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Isla al Sur

DOS DÍAS DE LLUVIA Y FRÍO

DOS DÍAS DE LLUVIA Y FRÍO

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Foto: MAYCOL ESCORCIA

Desde hace dos días Bogotá está intensamente fría. Miro por la ventana de cristal del tercer piso del edificio donde vivo, y las calles parecen desiertas a pesar de otear una y otra vez, a cualquier hora. Y los que pasan, van abrigados aún más y con paso rápido. Desde la distancia pienso que tal vez vayan en busca de un café caliente –claro, clarísimo, ¡qué desperdicio de tan buen café si pensamos a lo cubano!- o de una taza de aromática, uno de los té más encantadores que he tomado en mi buena costumbre inglesa de isleña ciento por ciento.

Bogotá. Tenía recuerdos de tus fríos, pero no tan agudos. Estas vivencias de ahora las llevo en la memoria para siempre, atrapadas en abrigos y ponchos inseparables para aminorar tu temperatura media de 14 grados Centígrados, cual primavera septentrional a la que no se acostumbran ni mis huesos ni mi corazón, al que vistes de nostalgias de familias, de calles, de amigos y de sol, un sol que parte la vida de 12 a dos de la tarde, pero que, aún así, va con nosotros a cualquier lugar del mundo y nos impone añoranzas de sudor.

Eres una ciudad hermosa aún cuando no las tienes todas conmigo. Situada en la Sabana de Bogotá, en la Cordillera Oriental de los Andes, tu posición a casi 3 mil metros de altura sobre el nivel del mar regala una configuración espectacular donde las montañas van siempre acompañando al transeúnte presuroso que ya casi ni las advierte –quizás sí, tengo un amigo que dice que no puede estar separado de las montañas, así como yo no puedo estar lejos del mar-, y el verde es intenso, mucho, y los colores de las flores restallan de tanta vida.

La montaña, y dentro de ella, los cerros de Monserrate y la iglesia, guiando al más desprevenido. En pocos sitios de la ciudad deja de verse el Santuario de Monserrate. Está ahí, como diciendo a los bogotanos que los cuida y protege, que les indica el norte y el sur, el este y el oeste, ya sean ellos de las partes altas o bajas de la ciudad porque para Nuestra Señora de la Cruz de Monserrate hasta ahora la globalización no entra en su corazón y no hay fieles distintos o, al menos ellos, así lo creen cuando suben la empinada cuesta que los lleva al santuario situado a más de 3 152 metros de altura. Solo que unos llegan a pie tras casi una hora devorando escaleras hechas de piedras y escoltadas por bosques centenarios de eucaliptos; y otros por el funicular –tren con capacidad para 150 personas y un trayecto de cinco minutos-, o en teleférico –especie de góndola en la que unos 30 viajeros de una vez atraviesan en 20 minutos la ruta-. Ya se sabe, los precios varían dramáticamente.  

Estos días gélidos acurrucan el alma. Y una está paseando, o escribiendo, o leyendo, o fichando libros impredecibles, descomunalmente buenos y, aún así, no deja de pensar en la isla de guaguas delirantes en el apretujamiento de gentes que solo ansían llegar a su destino para respirar a pulmón limpio, en los regateos imposibles del mercado “ejotatero”, en los vaivenes de la electricidad y el refrigerador nuevo que dicen tiene vida solo para tres o cinco años. La isla es un punto de ida y retorno infinito. Una recurrencia que no se aparta de nosotros ni aún saboreando el chocolate humeante acompañado de la almojábana, delicioso panecillo de harina de maíz, cuajada y queso que dudo mucho puedan degustar los cientos de colombianos que bajo la lluvia y el frío desandan las calles de la ciudad pidiendo a los transeúntes 100 pesitos hasta saldar la cifra que les permita comprar un cafecito barato y dormir bajo el amparo de las luces del cielo en medio de una ciudad que crece.

Bogotá, dos días de lluvia y frío. Dicen que el nombre te viene de la civilización muisca y quiere decir “Cercado fuera de la labranza”. Te veo y me gustas, a pesar de tu gente en las calles, ríspidas, prepotentes, que en nada se parecen a ellas mismas cuando te dejan traspasar el umbral de sus hogares siempre cerrados, protegidos de la lluvia y el frío, y son todo mimo, amabilidad y dulzura. Si un signo debe regir esta ciudad es el de Géminis, por aquello de la dualidad en el proceder. No entiendo mucho ese ser y no ser, pero tal vez les venga a los bogotanos de una historia donde la violencia ha sido sino perdurable.  

Pero aquí estoy en tránsito pequeño e intenso y quiero tragarte y que me tragues. No quiero que digas que pasé por tu ciudad solo para llevármela en instantáneas fotográficas estilo turista japonés que posa una y otra vez sin adentrarse en ningún enigma. Estoy metida hasta los tuétanos en cada lugar que visito, en la espectacularidad del Centro Histórico y de la Plaza de Bolívar llena de palomas que arrebatan, como también ando en ahogos en busetas, buses, colectivos, microbuses y el todopoderoso Trans-Milenio, suerte de camello cubano que lleva por la ciudad a miles de gentes. ¿Sabes, Bogotá? Ni en tu gran urbe de ocho millones de personas, ni en la mía de menos de dos, los hombres ofrecen los asientos a las mujeres y una se duele que la modernidad los lleve a aferrarse oportunistamente a la igualdad de género, sobre todo, porque no trascienden el término a todo cuanto debieran.

Lluvia y frío. Frío y lluvia. Dos días. Pero Bogotá, mientras yo esté aquí en tus dominios y tú persistas en la lluvia y en el frío que incomoda mi alma de isleña y me retiene sin desandar tus misterios, yo te reto con mi ventana abierta para que entre un poco de luz, un poco de color, un poco de vida a lo cubano.

(Bogotá, Colombia, 23/5/2008)

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