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Isla al Sur

EL MEJOR HOMBRE DEL MUNDO

EL MEJOR HOMBRE DEL MUNDO

MARIANA BRUGUERAS MÁS,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
 

Parece mentira que a punto de cumplir 19 años esté pensando en querer huir del tiempo implacable, o volverlo atrás y empezar por el principio. Ese tiempo que en casi dos décadas cuenta tantas anécdotas comentadas en fiestas entre amigos y familiares. El que guarda uno de los recuerdos más bellos e imborrables de mi vida. El del beso, la caricia y protección cálida. El inalcanzable abrazo y sonrisa. El de sus gestos, que solo vuelve a mí a través de fotografías.

Fue el único abuelo que conocí y lo idolatraba. Era normal, de esos que se babean por sus nietos y hacen cualquier tipo de caras graciosas o favores inesperados. Gordito, de bigote, espejuelos grandes y no muy alto que digamos; era una copia más vieja y perfecta de mi papá. Solía ser muy carismático y natural. Podía ver los campeonatos de boxeo desde Francia o acostado en el piso de su casa. Fue, para mí, el ideal.

Cuando murió, entre lágrimas y sollozos, mi mamá me dijo algo que no he olvidado hasta hoy: uno debe evocar los momentos felices de la vida de aquel que ama y no está. Jamás podré eliminar la imagen de ese día. A veces aparecen flashazos claros, nítidos como pintura fresca. Trato de no dejarme vencer por las lágrimas tantas veces escapadas y cuando pienso en él, intento hacerlo como siempre lo sentí: alegre y cariñoso.

Jugaba conmigo a las princesas y los disfraces si hacía falta, me acurrucaba cada fin de semana cuando lo acompañaba en su casa y contaba las mejores historias para dormir. Miraba a través de mis ojos y era capaz de virar el mundo al revés para consentirme. Todavía me veo en su sala –quizás llegaba a ser más alta que su rodilla-- y  lo imagino llamándome “Ricitos de Oro”. Claro que estoy bastante segura de que la del cuento de los osos no era ni la mitad de “maldita” de lo que yo con cinco años.

Con su graciosa pachanguita de playa para no quemarse la cabeza, su andar particular al estilo de un futbolista retirado y su extraña forma de mover los largos dedos de las manos, fue el mejor abuelo que se pudiera pedir. No supe todo lo que le gustaba hacer, a dónde solía ir o su deporte favorito. El recuerdo de su olor y voz me faltan. Pero reconozco que consiguió formar una familia preciosa, de fuertes convicciones y amor para repartir. Que su felicidad más grande fue esa.

Prefiero quedarme con la idea perfecta de que así son los abuelos. Pueden convertirse en superhéroes de la noche a la mañana, ir con escudo y lanza hasta el infinito y más allá, con tal de complacer cualquier tipo de petición. O quizás transformarse en maestros de la Enseñanza Superior del Alma, impartiendo lecciones de vida para el futuro. A veces también en la manta de dulce hablar y ternura melódica. Son como ángeles protectores que transitan y comparten nuestros días, posiblemente los más felices, para alegrar la estancia de sus pequeños en este planeta.

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