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Isla al Sur

NOTICIAS DESDE EL FRENTE

NOTICIAS DESDE EL FRENTE

Los cientos de corresponsales de guerra que pasamos por Angola no fuimos testigos asépticos de la batalla. Combatimos. Fuimos parte de esa gran epopeya en cada uno de sus grandes y pequeños momentos

ROGER RICARDO LUIS,

Director de Investigaciones del Instituto Internacional de Periodismo José Martí,

Sobre las posiciones cubano-angolanas en Cuito Cuanavale las andanadas de proyectiles de los G-5 sudafricanos, una vez más, servían de "sinfonía" acompañante a la tarea de redactar la última de las crónicas para enviar hacia Cuba.

La tierra estremecida por la violencia de los disparos hacía caer una lluvia de fina arena sobre nuestras cabezas, solo perceptible por la nubecilla granulosa develada por la mortecina luz de la linterna con la que Ricardo López, mi colega del lente, iluminaba la libreta de notas por donde desandaba mi irredenta caligrafía de reportero.

En medio de palabrotas y chistes que sazonaban la espera del silencio artillero, siempre había un compañero que decía, a veces en broma, a veces en serio: "¡Cállense, los periodistas están pariendo su criatura!". Ciertamente, ni los cañonazos ni la cháchara sana y locuaz de aquellos jóvenes combatientes, protagonistas de nuestras historias, nos hacían desaprovechar la oportunidad, porque como bien decíamos con cubana filosofía "... aquello era musical, pero no bailable".

Escribíamos bajo la presión de vivencias y emociones a montones, prodigadas a cada minuto por aquella tropa peleadora y risueña, orgullosa de estar allí con la ilusión y recompensa posible de como el Che, ascender al escalón más alto de la especie humana.

No pocas veces sentimos que la realidad nos desbordaba y nos atemorizábamos de no ser capaces de proclamar a los cuatro vientos la hazaña de hombres y mujeres: desde el general encaramado en las ramas de un árbol (convertido en puesto de observación), que nunca la artillería abatió y al que todo el mundo llamaba Siguaralla, hasta la dentista devenida enfermera ante la emergencia de una amputación en el puesto médico avanzado. Y como en la guerra uno comprende sin dilaciones que la muerte puede estar a la vuelta de la esquina, una de las reglas de oro era no dejar testimonio sin escribir para mañana...

Por eso cuando el enemigo lanzaba su embestida artillera no podía imaginarse que nos otorgaba una "tregua" para ponernos a vaciar en blanco y negro las historias cotidianas, acompañada con la tarea no menos difícil de describir, previa discusión con Ricardo, las fotos que debían acompañar los trabajos sin ni siquiera disponer del rollo revelado, una labor casi mágica, pues era como contar los muñequitos sin haber visto la película.

Circunstancias de fuerza mayor por entonces (no había como ahora laptop, cámara digital ni Internet) nos obligaban también a estar al día: había que tenerlo todo preparado para cuando llegaran los helicópteros mandar los materiales a Menongue y entregarlos al coronel Carvajal, entonces jefe de la Sección Política, quien se encargaba de enviarlo por avión hacia Luanda y allí, nuestra coordinadora, la mayor Dulce Paz, lo remitía a La Habana hasta llegar a la oficina del general Acevedo, en el MINFAR. Y no pocas veces se tuvo que pedir ayuda a Iraida, mi compañera y colega, para que oficiara de traductora de algunos de mis manuscritos.

Eso sí, ni uno solo de los trabajos y las decenas de rollos fotográficos se extraviaron, aún cuando pasaron por tantas manos, lugares, helicópteros y aviones, y recorrieron miles de kilómetros por el Atlántico hasta convertirse en cientos de miles de ejemplares en una página de Granma.

Lo que sí nadie puede imaginar es lo feliz que nos sentíamos cuando al cabo del tiempo algún combatiente nos mostraba eufórico el recorte del periódico con su entrevista, enviado por la familia desde Cuba. Aquel gesto era como si nos condecoraran con una medalla.

Los corresponsales de guerra en Angola teníamos el privilegio de movernos a todas partes aún cuando había siempre un celo extraordinario del mando militar cubano por preservar al máximo la vida de cada combatiente. Lo mismo andábamos a bordo de un carguero IL-76 o en un helicóptero MI-17; pero también en caravanas que de por sí se convertían invariablemente en fuente para reportajes, crónicas, entrevistas. Cuando esto sucedía, los periodistas íbamos en la parte delantera del convoy, en la cama de un Zil-130, sobre una BTR u otro blindado donde se tuviera la oportunidad de ver qué iba pasando por el camino. En una de esas oportunidades, la onda expansiva de una mina antitanque nos sacó "fuera de borda", pero solo fue la caída. En otra ocasión, durante una emboscada, pudimos saltar del Yacaré y participar en la defensa circular de nuestro carro.

Una noche, la dotación de "Cachita" nos avisó de que habría "burumba". La BM-21 se desplazó con las luces apagadas hacia la posición de tiro seleccionada y en cuestión de minutos todo estaba listo para el disparo. La foto nocturna era el acontecimiento periodístico y mi colega tenía la oportunidad soñada de hacer esa instantánea; eso sí, le advirtieron que el camión estaría arrancado para salir de inmediato, porque develaría el emplazamiento y lo que iba a caer sobre nuestras cabezas era "¡Coquito con mortadella!" El fotorreportero tenía que ser lo suficientemente ágil como para hacer la foto y montarse como se dice "...con la guagua andando".

Y Cachita se alborotó, como la del Cha,cha,chá (por eso era su nombre), y Ricardo hizo su foto y se mandó a correr para alcanzar el camión que ya avanzaba, mas se dio cuenta de que se le había caído una lentilla. Sin pensarlo dos veces se tiró para buscar el preciado aditamento óptico. A ciegas por la extraordinaria luminosidad dejada por los cohetes y sobre la tierra calcinada buscó, buscó y... ¡Bingo! Como un corredor de cien metros que remata al final, alcanzó al vehículo que entonces se lanzó a toda velocidad. "¡Coño, tremenda locura!", le gritaron; pero el ripostó aún jadeante pero feliz: "¡Oigan, la cámara es también mi AKM!".

Por lo general a los corresponsales de guerra nos llamaban los "fílmicos" donde quiera que llegábamos. Al principio pensábamos que era por esa extraña costumbre del apremio que la guerra impone. Pero en una oportunidad, en el borde delantero en Cuito Cuanavale, en medio de un combate, vi cómo el cámara Rigoberto Senarega salió de la trinchera para filmar el avance del enemigo que caía en un cercano campo minado. Desde entonces, cuando me decían "fílmico", sentía un orgullo extraordinario por toda aquella tropa irreverente y desacralizadora de la Fílmica de las FAR (ECITVFAR) que paseó con su heroísmo e intuición artístico-militar toda la epopeya angolana.

También había que combatir y... ¡mandar! Recuerdo a César Gómez, periodista de Verde Olivo, a quien en una madrugada ante el inminente ataque por la retaguardia de un grupo comando del enemigo le dieron la encomienda de comandar a una pequeña unidad sobre un tanque T-55. Cuando recibió la misión solo atinó a decir "¡Yo!" a lo que el jefe le respondió: "¿... Acaso usted no es teniente?" "¡Sí, mi general!". Y el joven periodista se creció. Su única orden fue: "¡En lo adelante, le disparan a cuanto se mueva a nuestra vista!"

Me acuerdo de Katusika Blanco el día de la repartición de juguetes a los niños de un kimbo cercano a Cuito Cuanavale destruido por la artillería sudafricana. Ella y otras muchachas recién graduadas de la Universidad, tuvieron en la guerra su baustismo periodístico. También de Albertico Núñez, a quien el azar como tantas veces sucede lo libró de una muerte segura cuando el avión en que viajaría de Lubango al Sur, fue derribado. Y con nosotros y por siempre están Tony, Bacallao, Marcos y Eduardo, reporteros que murieron en cumplimiento de sus misiones.

Los cientos de corresponsales de guerra que pasamos por Angola no fuimos testigos asépticos de la batalla. Combatimos. Fuimos parte de esa gran epopeya en cada uno de sus grandes y pequeños momentos; fuimos también parte de la heroicidad y el miedo, del amor y el odio; sentimos cerca el aliento de la muerte, lloramos y reímos. Y como todos: ¡Crecimos!
 

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