubano hermano de alma de José Martí y quien cumplió por esa causa seis años de prisión, dedicó su vida no solo a la independencia de la Patria, sino también, a probar la inocencia de sus compañeros de aula.

RAÍCES DEL CRIMEN

Los estudiantes de Medicina fueron acusados primeramente de profanadores de la tumba de Castañón, versión apañada por López Roberts, quien pretendía extorsionar a los padres para que, mediante dinero, pagaran por la liberación de sus hijos. Pero se le fueron de las manos los acontecimientos y la hostilidad integrista de los Voluntarios del Comercio de La Habana (milicia paramilitar) tomó fuerza inusitada. Pidieron el mayor rigor, y la causa pasó a radicarse por infidencia, figura delictiva muy amplia que podía conllevar hasta la pena de muerte por fusilamiento.

Sin embargo, ¿qué hubo detrás del asesinato? Una valoración histórica no puede desestimar que en 1871 en Cuba las fuerzas mambisas vivían una etapa de recuperación en el orden militar. Máximo Gómez y Antonio Maceo en tierras guantanameras daban pelea dura a los soldados colonialistas; Ignacio Agramonte reorganizaba en el Camagüey su tropa, y ya había dirigido el rescate de Julio Sanguily; en Holguín, Calixto García y los suyos recuperaban la capacidad combativa.

Era la antesala de una guerra larga y harto difícil en la que las fuerzas españolas desataron recia represión. Un ejemplo de ello es que en octubre de ese mismo año, el Capitán General Valmaseda suprimió los estudios de doctorado de la Universidad de La Habana, casa de altos estudios a la que calificó de foco de laborantismo y de insurrección, pues inculcaba en los jóvenes perniciosas doctrinas.

El hecho que ocurrió en el cementerio de Espada devino pretexto para desatar el terror, y en ese camino no pusieron límite al odio, exacerbaron los ánimos, parcializaron al Tribunal y actuaron con premura impropia para dar el fallo, sin propiciar tiempo para apelaciones. La metrópoli decadente pretendió mostrar a ultranza su fuerza, temerosa de los ecos de la Demajagua libertadora.

A la vuelta de 135 años, los estudiantes rinden homenaje a aquellos inocentes, convocados por José Martí y su palabra clara: Cantemos hoy, ante la tumba inolvidable, el himno de la vida.

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