EL CURIOSO CASO DEL FÍGARO PARLANCHÍN
JAVIER ROQUE MARTÍNEZ,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
Todavía recuerdo con un asomo de sonrisa el traqueteo que se formaba en mi casa cuando el largo de mis cabellos se convertía en insulto para los profesores y directores de la escuela, y yo, víctima inocente, me negaba a pelarme. Ante la orden de “si mañana no vienes pelado no entras”, siempre respondía muy sutilmente y como quien no quería las cosas “si el Che es un ejemplo de hombre, ¿por qué no puedo tener el pelo como él? Sobra decir que aquello no causaba ninguna gracia a mis superiores; al contrario, era una declaración de guerra.
Mas no piensen que me comportaba así por “amor al pelo”. Detrás de las finas e irónicas excusas se escondía un miedo terrible a los barberos, protagonistas absolutos de mis peores pesadillas, y a ese sonido metálico y tortuoso de las tijeras. ¿Y qué me dices de las maquinitas?, podrán preguntarme algunos, pero la verdad es que aún no logro encontrar las palabras exactas para ilustrar el terror que me provocaban, o mejor dicho, que me provocan; por tanto, para evitar mayores sufrimientos y daños emocionales lo mejor es dejarlas fuera del relato.
Debemos partir de que, de pequeño, nunca tuve buenas experiencias con los dichosos fígaros y que siempre salía con un pésimo corte, para nada igual al imaginado por mí, y alguna que otra cucarachita; así las cosas, la cara burlona de mis compañeros no se hacía esperar. Pero luego de 14 largos e interminables años el padre celestial se apiadó de mí y me puso en el camino al que desde entonces fue, es y será mi barbero personal.
Corrían los días finales de noveno grado y me disponía a realizar las pruebas de ingreso para la escuela Lenin. ¡Cuál sería mi desconcierto al saber que incluso para resolver los exámenes debía estar pelado! ¡Como si el largo del pelo incidiera en el conocimiento! Entonces, como de costumbre, fui a la barbería y ¡sorpresa! El viejo Alcides se había retirado y en su lugar vino un joven parlanchín que tenía cara de cualquier cosa menos de saber manejar unas tijeras.
Resulta que cuando me viré a mirarme en el espejo me quedé sin palabras. Acostumbrado a voltearme y tener que encarar la decepción, no supe qué hacer cuando por vez primera se limitaron a atender mis simples peticiones; pareciera que los demás barberos no entendían el concepto de “cortar las puntas”. ¿Cuál es tu nombre?, pregunté. Miguel, me respondió. De esa fecha a ahora mucho ha llovido, pero el Migue se ha convertido, más que en alguien que me presta un servicio, en un verdadero amigo.
¿Irónica la vida, verdad? Pasé de odiar a los barberos a entablar amistad con uno de ellos. Este “genio de los pelaos”, además de realizar proezas dignas de ser cantadas por trovadores, es una excelente persona. Honesto, humilde, dicharachero y jodedor como pocos, se encarga de ponerme al día sobre los acontecimientos de mayor trascendencia local, o su acepción más generalizada: los chismes, aunque también hablamos sobre deportes, cultura y hasta política.
El Migue es un fígaro parlanchín, pero siempre muy presto a ayudar si de problemas se trata, un cubano de esos que en medio de un torbellino se las agencia para sacarte una sonrisa. En mi casa es recibido como un santo, pues gracias a él atrás quedaron los días de perreta a la hora de pelarme. Ahora ya no me pesa cortarme el cabello, aunque sigue sin estar entre mis gustos; mas confío plenamente en ese encantador de tijeras que cada cierto tiempo retoca, más que mi imagen, mi espíritu.
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