TODO ESTÁ EN EL ORIGINAL
Se equivocan quienes suponen que la tarea de jefes, editores y correctores consiste en adecentarles los materiales a los redactores.
OCTAVIO LAVASTIDA,
Periodista y editor de Juventud Rebelde.
Cortesía para Isla al Sur.
Los viejos correctores gustaban de contar la anécdota de aquel periódico de principios del siglo XX, cuyos dueños alardearon públicamente de que lo presentarían limpio, sin erratas. Para lograrlo modernizaron la tecnología, contrataron a los mejores tipógrafos y correctores de pruebas de la ciudad y derrocharon dedicación. Durante los primeros días del desafío, en los cristales del vestíbulo del periódico se mostraron las páginas publicadas, y dicen que cuando el público se paraba delante de estas comenzaron a saltar no uno ni dos, sino muchos, demasiados gazapos… Hasta que las páginas fueron discretamente retiradas.
Siempre las erratas y errores atormentaron. Antes el problema se agravaba, porque bajo la firma de los redactores, además de las equivocaciones de estos se corría el riesgo de que vieran la luz las de otras personas que intervenían en el proceso de copiado o conversión del texto. Ahora, tras el paso del plomo a la digitalización, la cantidad de errores publicados debería disminuir, porque se eliminó una parte importante de las fuentes de error.
Todos conocemos que en la antigüedad copistas y monjes amanuenses reproducían una y otra vez los textos; y que a partir de la invención de la imprenta con tipos móviles, es decir, con tipos fundidos y colocados a mano, a finales de la edad media, los llamados cajistas, y después también los linotipistas, componían y convertían cada carácter o símbolo que aparecía en el original de papel en otro semejante, de madera o plomo, para así poder imprimir gran número de copias.
Hoy el redactor cuenta con un raro privilegio del que nunca antes disfrutó: la imagen de cada letra, número o signo que él teclea en la computadora, como parte de su texto, puede ser publicada sin sustituciones ni conversiones. Por primera vez las nuevas tecnologías le permiten al autor llegar directamente al lector mediante su propia escritura, sin que otros tengan que reproducir los caracteres originales que él escogió, y este es un detalle cuya importancia se suele pasar por alto.
En la prensa y en las casas editoras la computación prácticamente eliminó a los copiadores. Solo pocas publicaciones mantienen en sus plantillas a mecacopistas o personas que digitalizan textos de autores que se aferraron a la máquina de escribir. Eso significa que la caza de errores y erratas se reduce ahora al original, pues los caracteres insertados por el redactor, o casi la totalidad de los mismos, son identificados por un programa de diseño, mediante el cual se emplana el material para su impresión en las planchas metálicas que se utilizarán en las rotativas.
¿Existen periodistas cuyos originales transitan inmaculados por todo el proceso de edición, hasta su publicación? Existen. Son la excepción, pero su profesionalidad y esfuerzo suelen ser reconocidos. Los textos presentados por ellos inspiran confianza, no importa cuán complicado o delicado resulte el tema; cuando en el proceso de edición del periódico falta un material largo, cuya cobertura tuvo lugar tarde en la noche, por ejemplo, todos suspiran tranquilos si el redactor es de los “limpios”, de los que rara vez hay que “enmendarles la plana”.
Si el autor no pertenece a este grupo; si es de los descuidados y chapuceros, en todos los departamentos se sufrirá por adelantado el estrés que provocan una revisión tensa, la relectura de párrafos, motivada por anfibología, y esas pruebas de “páginas-araña”, tan llenas de correcciones que encogen el corazón, ya que constituyen un atentado a la hora del cierre, un despilfarro de recursos y una amenaza para la limpieza de la página. Porque está demostrado: la cantidad de errores que dejaron escapar los revisadores se corresponde con la que presentaba el original.
Se equivocan quienes suponen que el trabajo de los jefes, editores y correctores consiste en adecentarles los originales a los redactores. Por el contrario, esta desagradable tarea suele desviarlos de su misión, que es la de eliminar errores de concepto y velar porque la función social a que está llamado el medio, política y cultural al mismo tiempo, se materialice con rigor, con decoro y si es posible con elegancia. Solo excepcionalmente el personal dedicado a la revisión debería capturar el inevitable fallo humano, el lapsus.
Ese documento digital que el redactor entrega al jefe o en la Jefatura de Redacción, el cual contiene su trabajo con formato de Word, constituye su original, y este habla de él y por él, aunque no lo pretenda. (También pudiera haber sido redactado mediante OpenOffice, FreeOffice o Abiword, algunos de los más eficaces procesadores de texto del software libre).
Una redactora o redactor siempre tendrá la posibilidad de pasarse al bando de los “limpios” y “rápidos”. Solo que para ello tendrá que afilar sus propias herramientas y armas (como siempre hicieron los maestros de oficios y los guerreros). Y podrá lograrlo independientemente de su nivel cultural, que en prensa escrita significa, más que todo, lecturas; de su universo profesional, o la capacidad que haya desarrollado para descubrir “el lado oculto de la Luna”; y su estilo, entendido como las características distintivas que pudo desarrollar en su intento por escribir mejor.
Llevará ventaja en este propósito el autodidacta, porque no descansará en el afán de aprender y perfeccionar todo lo relacionado con su profesión, prioritariamente técnica periodística, gramática y ortografía; porque se forjó el hábito de consultar buenos diccionarios y enciclopedias; porque aplica las normas de redacción del medio para el que escribe, y porque es capaz de investigar por sí mismo, sin necesidad de órdenes y sin perder la cualidad de preguntar con modestia.
No son ni parecidas la limpieza y rapidez de un mecanógrafo y las del que teclea con dos dedos… No resulta lo mismo poder leer solamente 400 palabras por minuto que 1 200… No podrá mejorar con la misma rapidez el que nunca relee sus propios textos ya publicados, que quien siempre encuentra tiempo para hacerlo, en busca de alguna “cirugía”…
El conocimiento y la actualización sobre las tecnologías relacionadas con su trabajo no deberían ser descuidados. Un redactor difícilmente mantendrá alto su rendimiento físico, cuando de materiales extensos se trata, si antes de comenzar a escribir no ajusta la resolución y el brillo de su monitor para que no le dañen la vista…
Le acechará la fatiga día tras día si no adapta el software con el que trabaja para que muestre las letras de la manera más legible… Si cada cierto tiempo no se levanta de su asiento ante la pantalla y fija la vista durante unos minutos en un punto lejano, preferiblemente en algún verde de la naturaleza…
Pero sigue existiendo un método probado en el tiempo, que determina en la calidad del material periodístico: la exhaustiva revisión del texto antes de ser entregado, tantas veces como resulte necesaria.
Creerá entonces el autor que ningún descuido suyo comprometerá al órgano de prensa, y quedará convencido de que los revisadores le respetarán el sentido de las palabras y la manera en que las organizó, porque su original es portador, también, de respeto hacia los demás y de su honor profesional.
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