¿LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE?
ANIA TERRERO TRINQUETE,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de comunicación,
Universidad de La Habana.
El Cementerio de Colón, con su arquitectura de ciudad en miniatura, refleja las tendencias, diferencias, avances, crisis y esperanzas de la urbe que lo acoge. Y reproduce, necesariamente, el comportamiento de las personas que lo visitan en vida y lo habitan tras la muerte. Sin embargo, a pesar de ser uno de sus valores más interesantes no ha sido lo suficientemente analizado y reconocido.
La oficialmente llamada Necrópolis de Cristóbal Colón fue inaugurada en octubre de 1871 y declarada Monumento Nacional en febrero de 1987. Por sus virtudes históricas y culturales, es considerada la tercera en orden de importancia mundial, solo superada por la de Génova, en Italia, y la de Barcelona, en España.
Funciona como un espejo de La Habana en que se integra y, por tanto, no escapa al morbo criollo, humor de gris y negro que inmortalizara Rubén Martínez Villena en su célebre Canción del Sainete Póstumo.
Así, los habaneros cuentan con gozo la nefasta pifia de los decisores de la señalética del tránsito, que colocaron en la monumental puerta del camposanto una indicación de “solo entrada”. O, cuando en octubre de 1991, la valla de la céntrica esquina de 23 y Zapata, colindante con los muros de la fosa común, ostentaba la alegre consigna de un congreso pioneril: ¡Somos felices aquí! Evidentemente, el cementerio genera incluso sentido de pertenencia.
Los vivos también van al cementerio…
Casi todos nos hemos detenido a pensar, al menos una vez, en el rollo del sueño eterno, del qué vendrá “después”. Pero eso no sólo pasa a los protagonistas de estos tiempos, el ser humano ha sentido siempre cierta preocupación y curiosidad por la muerte. Probablemente esa sea una de las causas de la existencia de tantos y tan diversos ritos fúnebres, y también del surgimiento de los cementerios.
Son varios los que afirman que las grandes respuestas a las incógnitas que genera la muerte son las distintas religiones que fueron, son o serán; evidentemente, tenemos una gran imaginación. Aseveran que la inteligencia humana es inquieta e insaciable y que esa insatisfacción es la prueba de que estamos hechos para el infinito, pero también la causa de que hayamos creado a los omnipotentes dioses para explicarnos el principio y el fin del universo y de nosotros mismos.
El filósofo alemán Martín Heidegger (1889-1976) afirmaba que el hombre es un ser abocado a la muerte, acontecimiento que le angustia porque significa el ocaso de su ser y su disolución total en la nada. Proponía como solución asumir esa realidad, adelantarla en el pensamiento y de esta manera descubrir la autenticidad de la vida.
Esta afirmación explica, en parte, la costumbre arraigada en monjes, escritores, nobles y reyes de siglos anteriores de tenderse a meditar en sus futuros ataúdes. En los tiempos que corren las costumbres son menos drásticas, pero la inquietud por la “señora de la hoz” aún se manifiesta. A las necrópolis el hombre se remite una y otra vez, algunas veces físicamente y otras sólo en pensamiento.
Uno de los más polémicos y tergiversados fenómenos de los últimos tiempos es el surgimiento de diversas tribus urbanas. Para los sociólogos españoles Josep Picó y Enric Sanchis las definen como “modos de vidas, tradiciones y creencias de un grupo específico dentro de una sociedad que suponen una variante o una materialización concreta de las diversas posibilidades de la cultura global en que se inserta”.
En la actualidad, son muchas y muy diversas: góticos, punks, frikis, emos, skates… La lista es larga, pero nos interesan los “oscuros”, los trágicos, los que frecuentan el cementerio. El primer lugar en estas lides se lo disputan góticos y emos. Hay quien dice que practican cultos satánicos y el ocultismo, pero no se ha probado, valdría la pena investigarlo. Lo que está claro es que el cementerio también los llama.
Sin embargo, este es el caso extremo. Las personas se vinculan con las necrópolis de otras formas y no yendo todas las noches vestidas de negro. Las referencias a la muerte y los sepulcros en el arte, por ejemplo, son muchas. Destacan la lírica de los poetas malditos y la literatura de Edgar Allan Poe y de H. P. Lovecraft, caracterizados por el terror y el suspense.
El cementerio de Colón no escapa a las visitas de los vivos. Los jóvenes que se reúnen en la calle G a veces realizan expediciones nocturnas a los sepulcros y allí tocan guitarra, conversan y hasta estudian. Aunque, la presencia de los muchachos cubanos a la necrópolis es más el deseo de romper barreras y realizar un reto, que una evidencia de su caracterización como parte de una subcultura.
Y obras de arte también tiene, el cementerio de Colón es casi protagonista de una de las mejores películas del cine del período revolucionario: La muerte de un burócrata. Más cercano en el tiempo, también fue una de las locaciones donde se filmó Esther en alguna parte.
¿La ciudad de los muertos?
Un cementerio, más que el lugar de descanso de los muertos, es el sitio para que los vivos le rindan homenaje y personifiquen el dolor por su ausencia. Si se mira el asunto desde una perspectiva atea, cuando morimos dejamos de existir y objetivamente no nos enteramos de lo que nos sucede. El cuerpo sin vida deja de ser nuestro y pasa a ser de nuestra familia y amigos, que nos rendirán tributos de la forma más adecuada a sus personalidades.
Estudiosos e investigadores han llegado a la conclusión de que los cementerios suelen funcionar como espacios de representación social. Allí se hace visible la segregación y el establecimiento de categorías sociales que configuran espacios diferenciados. En el caso de la necrópolis de Colón hay toda una historia detrás.
El lema de su proyecto original, creado por el arquitecto español Calixto de Loira, rezaba que «La pálida muerte entra por igual en las cabañas de los pobres que en los palacios de los reyes». Sin embargo, con el paso de los años, Iglesia por medio, el plan arquitectónico fue variando.
Pese al poder nivelador de la muerte y a lo que proclamaba en su lema, Loira dividió el cementerio habanero en zonas muy bien definidas. Según el periodista Ciro Bianchi, trasladó a la necrópolis las diferencias clasistas de la acrópolis. Se construyó una fosa común para los pobres y el resto de los terrenos se vendieron o alquilaron. Las personas iban adquiriendo o construyendo sus sepulcros según su nivel de ganancias. Así surgieron los hermosos pabellones y mausoleos de las familias ricas, y cada tumba se fue personalizando.
En la actualidad, poseen tumbas los que heredaron de las familias que las poseían antes del triunfo revolucionario y los que las han comprado después de 1959. Por lo tanto, las diferencias sociales ya no se ven por quien tiene una tumba o no, sino por cuál está en mejor o peor estado. Los más acomodados han podido restaurar sus propiedades en la necrópolis, los otros no tanto.
El cementerio depende mucho de lo que sucede en vida. La capacidad que tiene de reflejar las diferencias sociales de una ciudad, la personificación de cada tumba de acuerdo a las características de sus dueños y las constantes visitas que recibe modifica su imagen y valores. Parece que después de todo no es la ciudad de los muertos, sino un reflejo de la de los vivos.
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