INVOLUCIÓN
JOSÉ MANUEL PÉREZ GONZÁLEZ,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
Camino cansado por el Parque de la Fraternidad al terminar una jornada en la que el sol se empeñó burlonamente en derretirme. En la parada, parece como si todos los habitantes de La Habana se hubieran puesto de acuerdo para esperar la misma guagua. Tal vez el cubano es un ser nocturno o le teme al calor del día.
Encontrar el último de la fila es un poco más difícil que descubrir la perdida Atlántida, pero la pericia rinde frutos y me ubico detrás de un grupo de señores color zafiro, con sonrisas de rottweiler y aquejados aparentemente de un mutismo casi total, pues solo emiten unos extraños gruñidos. Apoyado en mi columna, escudriño la masa humana y descubro cuán heterogénea es.
Hay de todo un poco. Los ancianos son mayoría y sus rostros pregonan que ya no están para vender ni maníes, ni periódicos; pero qué pueden hacer si la dictadura de las chequeras le niega el descanso, ya podrán dormir cuando mueran. Unos cuarentones con camisas a cuadros discuten sobre algún texto del Granma, su ciudad no es esta, sucia y arruinada, sino esa tan diferente y paradisíaca reflejada en las monocromáticas páginas del periódico.
Para matizar, unas muchachas exuberantes y poco abrigadas parlotean animadamente, en las escuelas gratuitas de nuestro país no aprendieron cómo ganarse la vida; pero para su suerte, la profesión más antigua del mundo no requiere maestro, solo estómago. No faltan en la fila los siempre alegres travestis cuyo número aumenta más que las tímidas unidades del PIB nacional.
Llega la guagua y me mal acomodo donde puedo. A mi lado, una señora octogenaria con unos bellos ojos azules espera por otra, nada octogenaria, que le dé el asiento, pero esta no parece tener esa intención. La pobre vieja está de pie y yo giro la mirada a otro lado por vergüenza.
En el lugar donde dejo descansar la vista encuentro a mis amigos los rottweiler, quienes, esforzando sus maltrechas cuerdas bocales, les gruñen a las muchachas unos piropos probablemente bellos, pero que suenan horribles. Comienza un pequeño Waterloo, pues las damas, sin conocer la limitación de los caballeros, han entendido mal y disparan con todo el fuego de sus cañones una sarta de improperios no clasificados por la Real Academia.
Entran los travestis en acción y sus palabras son todavía más ácidas. Algún que otro manotazo se suelta, el asunto no se puede quedar así, alguien debe ser golpeado para lavar el honor, si existe en medio de tanta miseria. Doy vuelta y descubro un oasis en el azul de los ojos de la señora aún de pie. Algo me dice que en sus tiempos la gente era muy diferente.
Me bajo en la próxima, si voy a ir al infierno será cuando muera, no en este transporte endemoniado. Mientras camino, me pregunto si los cubanos estaremos involucionando o si es que la historia nos ha erosionado. Recuerdo una frase martiana: “El vino de plátano es agrio, pero es nuestro vino”. Una vez más tiene razón el Apóstol, ¿pero habrá necesariamente que retomar este vino? ¿Hasta cuándo?
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