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Isla al Sur

SIN DISTANCIAS NI OLVIDOS

SIN DISTANCIAS NI OLVIDOS

En el centenario del nacimiento del eminente músico Ernesto Lecuona, su intérprete por excelencia, Esther Borja, evoca las dimensiones artísticas y humanas de aquel hombre admirado, controvertido, burlón, cortés y enemigo de las multitudes, con un prisma íntimo y crítico a la vez.

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Quizás hoy no llene de público la extensa planicie de la Plaza de la Revolución para un concierto en solo. Ni quizás antes. Habrá que buscarla siempre en la urdimbre del espíritu y lo selecto, en la conjugación armónica de lo estético con lo más genuinamente popular, en salas reservadas para ir a deleitarse con voz, con gestos, con melodías y letras que a ella le “digan algo”.

Esther Borja, sin embargo, tiene un sello mayor: es referencia imprescindible de la cultura cubana. De ella pudiera escribirse extenso, pero a los 81 años, en su blanca casona capitalina vuelve sus aún hermosos y expresivos ojos de Damisela Encantadora para traer a Ernesto Lecuona en la voz, en la memoria, en los labios, en alguna lágrima furtiva entre recuerdo y recuerdo.

Este Ernesto del que habla es un ser tangible para quien siempre tendrá una única definición: Maestro. Maestro por sobre la amistad y la admiración mutuas. Más allá del cariño y la confianza.

Durante largas horas evocó a quien la llevó del anonimato a la fama, de la afición al delirio, de una voz joven, a ser la intérprete por excelencia de un hombre admirado, controvertido, solo –no solitario-, burlón, cortés, enemigo de multitudes y parco en elogios.

Ha sido un acercamiento íntimo, de vuelta a una reflexión crítica del creador, sin escatimar por ello su predilección y casi fanatismo. Pero tuvo el valor de la objetividad desde sus particulares opiniones.

Así, se desbordó en la belleza de sus manos, bien conformadas y sin estropeos por el quehacer pianístico. Manos de largos dedos que se complementaban con igual habilidad.

Rechazó la leyenda de la operación de Ernesto para darle mayor amplitud a la mano derecha: “No lo necesitaba, quines han estudiado música saben que las octavas se ejecutan con el pulgar y el dedo anular, y él llegaba a más, alcanzaba las diez notas. Las décimas simultáneas, no arpegiadas, le brotaban sin esfuerzo”.

Quiso, entonces, revelar una anécdota. Se encontraba en la casa de Lecuona cuando éste sufrió el accidente en la mano derecha. Le acompañó junto a la familia a la clínica y fue testigo de cómo el doctor, sin anestesia y sin nada preparado, hurgó en la herida hasta encontrar el tendón y suturarlo. Resume lacónica: “Serví de ayudante y le sequé el sudor con un apósito”.

Hay quienes, a partir del  mito de la operación, pretendieron encontrar trabajoso el acople entre intérprete y acompañante. Desmiente la opinión porque, con Lecuona, “no había dificultad alguna, era de una seguridad tan grande que intuía cuando el cantante iba a dar un giro no ensayado. Establecía una comunicación perfecta”.

¿ENTRE LOS PRIMEROS DEL SIGLO?

Deseo conocer si, según sus conceptos, él fue un virtuoso de la pianística universal. Echa hacia atrás cabeza y tronco, se acomoda en el sillón y contesta: “Solo voy a recordar a críticos de Europa, Estados Unidos, Cuba y otros países que visitó. Varios manifestaron que si hubiera interpretado nada más que a los clásicos en toda su carrera, hoy pudiera considerarse como uno de los primeros pianistas del siglo.

“Tenía un repertorio extenso que abarcaba música culta y popular, pero cuando se dio cuenta de que podía triunfar con su obra, marginó y alejó todo lo demás”.

Para la Borjita, como le llamaba Ernesto, él es el más grande pianista autointérprete que ha dado Cuba en este siglo e, indiscutiblemente, el más divulgado a escala internacional. “Podía sacarle mucho provecho a todo lo que componía y lo que hizo no solo se puede definir en lo cubano; hay páginas que van más allá, como Ante El Escorial y San Francisco el Grande, que trascendieron el concepto nacional para tomar carácter universal”.

Es eminente un reposo y la primera taza de café, fuerte, negro y de buen dulzor: “No como el que gustaba Lecuona, muy claro, quizás porque bebía demasiados sorbos al día, tantos como cigarros fumaba”.

Aprovecho e insisto: ¿es él un clásico dentro de la música, a pesar de que dedicó más tiempo a lo popular que a lo culto? Le gusta la pregunta y responde: “No fue eminentemente un clásico, pero tenía mucho de ellos. La crítica siempre comentó que aun en su música más popular nunca se vieron visos populacheros”.

Y retomo el tema: ¿había en él más sentimiento que virtuosismo como pianista? Se acomoda en el borde del asiento. “No creo. Como sentimiento fue mucho, pero en el piano era un virtuoso”. Confirma su deleite por el sonido especial que le robaba al piano: “Había un calor, una ternura y una expresión que no he encontrado en otro a través de los años”.

Entre sus más íntimos amigos alguno ha dejado escapar que fue un autor controvertido, no obstante recibir de los especialistas elogios al por mayor.

Me agrada esta mujer que no esquiva preguntas ni soslaya verdades: “Hay que situar a cada creador en su época y dejar claro que él vivía de lo que componía. A veces se le criticó por hacer música un poco comercial, pero pienso que se le debe juzgar por lo mejor de su obra y no por lo pequeño. Si una persona es lo suficientemente grande en su hacer, se le puede perdonar que algunas cosas no fueran tan buenas”.

Entonces, habla de páginas como María la O, Rosa la china, El batey, Lola Cruz, toda una fuente nutricia valedera para considerarlo el verdadero creador del teatro lírico cubano. “Para mí –agrega-, Lecuona, Prats y Roig integran la antológica trilogía del teatro lírico en nuestro país”.    

Y están las danzas: “Otros compositores escribieron esas piezas después de él. Creo que hicieron una música diferente, posiblemente más elaborada, más moderna, más de acuerdo con el desarrollo del género, pero que nada tiene que ver con su obra. Si cerró o no el ciclo de la danza moderna cubana, habrá que preguntárselo a los estudiosos. Lo que sí puedo afirmar es que no alcanzaron ni la popularidad ni el reconocimiento mayor que disfrutó él”.

Enciende un segundo cigarro que fuma sin prisas. “Hace diez años que no canto, por mis cuerdas vocales. Entonces, entre un libro que leo y el apagón que no perdona, me permito de vez en cuando darme este lujo”.

UNA DAMISELA CON 60 AÑOS

Abordo el tema del poco rigor artístico que en algunos solos de piano se le achacó en ocasiones a Lecuona. Se inclina, me busca la mirada y comenta: “Quizás pueda atribuírsele entrando en la vejez. No tenía ya el entusiasmo ni el vigor de la juventud. Pero a un artista no se le debe juzgar pasada su madurez, cuando lo ha dado todo con pasión y ha triunfado. Otros hablan de que descuidaba los ensayos. Conmigo nunca lo hizo, no tengo esa experiencia”.

Quiero saber si se le ha divulgado bien y quién es el mejor intérprete de su música. “En el exterior –responde terminante- se ejecuta bastante su obra. Aquí pienso que no a la altura que merece. La canción cubana ha desaparecido de la programación de la radio y de la televisión. Ahora no se oye más que salsa.

“En cuanto a los intérpretes, unos son muy técnicos, otros apasionados y algunos técnicos un poco fríos. Cada quien una personalidad diferente, una manera de interpretar, hay que admitirlos…, después una escucha al que más le gusta”.

¿Y las letras, estuvieron siempre a la altura de su música? Esther es categórica: “No”. Y añade que hay letras mediocres, sin gran calidad, en las que la música se va por encima de ellas: “Me parece que la primera parte de su producción es muy sólida en ambos elementos. Para mí, fue la época de mayor inspiración”.

La ataco un poco, ahora que Damisela Encantadora cumple 60 años y la Borja siempre se ha definido como una intérprete que escogió su repertorio por lo que era capaz de hacerle sentir. “Era un valsecito, intrascendente, pero lo acepté porque tenía 20 años, pesaba 95 libras y me podía desenvolver en el escenario como una gacela. Era la gracia lo que había que dar y yo artísticamente fui primero La Damisela que Esther Borja”.

Este año también es el cumpleaños 60 del álbum de seis canciones con letras de José Martí que Lecuona hizo en especial para ella. “Fue la primera vez que se musicalizaron versos del Apóstol y, por mucho que medito, no encuentro una razón para que él tuviera ese gesto conmigo, pues yo aún no trabajaba su obra. Al no ser porque antes de irse para México, me oyó cantar en casa de Ernestina –su hermana- un texto que también llevaba declamación. Debí gustarle”.

La rosa blanca, La que murió de amor, Un ramo de flores, Tu cabellera, De cara al sol y Sé que estuviste llorando, iniciaron el acercamiento entre los compositores e intérpretes cubanos a la obra de Martí.

Pregunto sobre algunos “misterios” personales. El primero, la soprano Edelmira de Zayas, considerada escuetamente como el ángel bueno en la vida sentimental de Lecuona.

“Fueron novios con propósitos de matrimonio. Después que la relación se deshizo continuó una amistad muy buena, de respeto, consideración y cariño. Era una mujer muy bonita y tenía una voz de privilegio. Él le dedicó Ave Lira y cuando ella la cantó, la aplaudieron a rabiar”.

Ahora le preciso a que, con una palabra, me defina la relación del músico con varios de nuestros más reconocidos artistas: Rita Montaner: “Buenas”; Bola de Nieve: “Magníficas”; Gonzalo Roig: “Estrechas relaciones, con sus reservas”; María de los Ángeles Santana: “Buenas”; Rosita Fornés: “Buenas”; el pianista Orlando Martínez: “Magníficas”; pianista Huberal Herrera: “Buenas”; y el violinista Virgilio Diago: “Muy buenas, mucho afecto, cariño y respeto”.

Hombre promotor de la cultura, tanto por lo que personalmente aportó como por la dimensión que otorgó a muchas figuras del patio, Esther lo caracteriza con brevedad: “No tuvo reservas ni envidias y tendió sus manos a quienes valían”.

MORIR DE NOSTALGIA

Apenas se habla del distanciamiento entre Alejo Carpentier y Lecuona. El prestigioso escritor prácticamente desconoció la obra del insigne músico. Parece que Esther ha repasado durante mucho tiempo este tema.  

Sus ojos se achican, pasa la mano por la frente “con este calor insoportable” y pausadamente dice: “Delante de mí nunca se habló nada, pero en lo personal, me duele que Carpentier haya hecho comentarios sobre alguna música que puede o no ser buena, desconociendo otras tan importantes como los valses que, al decir de un amigo polaco, pueden compararse con los de Chopin. Creo que no fue justo”.

Artista que no asistía a conciertos ni actos públicos: “Esther, yo no cobro por tocar el piano, sino por vestirme”, no necesitaba de reconocimientos porque sabía su propia dimensión de grande y le gustaba proyectarse solo en el escenario, y hombre, en suma, que jamás aceptó dinero del gobierno ni tampoco “botellas”, suele especularse sobre su actitud apolítica.

La Borja lo confirma: “Jamás le oí hablar de política, lo que sí era muy cubano, por encima de todo. No podía estar lejos de su patria por mucho tiempo y desde que salía de la bahía de La Habana ya estaba extrañando su tierra. En contradicción, sus restos descansan en un cementerio norteamericano”.

Entonces enmudece por unos minutos esta mujer. Parece otra, lejos de su conversación locuaz, hilada, precisa, culta. Prefiere un descanso, tomar fuerzas para evocar el último encuentro, en la finca de Lecuona, cuando éste le dijo lacónicamente: “Voy a hacer un viaje”.

Esther es intransigente en este punto: “Su partida hacia Estados Unidos no tuvo carácter político, fue a aclarar sus asuntos para cobrar derechos de autor y pensaba regresar.

“No me gustó la despedida. Lo vi tiste. Creo que Lecuona murió más de nostalgia por Cuba que de enfermedad física. Necesitaba de su campo y del mar”.

Apago la grabadora porque la Borja necesita recuperar su animosidad y bríos, esa fuerza vital que la hace caminar, nadar, hacer mandados, acomodar la casa y multiplicarse en cuanto evento cultural la requiera y en todo jurado que precise de su maestría, como ahora, que es la presidenta en la modalidad de interpretación en el Concurso Festival Internacional Homenaje por el Centenario de Ernesto Lecuona.

Hoy, cuando tanto ha dado en defensa de una amistad que no sucumbió ni a la distancia ni al olvido, me acerco a Esther con una última pregunta: ¿puede decirse que la Borja cumplió con su maestro?

Ya es toda nervio, vida, pasión: “Estoy satisfecha de todo cuanto he hecho para difundir la obra de Lecuona. Yo me siento en paz con mi conciencia”.

(Granma, Suplemento Patria, junio, 1995)

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