LÁGRIMAS POR LA VICTORIA
A la caída en combate de Antonio Maceo, el dolor de su esposa María Cabrales, y de su amigo Máximo Gómez, los mantiene unidos por una bella razón: la independencia de Cuba.
Dr. ANTONIO ÁLVAREZ PITALUGA,
Profesor de la Universidad de La Habana.
Cortesía para Isla al Sur.
16 de diciembre de 1896, campamento mambí de Santa Teresa, Las Villas.- Un hombre llora en la intimidad de la manigua. La emoción le impide hablar, respira con dificultad y no deja de rememorar lo que un oficial del Ejército Libertador le ha narrado minutos atrás.
Una vez más, recapitula. La Habana, campos de San Pedro, tarde grisácea después de una mañana invernal y tal vez lluviosa del 7 de diciembre de ese año; cerca de las tres de la tarde. La lluvia horizontal de disparos entrecruza los proyectiles que defienden, desde bandos opuestos, la independencia añorada y el ocaso de una dominación.
La sorpresa, las dificultades de movimiento en el campo de batalla y el rápido trepidar de los fusiles han convertido un pequeño encuentro entre fuerzas cubanas y españolas en la acción militar más sentida de toda la guerra, aún sin haber esta concluido. Allí, el Lugarteniente del Ejército Libertador de la Revolución del 95, Antonio Maceo Grajales, ha caído en combate tal como vivió: frente al adversario.
El silbido de un proyectil hizo brotar el torrente sanguíneo del hombre de la Protesta de Baraguá, 18 años atrás. Su cuerpo inmóvil fue custodiado por un joven cuya desmesurada imitación al padre le hizo decidir morir junto al Titán de Bronce, el teniente ayudante Francisco Gómez. Los cuerpos inertes fueron rescatados, y después de una noche lóbrega y penosa, la tierra suave y fría del amanecer habanero los acogió en sus entrañas, que en pacto de silencio juró cuidarlos de toda profanación, no sin antes contemplar cómo el brazo izquierdo del Mayor General servía de almohada al hijo del Generalísimo.
Las lágrimas de Máximo Gómez se emparentaron con igual dolor a las de María Cabrales y, en palabras únicas de padre dolido, le dice en una carta: “con la desaparición de ese hombre extraordinario, pierde usted el dulce compañero de su vida, pierdo yo el más ilustre y el más bravo de mis amigos y pierde en fin el Ejército Libertador a la figura más excelsa de la Revolución (...) a esta pena se me une (...) la pena cruelísima también de mi Pancho (...)”.
La emotividad de tales palabras atrae la atención de mis estudiantes en la querida Universidad de La Habana. Uno de ellos, con inquietud por el pasado y avidez de futuro, pregunta: —¿Cómo fue vista la muerte de Antonio Maceo por los combatientes de esa revolución, y qué lega el infausto acontecimiento a los cubanos del siglo XXI? Instantes después, convido a todos a pensar.
En el desarrollo de la Revolución del 68 el aún joven militar Antonio Maceo devino, junto a otros nombres, en una de las figuras más representativas de los sectores populares involucrados en la lucha, que asumieron gradualmente la vanguardia de su dirección.
Con la Protesta de Baraguá, el 15 de marzo de 1878, la radicalidad ideológica de quien devendría el más destacado de los mambises orientales, quedó fijada en tres puntos básicos: búsqueda permanente de la independencia absoluta; emancipación total del esclavo, conducente a nuevas relaciones humanas de amplios beneficios a este y otros grupos marginados; y la fuerte necesidad de abandonar aquella nefasta sociedad racista, cuyas contradicciones habían conducido a su propia eliminación mediante la revolución.
En los años de Tregua Fecunda ya era uno de los pocos hombres del 68 que gozaban del raro privilegio de ser una leyenda en vida; de esos que se añora tener su estima, una anécdota junto a él, conspirar bajo su mirada y hasta poseer un objeto de su pertenencia. Su liderazgo popular se consagró en la nueva contienda al incorporarse el primero de abril del 95, y el arribo fue un llamado de amplia incorporación de viejos y nuevos mambises. Para los hombres del 95, desde diferentes horizontes culturales e intelectuales, Maceo era uno de los símbolos de sus aspiraciones.
A los cubanos del siglo XXI nos legó una importante lección histórica: los grupos antirrevolucionarios -encabezados por la burguesía azucarera- vieron en él un símbolo de los sectores populares en la dirección del proceso que tenían que desplazar de toda dirigencia, incluso antes del 24 de febrero. Ese bloque antiindependentista desplegó una compleja estrategia cultural para metabolizar la radicalidad que Máximo Gómez y Antonio Maceo representaban.
Tal fenómeno es conocido por las Ciencias Sociales como racionalidad instrumental. Se trata de una desconstrucción de la revolución no solo por acciones visibles como una ley, decreto, etc., para prohibir o reprimir, sino de la profunda articulación de los “hilos invisibles” de la cultura artística y material para agenciarse la hegemonía.
La esencia del 95 radicó en el enfrentamiento: racionalidad instrumental contra radicalidad revolucionaria. Maceo fue bastión de la radicalidad. Su desaparición física exacerbó la apropiación burguesa de la revolución, reformulando su figura en la república desde ciertas vertientes de la historiografía, la poesía, la pintura y otras manifestaciones.
No obstante, su inacabable obsesión por la soberanía de Cuba y el ejemplo de su vida continúan siendo guías para la inagotable subversión del antes, durante y el después revolucionarios.
Un aliento de respiración me interrumpe y siento que el Viejo guerrero abandona la soledad del monte, lentamente regresa al campamento, su dolor jamás desaparecerá. Al llegar los subordinados del General en Jefe Máximo Gómez, notan las mejillas del guerrero mojadas de un llanto mezcla el dolor y de decisión por continuar hasta el final. Al igual que las de María Cabrales, los mambises y de los cubanos que abrazaron la independencia, son lágrimas por la victoria que persiguen.
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