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Isla al Sur

UN ESCRITOR NO ES DIOS

UN ESCRITOR NO ES DIOS

La trayectoria de un escritor puede medirse  por las diversas influencias que se va recibiendo en el camino hacia la madurez. Tuve en mi etapa inicial un fuerte influjo de la sencillez del estilo de Hemingway, la finura de su parquedad, pero también, lo confieso, me fascinaban las peripecias de una vida colorida, efusiva, movediza, nerviosa: eso de participar en guerras y asonadas, andar en cacerías de leones y combatir submarinos desde un yate poseía un atractivo muy poderoso para un joven escritor.

(Tomado de Llover sobre mojado,  Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1997)

LISANDRO OTERO

Norman Mailer afirmaba que el novelista debe vivir aterrado de la experiencia y hambriento de ella, creer que es nadie y superior a todos, amarse superlativamente y despreciarse profundamente. Ese es el vaivén emotivo que atravesé yo en mis años de aprendizaje. Uno suele enaltecer la acción ajena para encubrir insuficiencias propias. Roger Caillois ha hablado de la sacralización que el hombre común realiza de los valores del héroe para evadir su mediocridad. Por ello no es extraño que un joven intelectual, urbano y pequeño burgués como yo, haya descubierto la existencia de Ernest Hemingway sublimándola como un arquetipo de vida. Se convirtió en mi primer maestro por sus temas aventureros y la concisión de sus cuentos que me parecieron fáciles de imitar. En mis balbuceos de entonces no logré dominar la esencia de mi idioma: barroco, estructuralmente complejo. De James M. Cain a Quevedo hay un abismo insondable. Pero las formas usadas por los escritores behavioristas norteamericanos se prestaban más a mis noviciados que el laberinto de la lengua castellana. Después de mi ruptura con la Generación del 98 española siguieron otros tutores que me fascinaron: Faulkner, con su oscura poesía, Dos Passos, Dreiser, James T. Farrell y su dramático historicismo. Releí los cuentos de El asno oficioso, de Caldwell, innumerables veces. Saroyan era uno de mis predilectos por su frescura y en Steinbeck me sedujo su enfoque social. Scott Fitzgerald me aclaró el síndrome del salto de clase que genera la burguesía en los que no pertenecen a ella. Todos me enseñaron a entender y amar aquella literatura seca, recia, donde el autor no asumía el papel de Dios y dejaba que sus criaturas se explicasen con sus acciones. Años después, cuando había superado el fervor inicial, frecuenté a otros: McCullers, Capote, O'Hara, Mailer, Styron, Salinger, Kerouac, Bellow, Vidal. El cuento se había desarrollado, de Maupassant a O'Henry, mediante un esquema de crecimiento sinfónico que culmina con el clásico twist in the end: el cierre inesperado. Para dominarlo era necesaria una experiencia vital y literaria de la que carecía, pero Chejov rompió con esos módulos creando sus tranches de vie: su toma de fragmentos representativos de la vida humana, que viene fluyendo desde sus fuentes antes de que comience la narración y continúa una vez terminada ésta. Es la forma que dominará en el siglo veinte y Hemingway era uno de sus más brillantes artesanos. Comencé a pergeñar este tipo de relatos, más abordables desde mi impericia. Transcurrirían muchos años antes de que comprendiese que aquella aparente facilidad del estilo de Hemingway, aquellos cuentos donde aparentemente no sucedía nada, requerían una gran dosis de saber literario. Que lo importante no era la acción sino una tensión interior, muy difícil de lograr, que se desprendía de una atmósfera. No era la expresividad de la línea escrita sino el poder de sugerencia entre ellas: lo que Hemingway llamó el iceberg: una décima parte evidente y nueve décimas ocultas bajo el agua.

Una noche entré en el bar El Floridita y hallé a Ernest Hemingway acodado a la barra, bebiendo un daiquirí mientras escribía a lápiz. Llevado por mi inmensa admiración me le acerqué intentando tímidamente una presentación. Con una furia visible me increpó: ¡creía que podía molestarlo porque se hallaba en un lugar público! Y vi venir hacia mí, como un tren expreso, el puño inmenso del escritor; me agaché a tiempo de evadir el golpe y me escurrí muy amoscado hacia el otro extremo del bar. Bebí algunos tragos para olvidar la humillación y solicité la cuenta al retirarme. El cantinero me informó que había sido pagada y me señaló hacia Hemingway, que me sonrió. Volví a acercarme, esta vez con precaución, y le agradecí su cortesía. Balbuceó una disculpa: estaba muy concentrado en un párrafo que no acababa de salirle y le había estropeado su estado de concentración. Entonces me invitó a ir el domingo siguiente a su finca en San Francisco de Paula. Así lo hice. Desde el portón llamaron a la casa y un sirviente me condujo hasta la boca de aljibe azulejada en la terraza delantera. Allí le aguardé. Vino sonriente con un trago en la mano y me incitó a incorporarme a la fiesta que ofrecía a decenas de invitados. Había guitarristas, cantaores de flamenco y muchos norteamericanos, tipos de Hollywood, gente importante. Anduve un poco perdido y como no conocía a nadie al poco rato me fui. Encontré a Hemingway en otras ocasiones: cuando regresó de un largo safari en África, donde sufrió un accidente de aviación. Venía con cuarenta bultos y baúles, cajas de armas y animales disecados que cargaron en un camión. Hizo algunos comentarios festivos intentando demostrar que la ginebra era más curativa que la penicilina e intercambió golpes amistosos con el boxeador Kid Tunero. Se le había dado por muerto en el percance y la noticia de su defunción había aparecido en todos los periódicos del mundo. Me dijo que leer las notas necrológicas que le dedicaban se convirtió en otro vicio.

La trayectoria de un escritor puede medirse, también, por las diversas influencias que se va recibiendo en el camino hacia la madurez. Tuve en mi etapa inicial un fuerte influjo de la sencillez del estilo de Hemingway, la finura de su parquedad, pero también, lo confieso, me fascinaban las peripecias de una vida colorida, efusiva, movediza, nerviosa: eso de participar en guerras y asonadas, andar en cacerías de leones y combatir submarinos desde un yate poseía un atractivo muy poderoso para un joven escritor.

Hemingway solía decir que su mejor maestra fue Gertrude Stein porque lo enseñó a tachar lo superfluo en un relato. También decía, extensión de lo anterior, que la virtud mayor que puede tener un escritor es poseer un detector de porquería. En esa misma época me aficioné mucho a Azorín, que es una especie de Hemingway castellano, en cuanto al estilo. Luego comprendí que lo aparentemente espontáneo y llano del estilo hemingwayano requería una enorme dosis de saber literario porque lo esencial es la atmósfera, una especie de masa gaseosa que se desliza entre líneas y no es apreciable a simple vista, pero le concede ese garbo poético, esa elegancia desenvuelta que es su mayor mérito. Sí, en mis primeras novelas hay mucha influencia del montaje cinematográfico de las secuencias, de los diálogos vivaces que son un legado de toda la literatura norteamericana moderna. Pero eso no duró mucho tiempo porque cuando me fui a vivir a Europa asimilé otros cánones creativos que cambiaron mi visión de la literatura.


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