LA VOCACIÓN PERDURABLE DEL DECORO
Juan Gualberto Gómez: “El amor a la patria es más que una virtud, es un deber; es un gozo que el cielo nos ha prodigado a todos los seres de la creación”.
YOHANA LEZCANO LAVANDERA,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
“Él sabe amar y perdonar en una sociedad donde es muy necesario el perdón. Él quiere a Cuba con aquel amor de vida y muerte y aquella chispa heroica con la que ha de amar en estos días de prueba quien la ame de veras.” Así se refería Martí a su hermano negro, al que le escribió en una ocasión: “Mi corazón usted se lo sabe de memoria, como no tiene más que verse el suyo”.
Y es que ese corazón enaltecido define la esencia de Juan Gualberto Gómez: el jefe en la Isla de la conspiración fecunda para la Guerra Necesaria, el propulsor de una lucha que reivindicaba la gloria del 68, el representante cimero del combate del pueblo contra la imposición de la Enmienda Platt.
Forjó la buenaventura a golpe de constancia. Descendiente de esclavos, logró aglutinar con su palabra culta a los cubanos relegados, y mostrarles el razonamiento como método de liberación.
“Soy sobre todo, y antes que otra cosa, un cubano que nunca ha dejado de serlo, y que no ha soñado con ser otra cosa, y que se cree por todo esto con el perfecto derecho de emitir sus opiniones sobre las cosas y los hombres que quieren influir en el destino de su patria.
“El amor a la patria es más que una virtud, es un deber; es un gozo que el cielo nos ha prodigado a todos los seres de la creación”.
Estas, sus prédicas de unificación, evidenciaban el deseo de que Cuba se constituyese en república económicamente libre para mantenerse políticamente soberana. Pertenecen a un guardián del nacionalismo ante la necedad intrusa, alguien que concilió su sentir de nación con la identidad mayor de Latinoamérica.
Negó las vanas teorías existentes en su época del “prejuicio subjetivo” y “la discriminación objetiva”, que se esgrimían en virtud de supuestas actitudes o apariencias de la raza negra. Él sabía, con el Maestro, que no hay odio de razas, que el hombre es más que cualquier noción de aquellas.
Llegó a convertirse en senador de la República pero fue un demócrata sin demagogia, que no se alió a las deshonestidades administrativas buscando ilícitas fortunas. La abnegación de soñar con el ejemplo y la probidad perenne le prohibieron fijarse en su economía personal.
En Villa Manuela, la casa donde murió, pidió que su entierro no fuera de monopolios oficiales, libre de pompas y sin fuerzas militares, con la modestia de su vida.
Pero a su labor política, de por sí sola grande, se unieron aptitudes periodísticas señeras. Con abrumadora dialéctica —lo mismo en el ataque incisivo que en la oportuna loa— dio pasos notables en pos de la igualdad jurídica y la libertad de expresión.
Al decir de Carlos Manuel de la Cruz, poseía “claridad del lenguaje, habilidad y maestría en la exposición, destreza y serenidad en la polémica, audacia en la idea, vigor en el estilo, cortesía para con el adversario y táctica para el empleo y movimiento de su lógica de buena ley”.
A 75 años de su «descanso en guerra», la nueva generación de periodistas ha de transitar siempre la ruta de sus afectos. Debemos ser audaces en las ideas y encontrar el trillo recto del mejoramiento humano y la vocación perdurable del decoro. Con él también pronunciaremos las urgencias de esta Isla, hacia él confluirán los debates del porvenir. Nos queda una historia que fundar, distinta pero continuadora. Nos queda siempre el nombre de Juan Gualberto junto a la más humilde grandeza del Periodismo.
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