MI ÚLTIMA COBERTURA
IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ
Foto: NURIA CEPERO
Mi padre tiene 87 años y está hospitalizado. Una afección renal lo aqueja por más de un mes y no hay antibiótico que quite el fogaje impertinente de las 6 a las 8 de la noche. Le dicen la fiebre del riñón y es como si más allá de toda precaución médica, fuera inevitable la duralgina implacable, dolorosa, casi cruel, que penetra en su escuálida figurilla anciana.
Es sábado, es muy temprano en la mañana, es día de acompañarlo. Llego a su cama y me recibe con un sollozo “a lo macho”. Un sollozo que solo sabe salir de los hombres de alma fuerte.
-Mija, tú sabes que lo quise mucho.
-Pipo, no te pongas así. Te puede subir la presión, estate tranquilito. Tú sabías que estaba muy enfermo.
-Mija, yo le debo mucho. Sin él, tú no serías lo que eres y estuviéramos allá en San Germán con el bagacillo que no te gusta.
El viejo guarda unos instantes silencio. Se aferra a mi mano y mira a mis hermanas. Entonces, vuelve a la carga:
-Sin él, ustedes no hubieran nacido. ¿Con qué?
Mi padre es francamente sentimental. Pero aunque está enfermo, no podemos despojarlo de sus recuerdos solo invocando a la salud que debe recuperar. Da rienda a la memoria, a su paso anónimo por la vida, a lo que ha hecho a fuerza de honradez y bondad.
La mañana del sábado 26 pasa.
Ahora es martes 29 y son las 8 de la mañana.
Parezco una velita. Apenas me muevo. Mi vista queda en algún punto fijo que ni siquiera delimito. Me sobrecoge la atmósfera del recinto, la gente, lo que significa estar aquí.
Son apenas cinco minutos en los que recuerdo cuando por primera vez me dio un apretón de mano. Sí, fue él. Yo jamás me hubiera atrevido. Tenía entonces 15 años y estaba en un trabajo voluntario en Niña Bonita. Éramos cuatro muchachas del preuniversitario Carlos Marx, íbamos a almorzar y un jeep se detuvo a nuestro lado. No imaginábamos quién sería. De pronto, se abrió la portezuela y bajó. ¡Coño, qué susto nos dimos! Y ahí empezó a hablar, a preguntarnos, qué sé yo, ¿qué le habríamos dicho? O sí, recuerdo que comentamos que las vacas tenían aire acondicionado y oían música clásica. Ni soñaba ser periodista. Pero tampoco médico, ni ingeniera, ni científica. Algo que tuviera que ver directamente con el alma de las gentes. Sí, quizás maestra, creo que le mencioné eso. Qué tiempos para las nostalgias. Qué descubrimiento para aquellas cuatro guajiritas. Qué país de maravilla.
Después vinieron decenas de coberturas donde el corazón me latía con fuerza si él estaba. No puedo negarlo. No fui una periodista parsimoniosa, confiada, imperturbable ante su vista. No: sufrí sus coberturas. Apuntaba todo con la exactitud del taquígrafo, sin serlo. Verificaba el dato. Un día, un día de los más tensos, el acto terminó a las 2 y media de la madrugada. Esperé fuera del teatro por un carro del periódico bajo una lluvia infernal: fría, copiosa, poco solidaria con mi apremio de entrega.
Llegué al periódico y Jacinto –el buen Jacinto Granda que era el director-, me dio 10 minutos para redactarla a mano y enviarla por fax para ser revisada por él. Necesité solo seis minutos. Y la espera del “OK” tuvo el largo silencio de la zozobra junto al incesante ir y venir de un cierre de periódico en días de noticias trascendentales. Cómo extraño la adrenalina sin freno. No hay nada que haga batir el corazón con locura como el estrés de la prensa diaria. Los que hemos sido periodistas no podemos sustraernos a ese placer alucinante.
Las anécdotas son muchas, algunas, incluso, solo vienen cuando alguno de nosotros pone el pie forzado, pues van desdibujándose en el tiempo y las reconformamos a fuerza de memoria colectiva.
Pero hoy estoy, como decenas de personas antes, haciendo guardia de honor ante una foto, medallas, flores, en una de las tres áreas habilitadas en el Memorial José Martí, de la Plaza. Me acompañan Roger y mis amigos Heidy y César. Somos dos parejas que tienen demasiados vasos comunicantes. Antes de entrar, Heidy a lo más que temía era a llorar sin poder contenerse. César es un viejo militar que sabe sostener el porte durante cualquier tiempo. Roger tiene mucho que contar, pero no quiere.
Estoy acá, como una velita. Recordando a mi padre fidelista hasta los tuétanos. No tengo bolígrafo ni agenda ni grabadora. Pero hago mi última cobertura periodística con el Comandante.
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