EL CAPITÁN PANCHITO
Esta es una historia contada en regreso, justo el 7 de diciembre de 1896 cuando sobre el campo de batalla habanero de San Pedro, cae el general Antonio Maceo.
IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ
En el campamento, y herido, el capitán Francisco Gómez Toro, Panchito, oye la noticia y parece desesperar. Parte a buscar a su padrino, y cabalga con un brazo en cabestrillo. Una obsesión le embarga: rescatar al Titán, y la leyenda mantiene que ante la inminencia del peligro y las voces para que cuidara de su salud, el soldado solo dijo: "Voy a morir junto al General".
En el fragor de la acción una bala enemiga lo impacta y cae sobre el Héroe de Baraguá. Al salir del desmayo, en la pequeña libreta y sobre el cuerpo del Titán, escribe: "Muero en mi puesto, no quiero abandonar el cadáver del general Maceo y me quedaré con él...". Después, un soldado español lo remata a machetazos.
Fue una muerte grande en la que los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo. Algunos plantean que no pudo ser cierto que redactara las notas, de acuerdo con las heridas del brazo. Hubiera sido muy difícil. Incluso, hasta la posición en que quedaron los cadáveres es motivo de polémica, y son casi 50 las versiones sobre el deceso del General.
Pero ahí, en El Cacahual, sitio de sosegado rumor de árboles, descansan los restos de Antonio y de su ayudante, el joven valiente de solo 20 años, venido de dos grandes: de Máximo y de Bernarda (Manana). ¿Qué motivaciones tuvo aquel muchacho tan serio, sumamente introvertido como para aparentar más edad y darse por entero a una causa?
Había nacido sobre las dos de la tarde del 11 de marzo de 1876 en la manigua cubana, en los campos espirituanos de La Reforma. Un día después del suceso, Antonio Maceo visita a Manana y ella comenta que el niño tiene un defecto en el pie derecho. El Titán responde: "No hay novedad, porque el que necesita el guerrero para montar es el izquierdo". Es Maceo, años después, quien le otorga a Panchito el grado de Capitán, y lo selecciona para cruzar la Trocha entre Mariel y Majana, y avanzar hasta San Pedro.
El cuarto vástago de los Gómez dicen que era pensador, cariñoso, de parco hablar, buen jinete y nadador, goloso de dulces caseros como el padre, de largas escrituras, letra uniforme e intercambio epistolar múltiple. Dos pasiones abrazaba: la lectura y la reverencia por la mujer. Y un destino: cumplir con el deber.
Desde Montecristi había escrito a su padre, ya en Cuba: "...hasta que yo no haya dado la cara a la pólvora y a la muerte, no me creeré hombre. El mérito no puede heredarse, hay que ganarlo". Y es el propio Gómez quien en octubre de 1897, en un bello artículo sobre su hijo, recuerda que dos años antes, a las 12 de la noche del primero de abril y a la orilla del mar dominicano, dio el último beso a Francisco y a Maxito; y Panchito, apenas con la contención del potro que desea echarse a la aventura del viento, le dijo al oído, quedo e intenso para que nadie más oyera la frase premonitoria: "Muerto o a tu lado".
Y con esa obsesión por la libertad de Cuba, con solo 18 años escribió al Generalísimo su vástago: "Para ti van besos de tu hijo; pero no pienses en el hijo, ahora, piensa en el soldado más obediente y cumplidor que mañana has de llevar a la batalla".
En 1894 estuvo junto a José Martí como su secretario personal; de ese entonces apuntó el Maestro: "...de su corazón, tan pegado al mío que lo siento como nacido de mí, nada le diré por no parecerle excesivo". Y también, de aquel espíritu recto y austero escribió el Apóstol al Generalísimo: "No creo haber tenido a mi lado criatura de menos imperfecciones".
De esa etapa, pasajes muy bellos; pero uno retrata en cuerpo y alma a sus protagonistas. Panchito llevaba las notas de todos los gastos de los viajes entre Jacksonville, Nueva Orleans, Cayo Hueso y Centroamérica que realizaron, urgido el Maestro de buscar apoyo y organizar a la emigración. Mas, nunca faltaron a la promesa de no gastar más de tres pesos diarios, incluidas las comidas y los hoteles. Cuando cae abatido el Héroe de Dos Ríos, traía consigo el revólver que le regalara el muchacho.
Es el Panchito alto, trigueño y delgado que, enamorado de Leocadia Bonachea, no duda en dejarla en Cayo Hueso y renunciar a las nupcias con "...esa niña en cuya presencia eran tan grandes los latidos de mi corazón (...) que cada instante quería salirse por la boca, y cuando llegaba ahí tenía que mascarlo para que volviese atrás; pues si hubiera llegado a salir habría yo muerto de vergüenza, al pensar que aún no he andado la mitad del camino, que ese tirano "El Deber" me manda a andar...", como confesara a Pepa Pina, la esposa de Serafín Sánchez.
A la muerte de Panchito, Bernarda Toro parece derrumbarse, pero resurge y comenta: "...solo así, persuadida de que ha muerto mi hijo en los campos del honor cubano defendiendo la más hermosa causa y su más bello ideal, puedo encontrar valor para sufrir tan irreparable pérdida".
Es esa Manana fuerte, valerosa, inmensa, a quien el hijo escribió: "Aquel día que nos separamos, mamá, en aquel camino polvoroso; y que pisaban tan queridas plantas, yo pensaba en ustedes mucho, pero no me alteraba la tristeza. No hay necesidad de estar triste en este mundo cuando falta algún deber que llenar".
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