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Isla al Sur

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AL MEDIO DE LA ISLA

AL MEDIO DE LA ISLA

Historia y modernidad en puja y unión aparecen provocadoras en Sancti Spíritus, la séptima mayor provincia cubana, anfitriona que marca el fiel de la ruta entre el occidente y el oriente del verde caimán.

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Como maga de sombrero negro y profundo, Sancti Spíritus exhibe sin apuros sus variopintos atractivos. Parece como si en ese pedazo cubano donde confluyen las mitades del país, se diera la pluralidad de escenarios que el caminante necesita para echarse a soñar en pasado y presente sin necesidad de máquinas del tiempo.

Dos villas son de las fundacionales: Trinidad y Sancti Spíritus, las que el Adelantado Diego Velázquez tuvo a bien estrenar allá por 1514 y con breves meses de diferencia, encantado de una naturaleza exuberante y urgido de bien llevar la economía de la corona. Y cinco siglos después, todavía están en pie, exultantes, ahítas de valores patrimoniales, históricos y culturales que develan épocas, costumbres y tradiciones cual retratos en sepia y a color.

Por demás, el antiguo territorio queda expandido a provincia con otros seis municipios: Cabaiguán, cuyo nombre nativo significa tierra de iguanas; Fomento, escoltado por las cuencas de los ríos Agabama y Zaza; Jatibonico, cruzado por la Carretera Central, debe su nombre a las aguas fluviales que lo bañan; Taguasco, los indios así le llamaron por la profusión de palmas de corojo; Yaguajay, de imperecederas páginas históricas en el proceso revolucionario de finales de la década de los años 50; y La Sierpe, con un litoral de llanuras bajas y manglares de un lado y lagunas por el otro.

La Bella Durmiente

A los pies del macizo montañoso de Guamuhaya y atrapada en la yuxtaposición de códigos arquitectónicos que rememoran a la España del siglo XVIII y la Europa del XIX, Trinidad es una ciudad en la que la modernidad asoma secundaria y deja paso reverente a la remembranza colonial. Calles, adoquines, rejas, vetustos palacetes de patricios azucareros, colores pasteles en las casas reafirmando la brillantez del trópico, callejones de subida en sofocos, son emblemas de esta villa llamada La Bella Durmiente de Cuba, y cuyos valores andan en la permanencia de un conjunto urbano declarado por la UNESCO, en 1988, Patrimonio de la Humanidad. 

En el centro histórico de 50 hectáreas, 1 200 edificaciones hablan de la euforia azucarera de pasados tiempos, cuando la localidad logró asentar en el Valle de los Ingenios 40 casas de producción de azúcar. De ese esplendor de dineros quedan renovados el Palacio de Brunet, hoy Museo Romántico, con alfarjes que catalogan entre obras de arte, pinturas de refinamiento en colores y descripciones, colecciones de muebles salidos de manos de maestros carpinteros del terruño, quienes arrebataron a la caoba y el cedro los secretos de madera buena, y un muestrario de cristalería de Bohemia, cerámica de Talavera de la Reina y porcelana fina, que le hacen de las exposiciones más sobresalientes de su tipo en la isla.

Pero ese será el primer encuentro. Habrá tiempo en un día de sol ardiente para recorrer en descansos la Parroquial Mayor, con el altar de madera de estilo neogótico y consagrado a la Santísima Trinidad; la Casa Padrón, revivida en Museo de Arqueología Guamuhaya; Casa de Alderman Ortiz, con excelentes galerías del Fondo de Bienes Culturales; Palacio Cantero, asiento del Museo Municipal de Historia; y las casas de notables como los Sánchez Iznaga, los Borrel, y los Malibrán, estos últimos, de los pocos que otorgaron a su vivienda dos niveles.

En ese desandar entre historias y leyendas sabidas por cualquier trinitario cual abc nutricio, no viene mal una escapada para probar en La Canchánchara la bebida de igual nombre. El licor es una receta reinventada para estos tiempos modernos, pero patentizada por los mambises en el siglo antepasado: ron, miel de abejas, agua mineral y hielo. Sabrosa y resbaladiza. Potente, explosiva, mientras se escuchan los tambores batá. 

Esa es la Trinidad de música parida raspando dos machetes, o salida de la quijada de un buey difunto, o de la marimbola africana con cuerdas de bronce o cobre. Es la ciudad donde sus gentes blasonan de fina artesanía de yarey, de múltiple lencería en lino, de vida familiar en la tradición del buen morar. Desde la Plaza Mayor, donde nació toda, la villa es un bullir de antes y de ahora. Indetenida.

Valle, sierra y mar

Si la historia tiene asiento en la villa, no demerita el suyo el otrora Valle de San Luis, actual Valle de los Ingenios por la conglomeración de fábricas de azúcar que hubo allí en épocas pasadas y donde se dice llegaron a producirse 60 000 arrobas de la dulce gramínea. En ese museo al aire libre, las investigaciones indican la existencia de 65 sitios de interés vinculados de algún modo a la industria azucarera. Entre ellos se destacan la Torre Iznaga y la hacienda Manaca Iznaga. Desde 1988 la UNESCO lo declaró también Patrimonio de la Humanidad.

Y no queda a la zaga la naturaleza insurgente del macizo montañoso de Guamuhaya, cuyo relieve fascinante solo lo supera el de la Sierra Maestra, al oriente cubano. Allá está el Pico San Juan, la mayor elevación central del país. Toda la zona es esplendente en saltos de aguas, cavernas, valores históricos y naturales, vegetación de helechos arborescentes, eucaliptos, árboles maderables y medicinales.

En ese paraíso en las alturas se asienta un complejo sanatorial en la zona de Topes de Collantes. Es una aventura admirar las siete variedades de helechos arborescentes, los pinares y las tencas, en un clima que favorece los 20 grados Centígrados durante el día.

En fiesta de pluralidad, las playas de la Península de Ancón clasifican con casi seis kilómetros entre las mejores de la costa sur, y los arrecifes coralinos son vastos y de buen empleo para el buceo. Los hoteles Ancón y Trinidad del Mar, se erigen en esa zona de privilegios, aunque también a corta distancia saludan Las Cuevas y Costasur.

Y en rápido vistazo al entorno, no puede faltar el río Zaza, el segundo en extensión de Cuba, solo antecedido por el Cauto, y la presa de igual nombre, el mayor espejo de agua dulce de la Isla. Son también imprescindibles arterias fluviales como el Hanabanilla con sus cascadas de asombros y el Agabama, que parte en dos mitades las montañas de Guamuhaya y da nacimiento a las sierras de Trinidad y Sancti Spíritus. Estas son tierras paridoras de caña de azúcar, tabaco, café y cítricos, cuatros emblemáticos rubros cubanos.

La tierra del Yayabo

Trinidad y Sancti Spíritus tienen en común el amor por el Puente del Yayabo que las embrida desde 1825 con su inocencia de paso medieval sostenido por cinco arcos abovedados, únicos de su tipo en la isla. El río que le da nombre es una delgada cinta allá abajo, pero no hay espirituano que no endilgue un piropo a ese fluir anémico que les da nombre y gloria. Y será esa joya de pasadera, junto a la propia villa, las merecedoras del rango de Monumento Nacional.

Pero la ciudad en los albores del XXI recibe al andariego con la mesura de lo raigal. Ahí están la Parroquial Mayor, una de las más significativas obras del siglo dieciochesco cubano, y cuya planta es semejante a la parroquial de la Villa de Alcor, en Huelva. Desde el campanario, un sempiterno reloj marca el devenir del tiempo, anunciando amaneceres a los espirituanos. Y tras la ruta española, en el Museo Provincial se hallarán azulejos del ceramista Aguado, quien tuvo de musa la casa del Greco, ese otro grande del arte clásico.

En el Museo de Arte Colonial, colecciones de muebles, cristalerías y porcelanas darán la bienvenida al transeúnte, buscador de las esencias culturales de un país, de una ciudad y sus gentes hospitalarias, educadas y orgullosas de su origen.

En este Sancti Spíritus de unión sin discordancias entre el ayer y el hoy, entre lo viejo y lo nuevo, no hay calores de ahogos para caminar por el parque Serafín Sánchez –en honor al insigne patriota de la ciudad- y las construcciones neoclásicas que lo rodean conformando un conjunto Monumento Nacional, o pasear por frente el hotel Plaza, de excelente ubicación, o recordar el Perla de Cuba, que en las primeras décadas del siglo XX causaba asombros por sus lujos. O escuchar en la Casa de la Trova a buenos tríos tradicionales que harán evocar amores.

Más allá, en la parte vieja de la ciudad, darán el saludo vetustas y espaciosas puertas invitadoras al hogar, techos de colores rojos, callejones de piedras lustrosas y faroles encendidos en la noche, iluminando balcones prestos a las serenatas. 

Pero, por encima de todo lo que el visitante pueda recorrer y ver en este medio de la isla, valga en repitencia su gente innovadora, suficiente para encontrar solución a cualquier entuerto, capaz de “subir o bajar el moño” al más pintado de los mortales. Sagaz en el oficio de vivir.

TIN-TIN, LA LLUVIA CAYÓ

TIN-TIN, LA LLUVIA CAYÓ

Teresita Fernández en una noche bogotana.

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Foto: MAYCOL ESCORCIA

Diez años atrás, de regreso de un viaje a Colombia, yo llevaba entre los encargos de conocidos bogotanos una pequeña nota para la trovadora Teresita Fernández, escrita con letras presurosas por una productora de programas infantiles de Radio Caracol, admiradora tremenda de la juglar cubana. Teresita la recibió de mano de una amiga común. Teresita no me conoce. De entonces acá, siempre he querido entrevistarla, y siempre, mis propios laberintos personales y de trabajo me alejan de esa singular mujer que nos convoca a subvertir lo feo, a creer en la amistad, a ponernos del lado bueno de la vida porque su fe está en que "la humanidad comprenda que ser bueno es un gran negocio".

Hoy estoy de nuevo en Bogotá y llueve, y es de noche. Bajo esa lluvia suave y tenaz, desando las calles del brazo de Patricia y Maycol, dos seres maravillosos a los que amo. Como en una adivinación de quereres que nos traen nostalgias, se aparece Teresita evocada en Tin-Tin, la lluvia cayó, una especie de himno infantil cubano que, al menos en los últimos 30 años, no hay madre que no lo haya enseñado a sus hijos en tardes de aguaceros que retienen a los muchachos dentro de las casas, mientras ellos anhelan la libertad del parque, de la acera, de la entrada del edificio o, simplemente, la soltura de la calle y el poder cuchichear o vociferar en tanto juegan sin los apremios de algún ojo escrutador.   

En medio de esa suerte de alegría y añoranza nos llegan sin permiso retazos de sus canciones-poemas que regala con voz de privilegio, una voz que nos parece cubana, latinoamericana, universal. Bola de Nieve dijo que Teresita era una mujer sin más adorno que la canción. Y ella confesó en una entrevista que "La canción es un modo de expresar lo que hablando nadie escucha. Cuando canto no queda más remedio que oírme. Mi tono no es de soprano ni de contralto. Mi voz es, como decía Bola de Nieve, voz de persona. De acuerdo como la tenga, toco."

Armamos en un santiamén un juego adivinatorio para probar quién recuerda más. Y están entonces, retozonas, partes bellísimas de Pirata, Mi bandera, La canción del mar, Muñeca de trapo, Libélula, Lo feo, El carretón, Vicaria la lechucita y la primerísima, así en superlativo, Dame la mano y danzaremos, canción que no es de su autoría, sino de la chilena Gabriela Mistral, pero que igual su voz ha hecho sempiterna.

Ah, esta noche me hace recordar esa etapa feliz de maternidad en estreno y la alegría de “amiguitos vamos todos a cantar, porque tenemos el corazón feliz, feliz”, disfrutada en una rueda de a dos en una azotea inspiradora. Qué manera de regalar fantasías la de esta mujer que ama a los animales aunque ahora no los pueda abrigar en el edificio de muchos pisos en el que vive, que se deleita con un tabaco y que canta como retratando la vida. Teresita Fernández no nos conoce. Ella, desde su casa en La Habana, no sabe que estuvo entre nosotros paseando por las calles bogotanas en medio de la lluvia.

(Bogotá, Colombia, 2/6/2008)

GORDAS DESNUDAS

GORDAS DESNUDAS

Las rollizas del pintor colombiano Fernando Botero son defendibles desde su misma corpulencia real, soberbia y humana.

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Foto: MAYCOL ESCORCIA

Fernando Botero me ha regalado un día feliz. En medio de tanta mujer estilizada -bordeando los límites de la anorexia, mujeres imposibles de imitar, que no saben del privilegio de saborear una arepa costeña mojada en chocolate humeante y declaran en cualquier programa de televisión el horror de llegar a los 40 años ante el deterioro del cuerpo, mientras una las ve formidables, con tersuras de dietas y gimnasios-, el pintor colombiano mejor pagado en el mundo me agasaja con su serie de divinas gordas desnudas, despampanantemente sensuales, que desde la quietud de los lienzos del museo del artista, en Bogotá, parecen decir que la vida es bella y que podemos ser deliciosamente atractivas y apetecibles a cualquier edad. 

Están ahí, dejándose ver y viendo con ojos retadores, que eso precisamente son ellas, a pesar de los críticos que las enjuician como especies de zombis, inexpresivas, impasibles, hieráticas, trágicas, tristes y sosas. No, ellas, por el contrario, son transgresoras de una sociedad que se aferra al culto de las revistas rosa, de las mujeres encantadoramente perfectas, irreales casi.  Ellas le dicen a la mujer común que la vida rutinaria es gozable desde una robustez que no se oculta, que se asume; desde la reciedumbre de torsos vigorosos y nalgatorios pródigos.

Siento que Botero defiende su pintura a capa y espada ante la avalancha de los críticos que le endilgan el epíteto de pintor de gordos. Una y otra vez en entrevistas repetidas hasta el cansancio y en la que impúdicamente siempre habrá la misma pregunta acerca de sus gordos y gordas, el artista se conceptúa como pintor de volúmenes, como pintor volumétrico, y rechaza la manida tesis de retratista de gordos o productor de gorduras. Yo, con perdón de Botero, me gustaría decirle que gritara a los cuatro vientos que es un pintor de rollizos, así de firme, porque esos son seres que también viven, sienten, padecen, aman y disfrutan en su plenitud de carnes, a pesar de una sociedad que internacionaliza la anorexia, las caras jovencísimas, la jactancia hollywoodense. Sus regordetes son defendibles desde su misma corpulencia real y soberbia. Humana.

Miren si no a esas gordas desnudas del Museo Botero, ubicado en el Banco de la República, en una casa de 1724, sobria y maciza, que el pintor escogió personalmente para donar la valiosísima colección de 123 obras suyas en soportes de pintura, dibujo y escultura, además de otras 85 entre las que se reconocen nombres como Picasso, Miró, Chagall, Dalí, Lam, en una permanente fiesta de afectos y asombros.

Mujer delante de una ventana es un fabuloso óleo en el que ella tal vez recibe, desarropada y galante, la brisa de la noche para que le aplaque el incendio del cuerpo desnudo. Un lunar –como símbolo en muchos de los cuadros de Botero-, se posa en una nalga y apenas un asomo de vello en las axilas se deja entrever. ¿Es una rechoncha pasmada en el lienzo, o es sencillamente una mujer que se complace en su sabrosura seductora y es capaz de fantasear con romanticismos posibles? Indiscutible, el arte admite mil miradas. 

En La carta, la madona rolliza parece desconsolada ante una misiva de malditos anuncios y sacia la angustia reposando entre trozos de naranjas esparcidos por la cama y hasta en la minúscula “mesa de noche”. Ah, la vida cotidiana, ¿cuántos no aplacan las pesadillas y el abatimiento devorando inconteniblemente? Y ella está ahí, sin sentirse obscena, solo desolada, al resguardo de una alcoba desconchada, en cuyo trasfondo un cuadro color rosa parece evocar la nada. Perverso quien diga que los gordos son fabricantes de risa ajena. Una canción cubana dice algo así como que los gordos no tienen sentimiento. Un rechazo sentido y sonado parece que la desbancó de las emisoras nacionales.

Y un último cuadro entre tantos de divinas gordas desnudas: El estudio, en el que aparece el propio artista pintando a una obesa monumental, plantada firme, desafiante, en su complacencia de mujer maciza, sana, sonrosada, feliz y voluptuosa. ¿Y cómo la mira Botero representado? ¿Es solo la voluntad del autorretrato, del asomo en la obra, estilo hitchcockniano?) ¿Quién sabe? Como espectadora vislumbro a un hombre en asombros ante una hembra que sobrepasa cualquier sacramental opulencia.    

Ah, gordas redimidas. Coquetas de cabellos rizos, largos y esmeradamente cuidados, uñas rosadas y zapatos de altos tacones verdes. ¿Qué importa que ustedes sean la expresión de una técnica que privilegia el volumen y las considera solo espesores que, a veces incluso, flirtea con lo naif? Miles de sus incondicionales apostamos por esta manera infractora de lo establecido y celebramos el desbordamiento de sus complexiones en sucesos tan costumbristas y locales que alcanzan cimas universales. Aplaudimos, de una, el estallido de la vida en sus cuerpos.  

(Bogotá, Colombia, 1/6/2008)

Foto: El estudio, 1990. Óleo sobre lienzo. 257 x 160 cm. Expuesto en el Museo Botero, Banco de la República, Bogotá, Colombia.

 

 

 

DOS DÍAS DE LLUVIA Y FRÍO

DOS DÍAS DE LLUVIA Y FRÍO

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Foto: MAYCOL ESCORCIA

Desde hace dos días Bogotá está intensamente fría. Miro por la ventana de cristal del tercer piso del edificio donde vivo, y las calles parecen desiertas a pesar de otear una y otra vez, a cualquier hora. Y los que pasan, van abrigados aún más y con paso rápido. Desde la distancia pienso que tal vez vayan en busca de un café caliente –claro, clarísimo, ¡qué desperdicio de tan buen café si pensamos a lo cubano!- o de una taza de aromática, uno de los té más encantadores que he tomado en mi buena costumbre inglesa de isleña ciento por ciento.

Bogotá. Tenía recuerdos de tus fríos, pero no tan agudos. Estas vivencias de ahora las llevo en la memoria para siempre, atrapadas en abrigos y ponchos inseparables para aminorar tu temperatura media de 14 grados Centígrados, cual primavera septentrional a la que no se acostumbran ni mis huesos ni mi corazón, al que vistes de nostalgias de familias, de calles, de amigos y de sol, un sol que parte la vida de 12 a dos de la tarde, pero que, aún así, va con nosotros a cualquier lugar del mundo y nos impone añoranzas de sudor.

Eres una ciudad hermosa aún cuando no las tienes todas conmigo. Situada en la Sabana de Bogotá, en la Cordillera Oriental de los Andes, tu posición a casi 3 mil metros de altura sobre el nivel del mar regala una configuración espectacular donde las montañas van siempre acompañando al transeúnte presuroso que ya casi ni las advierte –quizás sí, tengo un amigo que dice que no puede estar separado de las montañas, así como yo no puedo estar lejos del mar-, y el verde es intenso, mucho, y los colores de las flores restallan de tanta vida.

La montaña, y dentro de ella, los cerros de Monserrate y la iglesia, guiando al más desprevenido. En pocos sitios de la ciudad deja de verse el Santuario de Monserrate. Está ahí, como diciendo a los bogotanos que los cuida y protege, que les indica el norte y el sur, el este y el oeste, ya sean ellos de las partes altas o bajas de la ciudad porque para Nuestra Señora de la Cruz de Monserrate hasta ahora la globalización no entra en su corazón y no hay fieles distintos o, al menos ellos, así lo creen cuando suben la empinada cuesta que los lleva al santuario situado a más de 3 152 metros de altura. Solo que unos llegan a pie tras casi una hora devorando escaleras hechas de piedras y escoltadas por bosques centenarios de eucaliptos; y otros por el funicular –tren con capacidad para 150 personas y un trayecto de cinco minutos-, o en teleférico –especie de góndola en la que unos 30 viajeros de una vez atraviesan en 20 minutos la ruta-. Ya se sabe, los precios varían dramáticamente.  

Estos días gélidos acurrucan el alma. Y una está paseando, o escribiendo, o leyendo, o fichando libros impredecibles, descomunalmente buenos y, aún así, no deja de pensar en la isla de guaguas delirantes en el apretujamiento de gentes que solo ansían llegar a su destino para respirar a pulmón limpio, en los regateos imposibles del mercado “ejotatero”, en los vaivenes de la electricidad y el refrigerador nuevo que dicen tiene vida solo para tres o cinco años. La isla es un punto de ida y retorno infinito. Una recurrencia que no se aparta de nosotros ni aún saboreando el chocolate humeante acompañado de la almojábana, delicioso panecillo de harina de maíz, cuajada y queso que dudo mucho puedan degustar los cientos de colombianos que bajo la lluvia y el frío desandan las calles de la ciudad pidiendo a los transeúntes 100 pesitos hasta saldar la cifra que les permita comprar un cafecito barato y dormir bajo el amparo de las luces del cielo en medio de una ciudad que crece.

Bogotá, dos días de lluvia y frío. Dicen que el nombre te viene de la civilización muisca y quiere decir “Cercado fuera de la labranza”. Te veo y me gustas, a pesar de tu gente en las calles, ríspidas, prepotentes, que en nada se parecen a ellas mismas cuando te dejan traspasar el umbral de sus hogares siempre cerrados, protegidos de la lluvia y el frío, y son todo mimo, amabilidad y dulzura. Si un signo debe regir esta ciudad es el de Géminis, por aquello de la dualidad en el proceder. No entiendo mucho ese ser y no ser, pero tal vez les venga a los bogotanos de una historia donde la violencia ha sido sino perdurable.  

Pero aquí estoy en tránsito pequeño e intenso y quiero tragarte y que me tragues. No quiero que digas que pasé por tu ciudad solo para llevármela en instantáneas fotográficas estilo turista japonés que posa una y otra vez sin adentrarse en ningún enigma. Estoy metida hasta los tuétanos en cada lugar que visito, en la espectacularidad del Centro Histórico y de la Plaza de Bolívar llena de palomas que arrebatan, como también ando en ahogos en busetas, buses, colectivos, microbuses y el todopoderoso Trans-Milenio, suerte de camello cubano que lleva por la ciudad a miles de gentes. ¿Sabes, Bogotá? Ni en tu gran urbe de ocho millones de personas, ni en la mía de menos de dos, los hombres ofrecen los asientos a las mujeres y una se duele que la modernidad los lleve a aferrarse oportunistamente a la igualdad de género, sobre todo, porque no trascienden el término a todo cuanto debieran.

Lluvia y frío. Frío y lluvia. Dos días. Pero Bogotá, mientras yo esté aquí en tus dominios y tú persistas en la lluvia y en el frío que incomoda mi alma de isleña y me retiene sin desandar tus misterios, yo te reto con mi ventana abierta para que entre un poco de luz, un poco de color, un poco de vida a lo cubano.

(Bogotá, Colombia, 23/5/2008)

TEMBLOR EN BOGOTÁ

TEMBLOR EN BOGOTÁ

Se sintió a las 2:21 de la tarde y no duró un minuto. Durante casi una hora apenas se pudo establecer comunicación celular ni por teléfono fijo, por la congestión.

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Foto: PATRICIA RICARDO

Por primera vez en casi dos meses he visto a los vecinos salir en enjambre de sus casas hacia las aceras, apostarse frente a la edificación guardando cierta distancia de postes eléctricos y cualquier otro artefacto que pudiera caerles encima sin permiso y darles pasaporte al hospital o al cementerio: en Colombia hoy se sintió un fuerte temblor cuyo epicentro se situó a 10 kilómetros de El Calvario, en el norte del Meta. No fue pequeño, su magnitud se registró en 5.5 en la escala de Richter.

Según reportes del Servicio Sismológico de Estados Unidos, el sismo tuvo una profundidad de 3,6 kilómetros, la ubicación exacta del movimiento fue en 4.454 grados latitud norte y 73.635 grados longitud oeste. Y en opinión de esa institución, un movimiento telúrico de tal tamaño se considera un terremoto.

En Bogotá, donde viví la experiencia, el temblor se sintió a las 2:21 minutos de la tarde. Fue intenso. Las lámparas del apartamento se movieron cual péndulo, el piso pareció abatirse y las paredes inclinarse. Los bogotanos, quienes esperan desde hace años un sismo de gran magnitud, comentaban después que en sus hogares, alarmados, solo atinaron a tomar las llaves de las casas y alcanzar la calle, más protectora que la mayoría de las edificaciones de la ciudad.

En la gran urbe el temblor apenas duró un minuto, y aunque no se reportaron daños catastróficos, sí hubo derrumbes parciales en algunos centros, como en el de la Lotería, un incendio en el centro de la ciudad y aglomeraciones en las avenidas, dado un apagón que se produjo en varias áreas. Eso sí, durante casi una hora apenas se pudo establecer comunicación celular ni por teléfono fijo, pues la congestión fue de Padre y Señor mío, y todo el mundo estuvo tratando de contactar con familiares y amigos residentes en la localidad o en los departamentos perjudicados por el temblor.

Tras este episodio que tomó a los bogotanos en el disfrute de fin de semana, la red de emergencias del Distrito de inmediato fue puesta en estado de máxima alerta, y los reportes solo reflejan, hasta el momento, a tres personas heridas, e inmediatamente asistidas. A su vez, las televisoras hicieron pases a diversas capitales departamentales, pues el sismo también se sintió con fuerza en Medellín y Bucaramanga, aunque, por suerte, sin perjuicios para la población.

Un reporte publicado por Caracol en el 2006, señala que Bogotá está expuesta a un sismo de gran magnitud por su ubicación geográfica, sin embargo, acota que la ciudad no está preparada para tal emergencia.

Esa misma publicación hizo referencia entonces a un informe realizado por el Centro de Estudios sobre Desastres y Riesgos Naturales de la Universidad de los Andes, en que se señalan cinco escenarios posibles para la confluencia de un sismo en la ciudad.

Por su importancia, reproduzco fragmentos de la información acerca de esos escenarios: “Están ubicados en periodos de retorno entre los cincuenta y mil años, tiempo entre el cual podría presentarse el sismo. El sistema de emergencias tomó como referencia para ejecutar el plan de respuesta, el del periodo de retorno de 250 años, que entrega los siguientes datos sobre los posibles daños:

“Si en el piedemonte llanero, es decir la parte trasera de los cerros orientales de Bogotá, se registrara un sismo de 6.8 grados en la escala de Richter en horas de la noche, a una profundidad de 23 kilómetros, es decir un sismo superficial, en Bogotá, 9 mil personas morirían, 17 mil resultarían heridas y 27 mil quedarían atrapadas dentro de los escombros. Las pérdidas económicas, tan solo en infraestructura superarían los tres billones de dólares.

“(…) Hay que reiterar que un sismo es imposible de predecir, sin embargo por su ubicación geografía, Bogotá está ubicada en una zona de amenaza sísmica intermedia. Como consecuencia hay que tomar medidas pare reducir la afectación que podría causar un movimiento telúrico.

“Los científicos calculan que en el mundo tiembla un millón de veces en el año, de ese millón de sismos, solo seis mil son detectados por los instrumentos de medición y de esos seis mil, solo 20 se convierten en grandes tragedias. Ejemplos cercanos a la realidad colombiana, están los terremotos de Popayán en 1983 y de Armenia en 1999”.

Esta lectura espanta a cualquiera. Pero los bogotanos, aún cuando están internamente preocupados, tratan de ahuyentarse el maleficio y ya en horas de la tarde-noche la vida seguía su rutina en los hogares.

Miro a la montaña y busco al Santuario de Nuestra Señora de la Cruz de Monserrate, una espectacular visión que domina a la ciudad.

Virgencita nuestra, haz que los proyectos preventivos de catástrofes se cumplan pronto y bien, que haya dinero para invertir en la protección de millones de personas. Oye, Virgencita, por si no lo sabes te lo digo: el 65 por ciento de las personas que viven en esta magnífica urbe que tú resguardas habitan en edificaciones vulnerables a movimientos telúricos. ¡Son más de 4 millones de personas, Virgencita, que te están pidiendo que vuelvas tus ojos hacia sus casas de mampostería simple! Amén.

(Bogotá, Colombia, 24/5/2008)

ADIÓS, FERIA

ADIÓS, FERIA

Texto y foto:

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

Bogotá se vistió de libros es una frase literalmente rimbombante. No creo que la ciudad lo hiciera, al menos no la mayoría de sus gentes, más presurosas por llegar temprano a los varios trabajos que sustenten una vida llevadera, que por anclar en la amplia sede donde cada año se citan los autores afortunados por la impresión de sus textos.

Quizás para muchos la XXI Feria Internacional del Libro en Bogotá fue una opción estupenda para leer una y otra vez títulos fabulosos. Solo los títulos, mientras los libros eran ojeados en los estantes y los bolsillos se negaban a ser arrasados por los altos precios. Una mirada turística podría llevarse la visión idílica de los niños y jóvenes sentados en el piso disfrutando de un libro, pero tras esa imagen habría que encontrar otras razones más terrenales.

No hablo desde la pasión de la crítica estéril, ni porque crea que he visitado otras ferias de su tipo de mayor o menor alcance para las economías individuales. No. Trato de situarme en un equilibrio que permita ponderar la confluencia de textos que van desde lo más clásico de la literatura hasta lo más novedoso del pensamiento universal actual, pasando por presentaciones infantiles de locura. Junto a ese anzuelo que es el festín del conocimiento, una y otra vez habrá que repetir el impedimento de adquisiciones sencillas o múltiples, al menos para la mayoría.

Una buena: los bogotanos aprovecharon al máximo las posibilidades de exhibición con áreas delimitadas en editoriales y géneros que permitieron la búsqueda relativamente eficaz de lo deseado. Ah, la maravilla de las ofertas de las Ciencias Sociales, que no fue la única, pero sí la más cercana a mis intereses. Y habrá que incluir los servicios a los visitantes y las oportunas ofertas gastronómicas para cientos de personas a la vez, estas últimas sin extralimitarse con alzas.

Sin embargo, Japón a todas luces malgastó su liderazgo como país invitado. La enorme nave que se le destinó era todo menos un punto de concierto para la presentación de textos. Los pocos que alcancé a ver se limitaban a unos cuantos volúmenes editados en japonés e inglés. Tal vez hubo más, pero el día de mi visita solo hallé un libro en español, pasado de vista en vista rapidísima, ante la premura de otros para otearlo también, que no otra cosa permitía tan magra propuesta. Lo demás: talleres para confecciones manuales, exhibición de artes marciales, varios estantes con muestras de su riqueza cultural, todo agradable y “mirable”, pero que bien pudo ser expuesto en ferias de otro tipo, o en esta, siempre que se cumpliera con el objetivo primero de traer a esta porción de tierra latinoamericana el acerbo de esa otra también porción de tierra, pero asiática.    

De todas maneras, la sede de la Feria se vio estupenda en su variopinta afluencia de textos de diversas latitudes, en un intento más o menos logrado de promover uniones en los hombres a partir de ese amigo mayor y para la vida que es el libro. 

(Bogotá, Colombia, 6/5/2008)

¿LA BABEL PROMETIDA?

¿LA BABEL PROMETIDA?

A propósito de la Exposición Universal de Sevilla, 15 años después.

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

En el umbral del tercer milenio y con la excusa del quinto centenario de la llegada de Cristóbal Colón a América, las 215 hectáreas de la isla de La Cartuja se vistieron en 1992 de aparente fiesta, reflexión, interrogante hacia lo que hizo el género humano o lo que proyecta para el futuro. La Exposición Universal de Sevilla fue el gran encuentro del siglo y se pretendió promocionar como la cita con la historia, la ciencia, la naturaleza, la tecnología, la cultura y el espectáculo bajo un título común: La era de los descubrimientos.

Todo eso y más fue Expo’92. Unas 110 naciones, 24 organismos internacionales y diversas entidades a título particular fueron a apostar por lo mejor en Sevilla, a mostrar su tarjeta autóctona, a enviar el mensaje que, en lo individual, los identificara. La Cartuja fue el estallido de una ciudad-mundo, como en una espectacular vitrina a la que una mirada no bastaba para detallar su esencial raíz. Expo’92 conmovió  e insultó.

Allí estaban, mostrándose en su particular validez, los pueblos. Unos, con lo que los ha hecho grandes. Otros, con lo que pretenden serlo. Algunos, con el arribismo de simples vendutas o destinos turísticos cuya credencial, con un simple cambio de presentación, podía encontrarse en cualquier sitio.

En Expo’92 todo pabellón o pueblo pudo presumir de algo. Desde el mundo antes de la llegada del Almirante a estas tierras nuestras, en el recinto del siglo XV, pasando por el de la Navegación –con reproducciones de las tres carabelas colombinas fondeadas en el río Guadalquivir-, la Plaza del Futuro –con sugerencias, matices y reflexiones acerca de la Energía, las Telecomunicaciones, el Universo y el Medio Ambiente, hasta el incendiado Pabellón de los Descubrimientos que hubiera exhibido los logros científico-técnicos del hombre desde 1492. Esos fueron los denominados edificios temáticos.

Pero estuvieron en igual sinfonía por evidenciar sus mensajes –aunque las posibilidades económicas no siempre permitieron la ampulosidad y el derroche-, unas 110 naciones con pabellones propios o agrupadas en plazas comunes.

Entrando por las puertas de la Barqueta, Cartuja, Triana, Aljarafe e Itálica, pudo hacerse el visitante la ilusión de haber viajado al Japón, al presenciar su colosal edificación de madera; Suiza, y la algarabía de una torre de papel recicable; España, con un rigurosísimo chequeo a la entrada y control por todas las salas que llegó a incomodar; Noruega, y el pórtico de hielo; Arabia Saudita, y la tienda en el desierto –quizás uno de los mejores mensajes ancestrales de Expo-; Chile, con la desilusión de encontrar un iceberg de 60 toneladas transportado desde la Antártica y rodeado de tantos productos consumistas que semejaban cualquier vulgar supermercado.

También, Canadá y el impacto de un cine con pantalla de 16 por 20 metros y una película filmada a 48 por segundo; Francia y su pozo de imágenes que, a juicio de muchos, era más fácil admirarlas volteando la cabeza; el Principado de Mónaco, con la expectativa de un acuario o de cuadros que venden al país como destino turístico paradisíaco en tanto se tenga abundante moneda dura; o Cuba, con una total sencillez en la muestra, abarcadoramente fotográfica, pero no solo enseñando la Isla del “descubrimiento”, sino su mensaje de antes y de ahora, su proyecto de desarrollo social al alcance de todos.

No puedo olvidar la presencia de Plaza de América, el mayor recinto de la Exposición Universal, con 33 000 metros cuadrados que agrupaban a 16 países de nuestra área que no pudieron presentar pabellones propios.

Allí estaban, entre otros perdurables valores que nos hacen grandes en la raíz latinoamericana, la esmeralda colombiana –quinta mayor del mundo-, en un segundo viaje fuera de la patria, la cerámica precolombina y la Leyenda de El Dorado. Colombia nos dijo: “Nunca perderemos la amistad ni el valor humano”.

Y vale la pena hablar de los mitos guaraníes del Paraguay en sus personajes clave Teyu Yagua, Mbo’i Tu’i, Moñai, Yasy Yatere, Curupi, Ao-Ao y Luison; los orichas brasileños Lansa, Yemanja y Exo; o el tango argentino en el que bailan miradas y gestos en el convite de la seducción.

Pero Expo’92 fue algo más que la enumeración y visita de pabellones, nos gustaran o no. Era andar por las avenidas con una temperatura de 45 grados a la sombra en un desesperante calor que aplastaba al transeúnte; pagar la entrada diaria de 4 000 pesetas –más de 40 dólares-; pararse frente a un puesto de comida rápida y dejar allí no menos de 10 dólares per cápita, precios que subían y subían y hacían llevar bocadillos a los turistas para apaciguar los disgustos del bolsillo. Por cierto, las autoridades prohibieron la entrada de alimentos para obligar a comprarlos en las decenas de casetas que se encontraban en la Exposición y que clamaban por lograr los previstos resultados económicos, y donde competían por recaudar cada vez más adeptos desde el simple gazpacho hasta el 3 estrellas Michelin.

Era, rebasando las fronteras de La Cartuja y llegando a esa ciudad de edificios monumentales, mítica, de un entrelazamiento romano, árabe y cristiano, caminar por Sevilla y hablar con los sevillanos del “lavado de cara” que se le había dado a la localidad a propósito de Expo’92.

Sobre todo, muchos hablaban de las nuevas carreteras, puentes, alojamientos, autopistas y telecomunicaciones que quizás pudieran disfrutar a plenitud si no tuvieran la espada de Damocles apuntando hacia el pago de la renta, del alquiler de los apartamentos, la electricidad, la salud, la enseñanza y la marca de cualquier producto comestible o de vestir que diera categoría social a quien lo adquiera. Eran muchos los sevillanos que pensaban en ese orden injusto y votaban a favor de la solidaridad de antes en las casas de vecindad o en los barrios, donde la amistad era algo digno, a respetar, más allá del “cuánto tienes, cuánto vales”.

Pero Sevilla y los sevillanos, enfrentados a la Exposición Universal, se preguntaban qué ocurriría cuando el 12 de octubre concluyera y quedaran inhabilitados miles de puestos de trabajo creados con ese fin, aun cuando se hablaba de que para aminorar la crisis en el sector turístico y hotelero que sobrevendría al cierre, quedaría abierta Cartuja’93 con la inclusión de los pabellones del Descubrimiento, Plaza de América, temáticos, el de España, los autonómicos, Cruzcampo, Retevisión, Comité Olímpico Internacional, así como el Auditorio, los jardines, la torre mirador, el Lago España y el canal, entre los fundamentales.

Recorrí La Cartuja en una noche de insomnio a las cuatro de la madrugada y me pregunté entonces qué quedaría de aquel alarde, de aquel desafío, de aquel imposible sueño según la óptica de la inmensa mayoría de los principales protagonistas de estos cinco siglos de encuentros y desencuentros: los centro y sur americanos.

¿Podrían imaginar los esplendores de 120 000 metros cuadrados de experiencia microclimática, los 224 000 de edificios, 100 000 de césped, 136 000 de láminas de agua, 750 mástiles, 1 200 papeleras, 30 000 árboles, 300 000 arbustos y 5 000 faroles esparcidos por todo el recinto?

¿Fue Espo’92 verdaderamente la unión de todos los pueblos, la fiesta de la cultura, la historia, la ciencia y la técnica? ¿La Babel donde cada nación rebasó las fronteras de las desigualdades sociales? ¿El futuro unido del planeta?

La Exposición Universal de Sevilla cumplió un propósito, pero no todos. Después de más de 500 años aún parece alzarse la voz de Bartolomé de las Casas reclutando a la unidad del género humano y a la igualdad de las personas, y cabría preguntarse si desde nuestra personal o pública responsabilidad, reflexionamos a favor de una cultura y una voluntad que nos lleve a preservar conscientemente esta maravilla de Planeta Azul, cada vez más amenazado por guerras, desastres ecológicos y rapiñas en el recién comenzado milenio. Falta que hace un pensamiento real de hombre del siglo XXI.


 
 
 

 

HISTORIA PLURAL PERSONAL

HISTORIA PLURAL PERSONAL

IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ

He querido a todos mis maestros con amores diferentes. A muchos los admiré desde la primera vez, con ese ímpetu y entrega que nos hace reconocer a quienes nos aman y entienden, y sin una misma ser consciente de ello, nos forjan con el cincel de lo eterno. A otros el tiempo me hizo reconocer que sin sus regaños, sin sus severas acotaciones, y acaso con un suspenso, hoy no sería el ser humano que soy. Ellos también modelaron en mí lo duradero.

El aula era una fiesta con Luz Marina, Marisabel, Migdalia, Obdulio, Ovidio, Pedro Pablo, Peroga, Elio, Elina, Arnaldo y tantos más que exponían ante mis oídos y ojos atentos, las más fantásticas historias.

De otros, como Míriam y Nuria, aprendí que el periodismo es una profesión de cada día, sin respiro, un oficio en el que hay que estar ensillado todo el tiempo, y en el que las musas pueden tomar vacaciones, pero nosotros no. A ellas no les tembló el corazón cuando me llamaron una que otra vez a buen capítulo. Tampoco dudaron en reconocerme cuando crecí y aprendí de mis errores. A una le debo haber escrito un libro; a la otra, amar a Martí desde su propia letra. Mi gratitud es para siempre.

¿Por qué hoy cuento una historia personal cuando habitualmente la sociedad se empeña en reconocer a los cientos de miles de maestros y profesores que celebran su Día, nacido de la epopeya latinoamericana que fue la Campaña de Alfabetización, y cuya expresión cimera fue el 22 de diciembre de 1961 con la declaración del país como Territorio Libre de Analfabetismo, en la Plaza de la Revolución?

Es que esta es una historia que puede contarse en plural o en primera persona. Solo cambian los nombres de los protagonistas. Y es una historia, además, cuyos personajes principales unas veces están sentados en los pupitres, y otras, delante del pizarrón, explican la clase. Cuba es hoy un aula grande en cuyo proceso educativo no solo andan involucrados los docentes de academia, sino también, los cientos de miles de profesionales que, categorizados como adjuntos, asisten a la maravilla de expandir saberes. Todos hemos sido convocados a, como dijera Martí, saldar la deuda con quienes nos enseñaron.

Por eso más que de cifras y cumplimientos, de planes y programas, de aciertos e infelicidades, quiero hablar del aula como un espacio infinito, una audacia para entender las almas que en ellas se forjan, porque un aula es una prueba de amor, aun cuando hay momentos dolorosísimos.

Bien lo sé. La nota alta de un alumno es una celebración para el maestro; la baja, una tristeza que no amaina.

Un alumno que nos quiere es como un hijo bueno que nos da un beso. El que hoy no nos quiere, es también un hijo, pero a este, ante la indiferencia pasajera y el malentendido, hay que demostrarle todavía más que es una parte grande de nosotros mismos. Después, él sabrá que no lo hemos descuidado ni cuando ya gana premios, y la virtuosidad de su labor la lleve como sello. Su trascendencia es la mayor recompensa.

Eso es el aula. Saber que en ella hay muchachos talentosos, otros con más calma para el análisis, extrovertidos, de mundo interior estricto, francos, vanidosos, disciplinados, irrespetuosos, callados, habladores... en larga lista que no acaba, como la repetición de cualquier familia que, reconociendo sus virtudes y defectos tal caleidoscopio humano, salva por encima de todo su mayor poder: la unión.

A los docentes de todas las enseñanzas, los viejos y los nuevos, a quienes han salido de los pedagógicos, de las aulas universitarias, de los planes de formación emergente, de los centros de trabajo, va la felicitación por ese empeño que no cesa de animar inteligencias, templar voluntades y asegurar el futuro, porque una vez más Martí, el Maestro es un creador.