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Isla al Sur

LA BELLA DEL MAR

LA BELLA DEL MAR

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

La bahía es la protagonista. Lo fue hace casi 200 años cuando por ella llegaron los fundadores, aquellos treinta y siete primigenios que vieron nacer una colonia abierta al progreso, ya signado por sus propios oficios de variopintas estirpes y que regaron como un puñetazo de bautizo rápido los Juanes y Juanas desafiantes de la más pura raíz Lousiana.

Y la bahía, a la puerta de dos siglos después, sigue en su protagonismo egocentrista, educado y ceremonial, llenando de salitre y efluvios a la bella ciudad de mar, a este Cienfuegos enroscado al sur de la Isla, indetenido en el comercio, la industria, la agricultura, extendido a los viajeros, pudoroso de su cultura y heredad, cual ancho vientre materno en preñez.

La mano de los hombres a veces ha querido desplazar hacia la modernidad última esa comunicación de bahía enamorada de una ciudad rejuvenecida en el tiempo, cual novia coqueta. Pero nada puede apaciguar el gusto por paseos arbolados, por parques de limpia losa, calles trazadas con meticulosidad de artesano, miradores como centinelas, frontones, petriles, balaustres, celosías, cornisas y molduras al por mayor, conjuntos de arquitectura en madera, teatros de premoniciones y esa eclosión de neoclásico y eclecticismo en un asombro de armonía fina.

Cienfuegos, la Perla, la Bella, la Linda, es la justa conjunción de tierra y mar. Así viene desde las ancestrales leyendas de la india Guanaroca, la Marilope o la Dama Azul. Ellas todas van en el espacio unidas por la misma urdimbre de sol esplendente restallando la piel saboreada con sal.

Así quizás la presintió el eterno cisne de pies en vuelo, la bailarina Anna Pávlova, un día de estreno en el Teatro Luisa, o de pensamientos fugaces en el descanso del hotel La Unión. Desde uno de los balcones de la habitación, la rusa debió dominar fachadas clásicas en hogares y establecimientos públicos, el rumor de las gentes en el regateo del mercado y las campanadas de la iglesia llamando al último rezo del atardecer.

Por el parque símbolo, el del centro, asentado en el mismo sitio en que fuera fundada Fernandina de Jagua tomando como punto de partida una majagua venida del corazón de la esplendente sabana, debió caminar García Lorca, o mejor, Federico, el de los ojos como fuentes negras gitanas y palabras como mariposas en revoloteo. Y allí, en la ciudad que no aparta su abrazo con el mar, también llegó el divino Caruso de voz privilegiada y presentaciones memorables.

Pero, por encima de todos, es la raíz de Luisa Martínez Casado, la actriz que se paseó con garbo por escenarios de primer rango y fue distinguida en su tiempo como la más emblemática del mundo hispano. Después de tanto ir y venir interpretando en generosa trayectoria de doscientas obras, murió en la patria chica, tras merecer cuarenta y siete medallas de oro. 

Pero la Bella, la Perla, la Linda, no es villa dormida, ni momifica-da, ni postal eternizada para saludos con estafeta de correos. Bulle dentro de ella tradición y modernidad, mientras crecen las actividades portuarias, comerciales, azucareras, de pesca y turismo, como sostén económico que da lustro para la mirada de futuro.

Es la ojeada inserta de paisaje que se llena con la Fortaleza Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua, en su invitación permanente a traspasar el puente de madera inmemorial; el entorno nostálgico del Parque Martí con la Santa Iglesia Catedral, el Ayuntamiento,  el Colegio San Lorenzo, el Casino Español, el Palacio Ferrer y el Palatino.

Y en el dominio inaugural de noventa hectáreas y noventa y una manzanas vehementes de diligencia política, económica y social, se levanta el Teatro Tomás Terry con historia propia para volver de los recuerdos la de tanto actor y actriz de excelencias que pasaron y pasan por su escenario para dar arte a un público animado desde butacas de madera valiosa.

Pero la posibilidad de asombro va prorrogada por los palacios de Valle, de Blanco y Goitizolo “La Catalana”, la Casa de los leones, el almacén García de la Noceda y el Colegio Nuestra Señora de Monserrat “Los Jesuitas”, ahora  todos con desempeños disímiles y lejanos a sus originarios quehaceres, pero dados en nuevas oportunidades de fajina para lucir venas vueltas a la vida y transmitir el orden y equilibrio de su génesis arquitectónica.

¡Ah, Cienfuegos, la que más le gustaba al Benny Moré de melodías intrínsecamente cubanas! ¡Qué gusto transitar por esas calles de animación en los que son íntimos nombres como Castillo, Padre de las Casas, La Mar, Campomanes, Cristina, Paseo de Arango y el Prado de los amores adolescentes, en una pugna humana contra las designaciones por números que las visten con la indiferencia de las cifras!  

Y a unos pocos kilómetros de la ciudad centro, la maravilla de un jardín botánico de finales del siglo XIX, hoy extendido por 97 hectáreas dando savia a más de dos mil especies que llevan la presencia de cientos de géneros, y en las cuales el mayor volumen es de ejemplares exóticos.

Ahí está Cienfuegos, al sur y con un poco de puja hacia el centro de la isla grande. Es la ciudad unida y bendecida por un mar en perpetuo jubileo procreador.

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