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Isla al Sur

LA VEDETTE NEGRA DE CUBA

LA VEDETTE NEGRA DE CUBA

Candita Batista Batista: “Todavía me siento fuerte, pero cuando ya no esté, quisiera que me recordaran alegre, humanitaria, musical, amiga y hermana. Quisiera que me identificaran siempre con la canción Los angelitos negros”. 

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Desafiando el tiempo y la desmemoria, está ahí. Entre los amparos de la vieja casona camagüeyana, las fotos que la recuerdan en épocas de esplendores, entre alientos amigos que hacen pervivir a la casi olvidada en los ambientes públicos, Candita Batista Batista, la primera y última vedette negra de Cuba. Fue artista que en las décadas de los años 40 y 50 paseó nuestro folclor por una Europa y América que la acogieron sin reservas pero, en una definición personal, ella prefiere calificarse como mujer amable, sufrida, presta a tender la mano, noble, dulce y dichosa, más allá de cualquier otro mérito.  

Empezó en 1937 y fue la primera camagüeyana en cantar en una orquesta. Un año más tarde, La Habana le ganó las ansias y la suerte le puso en medio a Obdulio Morales y sus cantos afros. De entonces y hasta la fecha, y aunque interprete otros ritmos, será el llamado de "lo negro" lo que marque su estilo. 

“En 1941 me fui al extranjero, porque cuando iba a buscar trabajo aquí me decían que tenía buena voz, pero que era muy prieta. Sufrí mucho y regresé definitivamente en 1959, cuando ya no había discriminación”.  

Candita se mostró en escenarios internacionales con un repertorio de más de 90 canciones y un pasaporte de idas y regresos múltiples que casi siempre terminaban en Barcelona, donde todavía conserva su condición de residente.

“Pero no regreso allá porque amo mi clima y mi sol, mis costumbres, los amigos del barrio y el trasiego de esta casa donde desde las siete de la mañana hay alguien preguntando por mí. No me gusta la vida de hotel, es fría y distante. Además, quiero serle agradecida a la Revolución, los negros debemos tenerla siempre presente”. 

Tiene recuerdos de artistas grandes: “Charles Aznavour no hablaba con nadie, solo iba al teatro a trabajar; Josephine Baker quería mucho a los cubanos y cuando vino se acordaba de mí y de Celeste Mendoza; Ernesto Lecuona era maravilloso, gentil; con Nat King Cole aparecí en una fotografía de prensa; Bola de Nieve, fue un buen consejero; Rita Montaner me ayudó en los comienzos, incluso, económicamente; a Lola Flores la impresioné con la interpretación de Los angelitos negros”. 

Se da una pausa e inconsciente retoca el peinado alto, preservado por un turbante: “Trabajando en París unas artistas me sugirieron que me hiciera este moño. Desde hace más de 40 años lo conservo”. Suelta la risa y recuerda que, entonces, pesaba 110 libras y se movía al vaivén de las canciones como una brizna suave. No puede negar que es una mujer finamente coqueta, tanto, que hasta que no deje de trabajar no declarará la edad.  

Ahora, y aunque nada más sueña con tener salud para ser feliz, se emplea firme desde hace años en La peña de Candita, proyecto que tiene lugar en el garaje de su casa y es cauce de amistad entre ella y el músico Filo Torres, y de toda la gente que sigue a una artista resuelta a no dejarse abatir por los olvidos de quienes propician los espacios televisivos. 

Ese es su mundo desde que en 1960 cumplió el último contrato en México, trabajó varios años en el Teatro Martí y le vinieron encima la viudez, la enfermedad de la madre y los pesares de hallarse sola. Se jubiló, permutó la casa de La Habana y volvió porque “soy camagüeyana legítima”. Después inició la peña, porque sin el canto languidecía de melancolía.  

Se siente realizada por haber logrado cimas con las que ni siquiera soñó: “Todavía me siento fuerte, pero cuando ya no esté, quisiera que me recordaran alegre, humanitaria, musical, amiga y hermana. Quisiera que me identificaran siempre con la canción Los angelitos negros”.  Así sea, Candita. 

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