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Isla al Sur

¿LA BABEL PROMETIDA?

¿LA BABEL PROMETIDA?

A propósito de la Exposición Universal de Sevilla, 15 años después.

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

En el umbral del tercer milenio y con la excusa del quinto centenario de la llegada de Cristóbal Colón a América, las 215 hectáreas de la isla de La Cartuja se vistieron en 1992 de aparente fiesta, reflexión, interrogante hacia lo que hizo el género humano o lo que proyecta para el futuro. La Exposición Universal de Sevilla fue el gran encuentro del siglo y se pretendió promocionar como la cita con la historia, la ciencia, la naturaleza, la tecnología, la cultura y el espectáculo bajo un título común: La era de los descubrimientos.

Todo eso y más fue Expo’92. Unas 110 naciones, 24 organismos internacionales y diversas entidades a título particular fueron a apostar por lo mejor en Sevilla, a mostrar su tarjeta autóctona, a enviar el mensaje que, en lo individual, los identificara. La Cartuja fue el estallido de una ciudad-mundo, como en una espectacular vitrina a la que una mirada no bastaba para detallar su esencial raíz. Expo’92 conmovió  e insultó.

Allí estaban, mostrándose en su particular validez, los pueblos. Unos, con lo que los ha hecho grandes. Otros, con lo que pretenden serlo. Algunos, con el arribismo de simples vendutas o destinos turísticos cuya credencial, con un simple cambio de presentación, podía encontrarse en cualquier sitio.

En Expo’92 todo pabellón o pueblo pudo presumir de algo. Desde el mundo antes de la llegada del Almirante a estas tierras nuestras, en el recinto del siglo XV, pasando por el de la Navegación –con reproducciones de las tres carabelas colombinas fondeadas en el río Guadalquivir-, la Plaza del Futuro –con sugerencias, matices y reflexiones acerca de la Energía, las Telecomunicaciones, el Universo y el Medio Ambiente, hasta el incendiado Pabellón de los Descubrimientos que hubiera exhibido los logros científico-técnicos del hombre desde 1492. Esos fueron los denominados edificios temáticos.

Pero estuvieron en igual sinfonía por evidenciar sus mensajes –aunque las posibilidades económicas no siempre permitieron la ampulosidad y el derroche-, unas 110 naciones con pabellones propios o agrupadas en plazas comunes.

Entrando por las puertas de la Barqueta, Cartuja, Triana, Aljarafe e Itálica, pudo hacerse el visitante la ilusión de haber viajado al Japón, al presenciar su colosal edificación de madera; Suiza, y la algarabía de una torre de papel recicable; España, con un rigurosísimo chequeo a la entrada y control por todas las salas que llegó a incomodar; Noruega, y el pórtico de hielo; Arabia Saudita, y la tienda en el desierto –quizás uno de los mejores mensajes ancestrales de Expo-; Chile, con la desilusión de encontrar un iceberg de 60 toneladas transportado desde la Antártica y rodeado de tantos productos consumistas que semejaban cualquier vulgar supermercado.

También, Canadá y el impacto de un cine con pantalla de 16 por 20 metros y una película filmada a 48 por segundo; Francia y su pozo de imágenes que, a juicio de muchos, era más fácil admirarlas volteando la cabeza; el Principado de Mónaco, con la expectativa de un acuario o de cuadros que venden al país como destino turístico paradisíaco en tanto se tenga abundante moneda dura; o Cuba, con una total sencillez en la muestra, abarcadoramente fotográfica, pero no solo enseñando la Isla del “descubrimiento”, sino su mensaje de antes y de ahora, su proyecto de desarrollo social al alcance de todos.

No puedo olvidar la presencia de Plaza de América, el mayor recinto de la Exposición Universal, con 33 000 metros cuadrados que agrupaban a 16 países de nuestra área que no pudieron presentar pabellones propios.

Allí estaban, entre otros perdurables valores que nos hacen grandes en la raíz latinoamericana, la esmeralda colombiana –quinta mayor del mundo-, en un segundo viaje fuera de la patria, la cerámica precolombina y la Leyenda de El Dorado. Colombia nos dijo: “Nunca perderemos la amistad ni el valor humano”.

Y vale la pena hablar de los mitos guaraníes del Paraguay en sus personajes clave Teyu Yagua, Mbo’i Tu’i, Moñai, Yasy Yatere, Curupi, Ao-Ao y Luison; los orichas brasileños Lansa, Yemanja y Exo; o el tango argentino en el que bailan miradas y gestos en el convite de la seducción.

Pero Expo’92 fue algo más que la enumeración y visita de pabellones, nos gustaran o no. Era andar por las avenidas con una temperatura de 45 grados a la sombra en un desesperante calor que aplastaba al transeúnte; pagar la entrada diaria de 4 000 pesetas –más de 40 dólares-; pararse frente a un puesto de comida rápida y dejar allí no menos de 10 dólares per cápita, precios que subían y subían y hacían llevar bocadillos a los turistas para apaciguar los disgustos del bolsillo. Por cierto, las autoridades prohibieron la entrada de alimentos para obligar a comprarlos en las decenas de casetas que se encontraban en la Exposición y que clamaban por lograr los previstos resultados económicos, y donde competían por recaudar cada vez más adeptos desde el simple gazpacho hasta el 3 estrellas Michelin.

Era, rebasando las fronteras de La Cartuja y llegando a esa ciudad de edificios monumentales, mítica, de un entrelazamiento romano, árabe y cristiano, caminar por Sevilla y hablar con los sevillanos del “lavado de cara” que se le había dado a la localidad a propósito de Expo’92.

Sobre todo, muchos hablaban de las nuevas carreteras, puentes, alojamientos, autopistas y telecomunicaciones que quizás pudieran disfrutar a plenitud si no tuvieran la espada de Damocles apuntando hacia el pago de la renta, del alquiler de los apartamentos, la electricidad, la salud, la enseñanza y la marca de cualquier producto comestible o de vestir que diera categoría social a quien lo adquiera. Eran muchos los sevillanos que pensaban en ese orden injusto y votaban a favor de la solidaridad de antes en las casas de vecindad o en los barrios, donde la amistad era algo digno, a respetar, más allá del “cuánto tienes, cuánto vales”.

Pero Sevilla y los sevillanos, enfrentados a la Exposición Universal, se preguntaban qué ocurriría cuando el 12 de octubre concluyera y quedaran inhabilitados miles de puestos de trabajo creados con ese fin, aun cuando se hablaba de que para aminorar la crisis en el sector turístico y hotelero que sobrevendría al cierre, quedaría abierta Cartuja’93 con la inclusión de los pabellones del Descubrimiento, Plaza de América, temáticos, el de España, los autonómicos, Cruzcampo, Retevisión, Comité Olímpico Internacional, así como el Auditorio, los jardines, la torre mirador, el Lago España y el canal, entre los fundamentales.

Recorrí La Cartuja en una noche de insomnio a las cuatro de la madrugada y me pregunté entonces qué quedaría de aquel alarde, de aquel desafío, de aquel imposible sueño según la óptica de la inmensa mayoría de los principales protagonistas de estos cinco siglos de encuentros y desencuentros: los centro y sur americanos.

¿Podrían imaginar los esplendores de 120 000 metros cuadrados de experiencia microclimática, los 224 000 de edificios, 100 000 de césped, 136 000 de láminas de agua, 750 mástiles, 1 200 papeleras, 30 000 árboles, 300 000 arbustos y 5 000 faroles esparcidos por todo el recinto?

¿Fue Espo’92 verdaderamente la unión de todos los pueblos, la fiesta de la cultura, la historia, la ciencia y la técnica? ¿La Babel donde cada nación rebasó las fronteras de las desigualdades sociales? ¿El futuro unido del planeta?

La Exposición Universal de Sevilla cumplió un propósito, pero no todos. Después de más de 500 años aún parece alzarse la voz de Bartolomé de las Casas reclutando a la unidad del género humano y a la igualdad de las personas, y cabría preguntarse si desde nuestra personal o pública responsabilidad, reflexionamos a favor de una cultura y una voluntad que nos lleve a preservar conscientemente esta maravilla de Planeta Azul, cada vez más amenazado por guerras, desastres ecológicos y rapiñas en el recién comenzado milenio. Falta que hace un pensamiento real de hombre del siglo XXI.


 
 
 

 

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