LA CASA DE LA EPOPEYA
El Museo de la Alfabetización, en Ciudad Libertad, deviene arca guardadora de historia, pero también espacio para rememorar vivencias y nutrirse de las raíces.
IRAIDA CALZADILLA Y PEDRO ANTONIO GARCIA
Un grupo de niños recorre la instalación. En la sala principal, observan con detenimiento el pedazo de soga con que pusieron fin a la vida de Manuel Ascunce, las botas de Delfín Sen Cedré, los documentos de Conrado Benítez. Un pequeño, el más inquieto de todos, se detiene ante el farol. "¿Y eso da luz?" "Ya lo creo que sí", le responde Caridad Acosta, que viene con ellos.
Luisa Campos, directora del Museo de la Alfabetización, se incorpora al colectivo y le explica que cuando Fidel aseguró en la Organización de Naciones Unidas (ONU), a mediados de 1960, que Cuba sería el primer país de América que no tendría un solo analfabeto, ya los primeros 35 000 maestros voluntarios preparados en Minas del Frío, marchaban hacia las lomas. Luego se sumaron los más de 120 000 alfabetizadores populares, en las ciudades; los alrededor de 100 000 brigadistas Conrado Benítez, por llanos y montañas, y los más de 13 000 Patria o Muerte, en los campos y barrios marginales.
La magia del video en la pequeña sala del Museo transporta a los presentes a los días de la Campaña. Por momentos alegres, como cuando un campesino aprende a leer; o tristes, cuando la contrarrevolución pretendió segar el futuro con el terror y el crimen. Caridad revive su tiempo de alfabetizadora Conrado Benítez con las imágenes del triunfo, cuando 100 de sus victoriosos compañeros escoltaron la bandera que proclamaba a Cuba como Territorio Libre del Analfabetismo.
EN ALTO DEL JO
Puede que no aparezca en el mapa, pero Alto del Jo, en Campechuela, es el punto de la geografía cubana que se aviva de vez en vez en el alma de Caridad Acosta porque, si una frustración tiene, es que en 40 años no ha vuelto por esos lares cercanos a Pilón, a saludar a Justina Rodríguez y a Samuel Domenech, y a respirar el aire húmedo de la madruga y el olor de la hierba despertando. Si no fuera por todo lo que allí aprendió y la preparó para la vida, quizás pensaría que fue un sueño lejano el breve período de junio a diciembre de 1961.
"La vida se me fue enroscando. De ahí me fui becada y empecé a estudiar para maestra, y hasta estuve en una campaña de café en Mayarí Arriba, ya no era la niñita que mamá tuvo que firmarle a escondidas la carta de permiso para que me fuera a alfabetizar, pues a papá no había quién le hablara de separaciones ni por el más pintado de los analfabetos de las lomas.
"Luego vinieron el matrimonio, los hijos y los nietos, pero siempre me pesa no haber vuelto, porque con ellos pasé una etapa feliz de mi vida", me comenta.
-¿Cuál fue su mayor alegría en Alto del Jo?
La de verlos aprender a leer y escribir.
-¿Y nunca tuvo miedo?
El día que papá fue a buscarme. Yo llevaba 15 días viviendo en el bohío, durmiendo en la hamaca y pasando un trabajo como jamás en la vida, pero cuando vi al viejo en la distancia, le grité a Justina, porque algo yo presentía.
Después del abrazo y la emoción, papá me dice a quemarropa que venía a buscarme y yo le contesto que no, que rajá ni muerta, que ningún brigadista Conrado Benítez se iba sin cumplir hasta el final. Entonces el viejo se viró para Justina y solo atinó a advertirle que no me fuera a pasar nada.
-¿Y luego qué pasó?
Que la mujer me llevaba recio como no hay dos. Yo no podía ir a ninguna parte sola. Mire, Justina me ayudó mucho, yo era como una de sus hijas.
DOCUMENTOS DE LA EPOPEYA
El Museo de la Alfabetización, ubicado en Ciudad Libertad, fue inaugurado el 29 de diciembre de 1964. Se escogió el lugar como sede por haber sesionado allí la Comisión Nacional de Alfabetización y ser punto de partida de las Brigadas Conrado Benítez.
En esta instalación se archivan todos los documentos vinculados con la Campaña, entre octubre de 1960 y febrero de 1962; desde cartas de recién alfabetizados, fotos, grabaciones discográficas, memorias municipales y provinciales, documentales y notas de prensa, hasta pertenencias de los mártires, símbolos y expedientes de alfabetizadores.
Así se conserva la historia de esta epopeya, en la cual más de 700 000 cubanos aprendieron a leer y a escribir.
ABUELO ERA COMO UN TRONCO DE PALO
Luego de ver el documental sobre la alfabetización, en el grupo cada quien empieza a buscar en los recuerdos, porque no hay cubano que no tenga una anécdota que contar sobre aquel año épico. De pronto, oigo decir a una mujer: "Mi abuelo era del campo, bueno, noble, pero más duro de entendederas que un tronco de palo. Creo que por la mucha miseria y necesidad que pasó, era tan resabioso. Cuando llegó el alfabetizador, lo botó, pero el muchacho iba todos los días a la casa, con tremenda paciencia, hasta que al cabo de un mes, el viejo cedió y lo aceptó. Para no alargar la historia, abuelo cuando murió ya leía el periódico y escribía".
Al término de la conversación vuelta lección de historia, me acerco a María Sixto Hernández, profesora de la secundaria básica Juan Manuel Quijano, de la localidad matancera de Ceiba Mocha, y le pregunto qué pasó finalmente entre el abuelo y el brigadista.
"Fíjese cómo llegó a quererlo, que cuando el padre del muchacho fue a verlo, le decía: "¡Déjemelo, déjemelo, que él está bien conmigo! Lo protegía y defendía como a uno de sus hijos. A mí me duele no recordar el nombre de aquel maestro".
María tenía entonces no más de cinco años y, entre sus evocaciones, está la muchachería con farolitos chinos inventados, recorriendo cada casa donde estaban alfabetizando, como una comisión de embullo en algarabía espontánea: "Mi hermana Francisca y yo veíamos a los viejitos ponerse los espejuelos que les regalaba la Revolución, y empezar a aprender poco a poco, con miedo y nerviosismo. Era muy emocionante aún para niñas tan pequeñas".
-¿Qué momento recuerdas con más exactitud?
El día en que mi abuelo, Tomás Hernández, escribió la carta a Fidel diciéndole que ya sabía leer y escribir. Para una persona de su edad, que nunca había podido distinguir una letra de otra, era algo muy grande.
LA MAGIA DE LA CAMPAÑA
La camisa desde la vitrina parece pequeña. "Y el dueño decía entonces que le quedaba grande", agrega la museóloga. Los niños miran la prenda y tal vez se imaginan dentro de ella por llanos y montañas, con un farol como el que reposa en el estante.
-¿Y los padres los dejaron ir?, preguntan.
Luisa Campos responde: "Todos los menores de edad debían tener autorización de sus padres".
A un visitante mexicano se le ve visiblemente emocionado. Pregunta sobre la magia de la Campaña de Alfabetización en Cuba, cómo se logró lo que en otros países de nuestra América solo ha sido posible por el ejemplo cubano.
La respuesta de Luisa Campos es sencilla: "Porque solo puede tener éxito un programa como este en un país en Revolución".
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