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Isla al Sur

Narrativa y Poesía

CONFESIONES DE UN MARTIANO

CONFESIONES DE UN MARTIANO

DAIRON IVÁN MIRANDA QUINTERO,
estudiante de primer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

Cruzan caballos colorados por tu pecho;
Golpes dan en tu cara, en el mármol sombrío
De tu frente, en tus ojos dulcísimos y acero:
Un galope de herrada candela te recorre.
Roberto Fernández Retamar

Emoción

Quiero, “a la sombra de un ala”,
sin inspiración,
sin viento,
los hálitos de un pensamiento
en cada espacio que escribo.
La existencia la concibo
en el verso y el sudor,
y el Maestro es el candor,
donde la palabra suda
humor,
amor,
certeza.
Un elogio a la belleza
todos los días me encuentra:
la melodía se adentra
en rima descontrolada:
este poema es la nada,
la sinceridad cernida:
Martí no es concepto
ni trenza
de la inmortalidad,
es mi vida,
lo acepto,
siempre impuso la verdad.

Ambiciones

Que nazca la omnipresencia,
que se funda con mis huesos,
con mi voz
y los ilesos
corazones
del sonido;
una vez, en otro nido,
reafirmaron
las razones
de esta Patria anhelante:
un machete era el semblante
en la mente del patriota.
Vivió por meses la gota
de cultura y batallar,
vive por siglos
y nota:
no dejamos de luchar.

Que caiga la incertidumbre,
la cobardía,
el recelo,
la venganza hacia otro cielo,
alevosía
y vaga lumbre.
Solo deseo la luz,
la sencilla,
la de gente,
la de vocablo regente
que hizo un pueblo
en su memoria,
y a la sombra de la historia
no han mermado las ideas,
o de la Revolución recetas
para ser cada vez mejores.
Las obras están completas,
no hay espacio,
para errores.

Cercanías

Los héroes no tienen tumba
no conocen a la parca,
su sensibilidad abarca
el sueño aquel,
no se derrumba.
Un héroe es como el papel
escrito
y aunque arda en llamas
en vida fueron las tramas
el teatro del ejemplo.
El Héroe es como nuestro templo
inmune
de realidades
(más allá de adversidades
cubanía nos reúne).

En un parque de La Habana
caminando descendiste
y hasta el Turquino creciste
hecho imagen,
hecho escuela,
hecho trabajo,
secuela,
de la poesía humana,
no enriquecida del llanto
por barato sentimiento.
Quiebra el canto
del momento
a tus pies
y no eres santo.

Testimonio

Vale el silencio,
te esculpo
con la felonía distante,
tu perdón es el instante
mágico que reverencio.
¿Sabrá tu cuerpo del gigante
que nace en todo cubano?
¿Del temblor
de la “gran mano”,
sobre estos puños leídos?
No quiero boca, pies ni oídos;
no quiero sangre ni pieles;
solo quiero que corceles
de bravura
desbaraten
esta figura
en pedazos
para llegar a tu cima.

(Pido permiso otra vez
a la métrica,
a la rima.)

Cuando ya sea retazos
del ser y del sacrificio,
alejado de lo ficticio
emergerás de mis trazos.


 

A JULIO, EN EL PRIMER ANIVERSARIO DE REPOSO

A JULIO, EN EL PRIMER ANIVERSARIO DE REPOSO

Décimas dedicadas a Julio García Luis, EL “Dequi” de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, sus alumnos, en homenaje, 12 de enero de 2013.

YUNET LÓPEZ,
estudiante de cuarto año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

1.
Es Julio García Luis
un ejemplo de entrega,
un símbolo de nobleza,
una crónica feliz.
Maestro hasta la raíz,
guía para los cronistas
y los editorialistas.
Libro de sabias lecciones,
mentor de generaciones
enteras de periodistas.


2.
Leer de nuevo una frase
que escribió en algún rincón,
es verlo en el pizarrón
otra vez dando la clase.
Sus libros, luz que deshacen
dudas de Universidad.
Era la tiza en verdad
para docente en la mano
de Julio, sabio Decano
que ilustró la Facultad.

3.
Su manera de escribir
con un peculiar estilo,
a todo lector, en vida
dejó, por líneas seguir.
Lápiz para proseguir
sus ideas irradiando,
si con tinta que están dando
los alumnos que tenías
sigue Granma todavía
sus crónicas publicando.


4.
Con razones de optimismo
sigue vive en nuestro gremio.
Julio, nuestro insigne Premio
Nacional de Periodismo.
Su mirada de lirismo
llena la Universidad
porque burlando a la edad
siguen diáfanas sus huellas
en las aulas, como estrellas
que alumbran la Facultad.

CUANDO LOS OÍDOS SON ESPEJOS

CUANDO LOS OÍDOS SON ESPEJOS

A la memoria de Rubén, el afortunadamente nuestro, que Mañach pretendió empequeñecer con su “Elogio”.

JAVIER MACÍAS ORTÍZ,
estudiante de segundo año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

-¡Ay! Quiero una suegra, ¡coño!

Jueves frío de diciembre en un preuniversitario. Aún no habían dado el de pie. Ya con la vejiga vacía, Alejandro se acomodaba nuevamente en su litera cuando escuchó la voz inconfundible de Lázaro.

No podría decirse que ambos fueran amigos. Sí, compartían la misma aula, estaban en igual albergue, pero sus personalidades disímiles no propiciaban la cofradía. Sin embargo, alguna fibra sensitiva de Alejandro despertó, una vocación desconocida de ayuda-prójimo le sobrevino.

Ale pensó: ¿Cómo podría ayudarlo? Pobre de él. Si bien era alto, de inteligencia viva y abultada billetera, su suerte con las mujeres no superaba la de un jugador de lotería. Quizás se debiera a aquella panza amorfa que se balanceaba al compás de cada paso. ¿Sería por la acné? ¿Por qué Lázaro no tenía novia? A lo mejor influíaaa… ¿La rutina? Sí, en esta escuela los días transcurrían igual: de pie, desayuno, clases por la mañana, almuerzo, clases por la tarde, dos horas de tiempo libre, comida, autoestudio y, luego en el albergue, o se fastidiaba un rato o se acostaba uno a tratar de dormir.

¿En qué momento buscaría novia? Bueno, quizás la clave estaría en esas dos horas de tiempo libre: mientras el resto de los varones iban a jugar fútbol, a intentar meter el balón entre las redes para provocar la admiración de las hembras, Lázaro estaba como una polilla leyendo mamotretos. Y, ¿a qué venía todo esto? A fin de cuentas, él era la estrella de su equipo en el fútbol y tampoco tenía novia. Pero no era igual. Que no se dijera. Alejandro era mucho Alejandro. Su situación era pasajera. A él las mujeres sí que le esperaban en colas, a Lázaro, en cambio… ¿Realmente le esperaban en colas? Su última relación había sido hacía… hacía… ¿Seis meses? No era igual, no era igual. Además, él no se quejaba delante de todos -así estuviesen dormidos-, él no expresaba en público, sus dese…

Cada tímpano vibró con el persistente timbre que obligaba al párpado abierto. Alguien encendió la luz. Alejandro miró cinco literas más allá de la suya y… ¿cómo era posible? Lázaro dormía. ¿No tenía suficientes angustias para no descansar? ¿No le molestaba la luz? ¿No lo aturdía el sonido envuélvelotodo?

A los pocos minutos llegó el profesor de guardia y dijo que debían salir del albergue, que, bueno, era verdad que hacía frío, pero no se podían unir las literas, que el calor de hombre hinchaba, que por qué algunos aún estaban bajo la colcha, que, vamos, que esperaban para bajar a desayunar  e ir al aula.

Rutina diaria: desayuno, clases, almuerzo, clases, tiempo libre (varones fútbol; Lázaro, mamotretos), comida, autoestudio y noche en el albergue.

¡Noche en el albergue! ¿Habría sido Beethoven capaz de componer la sinfonía de una noche en el albergue, con el bumpaf de las taquillas golpeadas por botas durante las interminables guerras entre cubículos, los cánticos de los cristianos, la rumba de los fiesteros con sus cacharrotambores y el crujir de las galletas matahambres?¿No habría palidecido Rubén -no el nuestro, ese gigante, sino el nicaragüense, durante su etapa preciosista- ante el espectáculo nada azul de un albergue con camas destendidas, ratones que vagaban a su antojo por los pasillos y cucarachas que paseaban por los rincones-basurales?

Pero Alejandro permanecía ajeno a la polifonía ensordecedora, al cuadro desaliñado del que formaba parte. Él, acostado, pensaba. ¿No tendría pareja Lázaro por ser demasiado amigo de sus compañeras de pre? Él no las veía como hembras (con toda la carga erótica de esta palabra), sino como hermanas. De haberlas observado encueras actuaría con la mansedumbre de un buey, como cuando uno sin querer ve a su madre desnuda, que es sagrada. Era demasiado bonachón, en exceso formal con ellas. Por otra parte, ¿Para qué quería una suegra Lázaro? Tener suegra implicaba tener novia, pero por qué en lugar de decir: “Quiero una suegra”, no había dicho: “Quiero una novia”. Bueno, quizás lo haría para no hacer tan explícitos sus anhelos. ¿Y si deseaba un novio? Tal vez por eso no… ¿Sería homosexual? ¿Lázaro gay? Nononononó. Flojo de carácter, pero gay, no.

Amaneció. Rutina diaria: de pie, desayuno, clases, almuerzo, clases, tiempo libre (Lázaro mamotretos; varones, fútbol). Pero esta vez el equipo no estuvo completo, faltaba el bólido, el fulmina-redes. ¿Dónde estaba el trigueño increíble, el joven de espalda platónica siempre con medias que prologaban sus rodillas? ¿Dónde, el gigante que calzaba sus ocho y medio remendados, sus zapaesparadrapos?

Lejos de los goles, sentado en su litera, Alejandro ponía a sudar sus neuronas. ¿Sería por lo callado que era? A las mujeres les habría gustado que él las cautivara con la palabra, las hiciese reír, se fresqueara un poco con ellas. ¿Sobre qué podría hablarles Lázaro fuera de lo leído en mamotretos?

Un ruido seco proveniente del piso superior quebró su mundo de ideas y lo situó en el mundo mundo. Instantáneamente elevó la mirada. No se repitió el sonido macizo como de hierro caído, pero echó una ojeada panorámica. Se detuvo a apreciar -en una esquina del techo- la geometría de una telaraña. Vibraba: un insecto pugnaba por escapar. Estableció la analogía inevitable: Lázaro y el insecto, la telaraña y…Tenía los ojos clavados en aquella cárcel sin paredes, de hilos finos y fuertes con arquitectura de difícil sencillez, pero ya miraba sin ver, concentrado en la idea que lo dominaba. ¿Por qué Lázaro…? Pensó y pensó. Cuando ya la uñas de sus manazas estaban carcomidas, tenía un tic nervioso en sus ocho y medio y punzadas en su cabeza, se creyó un bombillo. ¿Qué tal si el gordo no tenía novia no debido a esta u otra causa, sino a todas en su conjunto? Ahora sí creía poder ayudarlo. Sólo tendría que señalarle los errores en que incurría. No albergaba dudas: Lázaro llegaría a ser un don Juan, las mujeres le harían colas…

Entonces Alejandro fue donde Lázaro, le cerró el libro que tenía por título: “Dos escritos sobre hermenéutica. El surgimiento de la hermenéutica y los esbozos para una critica de la razón histórica” y le dijo que él había escuchado sus deseos en voz alta la madrugada anterior. ¿Qué cuándo él había…? Vamos, vamos, con él no tenía que tener pena. ¿Cómo qué por qué? Los hombres debían padecer callados y no andar quejándose delante de todos. ¿Qué cuándo él se había quejado? ¿Que qué había oído? ¿Acaso Lázaro le tomaba el pelo? Le hablaba en el tono que le diera la gana, chico, venía a ayudarlo y el que no se dejaba, malagradecío. ¿Que ayudarlo a qué? ¿Que qué había oído? ¿Le iba a decir a él que no había dicho en la madrugada -cansado de dormir solo en aquella litera, pequeña e inmensa, sin caricias de mujer- le iba a decir a él que no había dicho en la madrugada: “¡Ay! Quiero una suegra, ¡coño!”?

Lázaro rió y rió y rió. Se aguantaba la panza -que ahora la risa le escondía- y reía y reía, los ojos le lloraban, reía y reía. Jajajajajá, así que yo…jajajajajá, dije…jajajajajá, “¡Ay! Quiero una suegra, ¡coño!”, jajajajajá, jajajajajajajá…

-Sí, ahora no lo niegues. No comprendo tu risa. ¿Te burlas de mí?  Mira coño que te…

El gordo apenas pudo simular una cómica seriedad. Le explicó lo ocurrido. Alejandro primero rió, tanto como lo había hecho Lázaro. Pero en la soledad de la noche -cuando ya las botas no surcaban el aire, cuando habían recesado los cánticos de los cristianos y el bullicio de los cacharrotambores, cuando las galletas matahambres no eran más que polvo entre jugos gástricos- él miraba la Luna por entre las persianas, el viento frío de diciembre le erizaba la piel y comprendía que a veces los oídos eran espejos del alma. Lázaro sólo había dicho: “¡Ay! Me di un golpe de suegra, ¡coño!”.

 

CONDICIONES PARA UN ADIÓS

CONDICIONES PARA UN ADIÓS

A Lili, sin dudas

Si encuentro en la redondez
De este planeta aprensivo
O en la infinitud del misterio
Otra mujer
Que enrumbe la lluvia con solo salir a las calles;
Si en medio de un verso cualquiera
Me conquista la memoria
O visita día a día mi número telefónico
Como un sublime ritual...

Si encuentro a alguna mujer con la sumatoria de todas;
Que parezca perseguir
Y atar mis venas;
Si hallo una muchacha con motivos suficientes
Para quemarme el cansancio
Y bordarme en los párpados riesgos que susciten la vigilia;
O bien
-con igual prontitud-
Una siesta bajo una acacia…

Quizá si esa joven es casi
Una niña de secundaria
Pero a la vez se enfrenta
A un brochazo de Antonia Eiriz
-aún de los más gestuales y amargos -,
O ríe sin ruborizarse ante las argucias de Chago,
O incluso
Prefiere bañarse en «Aguas territoriales»
Antes que en el Malecón que adora…

Si un nombre deja de ser
Otro más entre la gente
Con solo aceptarme una estrella
Y más tarde obsequiarme una nueva;
O en la ingenuidad de una punta
-tan simple, pero aguda-
Descubro un trazo de su rostro,
O ese andar de hija de isla.
Si todo eso sucede
Y sin negar su aroma exclusivo
De avenida bañada en boleros
Gusta del punk, del Black metal y de algo de trova cubana…

Si hallare una boca tan rosa,
Una mordida tan tibia -que se esparza en mis sentidos-,
U otras huellas nacidas de azúcar;
Si en algún espacio prorrumpen
Canteros llenos de «brujitas»
Cuando conozca a esa mujer,
O me atrevo a cruzar la bahía
(Ida y vuelta)
Una tarde borrascosa
Con tal de rebatirle que la luna sí cabe
En una de sus sonrisas,
Y que allí mismo, en ese instante
-Como en otro sitio o segundo-
Soy el tipo más feliz que le haya tomado la mano…

Si algo de esto ocurriera
Y,
Además,
No lograra
Sostener mi mirada en la suya
Tan solo un minuto siquiera
Sin que una bandada de ángeles comience a silbar en su entorno;
O por una razón casi tonta
Necesite llamar su atención
Para sentir que mi piel
Aún está pegada al cuerpo…

Entonces,
Ese día,
O en ese atardecer,
-da igual-
Habrá llegado el reemplazo
Para tu compañía adictiva;
Y antes de orar,
Esa noche inesperada,
Seguro podré olvidarte…

(Yoel Suárez)

NOSOTROS, LOS DEL TREN

NOSOTROS, LOS DEL TREN

CARLA GLORIA COLOMÉ SANTIAGO,
estudiante de tercer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

Ella, él y yo
en el mismo tren. Una misma noche. Bajo la misma luna. Después, el mismo amanecer. El mismo sol. Contando las mismas horas que se empeñaban en demorar. Oyendo el mismo ruido incómodo de unos raíles de antaño. Sintiendo el mismo frío, las mismas ganas, la desesperación. Observando a Matanzas, la misma. Dicen que hermosa, que con una bahía única. Para mí, que la vi tras una pincelada de la noche, hubiese podido ser un Camagüey, o un Bayamo, o un lugar de los Espíritus Santos. Hubiese podido ser Cuba, achicada, o prolongada después de unas cuantas horas. Todo es lo mismo, o casi. Era, al fin y al cabo, el mismo tren, un mismo día de febrero, que nos contenía. Éramos ese día. Fuimos esa noche. Y parecíamos lo mismo.

Ella
no recuerdo cuándo subió en el aparato de hierro con ruedas  en que íbamos. Tal vez en la Habana, la del malecón, la ya vieja, la de siempre, la misma. Llegó al vagón, apenada, cubriéndose la cara cuando unos jóvenes la atrajeron y la quisieron fotografiar. Con la mirada humilde. Una fotografía y demasiado mirada.

Él
en Matanzas. Allí empezó su viaje, que parecía el mismo de cualquier otro. Le vi parado entre dos vagones, como no queriendo estar en ninguno, como odiando a ratos el tren, parado en el lugar que quizás no era tren. Mirando hacia lo lejos la noche manchada por unas cuantas luces y como huyendo, como queriéndose encubrir en algo que después supe.

Yo
desde la mismísima Habana. Emprendiendo un viaje que un momento dudé en hacer, rodeada y sola en el vagón. Observando. Fingiendo, leyendo, entendiendo a Gordimer, a los negros, a los blancos, a Sudáfrica.

Ella
dice que Migdalia. Le preguntaron y respondió que se llamaba Migdalia. Pensé que era un nombre demasiado serio, quizás sobrio para una mujercita como aquella. Cabello corto, delgada y bajita. Una niña hecha adulta a la fuerza. Un cigarrillo, cuando quizás ya estaba harta de ruidos, de noches, de horas. En fin, toda una niña con olor a nicotina, casi ingenua, y un nombre que tal vez nunca haya sido suyo.

Él
servía en un bar. Al fin y al cabo era más fácil que ser periodista. Me dijo. Y da menos problemas. También lo dijo. Pudo haberse llamado Pedro, Eduardo, René. Yo nunca supe su nombre y me alegro de ello: los nombres son simples palabras que estorban. Allí estaba, con la diferencia de una mirada huidiza y atenta para que su madre no lo viera fumarse el cigarrillo.

Yo
Carla. No lo elegí y no sé quién lo hizo por mí. Y para colmos, uno segundo: Gloria. Yo que quizás no tengo rastros de Carla y mucho menos de Gloria. Allí estaba yo, Carla, y Gloria, a la vez. Sentada, creo que pensando en que nunca me he llevado un cigarrillo a la boca, e imaginé cómo sería aspirar, tragar, sostener, rumiar, expulsar aquel humo. Yo lo pensaba. Él y ella lo hacían por mí.

Ella
quizás nunca querida por nadie y querida un rato entonces aquel día por unos cuantos jóvenes que la rodeaban. Cuenta que ni su casa era ya su suya, que le estorbaba a sus nietos. Iba rumbo a Ciego de Ávila. No sé a qué. Quizás andaba por ahí, por trenes, por ciudades, buscando amor, o nietos. Yo la observaba y le descubrí raros destellos de inocencia a aquella mujer que nos miraba profundo, y nos contaba, y creo que se sentía feliz. Y creo que se sintió abuela por un rato en el vagón de un tren.

Él
se quedaba en Holguín. Hasta allí llegaban los raíles para el muchacho de piel tostada y cigarro en la mano. Hubiese querido abordar esa noche para ir a escalar una montaña, si era la más grande de Cuba, pues mejor. Pero no. Su tía, de 31 años, acababa de sufrir un derrame cerebral. El cigarro le temblaba. Olía a cigarro y a resignación. Después de todo era fácil morir a los 31, era fácil dejar a un niño de un año atrás. Hay cosas que suceden así, fáciles. Y aquel tren seguía su marcha, calmada, cada vez más serena. Un tren nunca sabe de la carga que lleva encima.

Yo
allí. Sentada. Parada un rato. Un rato respirando el aire de los campos cubanos que no conozco. Huelen a Cuba. Cuba huele bien casi siempre. Hasta Santiago. Hasta Santiago me dirigía yo. Ni en busca de amores, ni de nietos, ni a saber si alguien vivía o no: yo sí iba en busca de montañas. La más alta. Quizás a experimentar qué se siente tener a Cuba a tus pies, a quererla desde lo alto, a ver si en estos tiempos se ve más linda de lejos.

Ella
dijo en un momento que nunca había entrado a una iglesia y  preguntó que, al final, qué tenían que ver Jesús y Dios. Creo que pensé bien al imaginar a Migdalia como algo raro y especial a la vez. Es raro y especial encontrar a alguien distinto en este mundo de gente poco original y obstinada. Me contentó pensar que existía alguien, que ese alguien estaba cerca de mí, en el tren, que no se rompía la cabeza pensando en cómo diablos vino al mundo, en cómo diablos hay mundo.

Él
le pedía. Yo sé que le pedía. Tanto cielo cansa. Tanta estrella cansa. Tanta noche, cansa. Él miraba hacia arriba. Una cachadita. Hacia arriba. Otra cachadita. Seguía mirando. Una más. Y miraba, y sus ojos lo decían todo. Y hablaban. Y me di cuenta que ni cielo, ni estrellas, ni noche. Le pedía a Dios. Quizás su tía mejoraba. Y se daba otra cachadita.

Yo
la observaba un momento. Lo observaba. Y pensaba en cómo unos ponen sus esperanzas  en lo que otros ni siquiera toman en cuenta. Me sentí poco original, obstinada, pero con muchos deseos de mirar hacia arriba, y no al cielo, ni a las estrellas, ni a la noche; sino mirar. Y ver.

Ella
ya se tenía que ir. Y nos besó. Uno por uno. Y nos volvió a besar. Y dijo que se iba con dos tristezas: una, que llegaría a la casa de Ciego y no vería a su madre que había muerto hacía unos meses; y la otra, que ahora se marchaba preocupada por nosotros, por cómo subiríamos aquella montaña, por nuestras travesuras en Santiago. Y sentí una sensación extraña. Yo, que no sé qué cosa es tener abuela, me sentí nieta.

Él
se bajó. Yo lo había perdido de vista hacía un rato, y al rato supe que había dejado atrás a Holguín, y al muchacho del cigarrillo. Me sentí mal. Le tenía que haber dicho algo, deseado suerte. O no. Quizás hubiese hecho el ridículo. El más grande. La vida y la muerte no es cuestión de unas cuantas palabras, y mucho menos de suerte.

Yo
los dejaba irse. Y se fueron. Dejaron atrás el tren. Yo me quedaba allí, entre el ruido, la incomodidad. Me faltaba aún. No mucho. Después de un tiempo supe que sí, que Santiago, que ya, que adiós tren, que había llegado.

Ella, él y yo
ya no éramos lo mismo. O sí. Yo podría llamarme Migdalia, ella ser periodista, y él no saber qué diferencia hay entre Jesús y Dios. Ella hubiese podido, después de un rato, dejar a un lado a Gordimer, decepcionarse de negros, de blancos y de todo; yo entristecerme por una madre que ya murió; y él haber subido la montaña más alta de Cuba. Todo es lo mismo, o casi.

Ella quizás ahora estuviese por ahí, añorando, queriendo, inventándose nietos a bordo de un tren. Él, a lo mejor llegó, y sí, su tía estaba bien, recuperándose. Tal vez fue de la estación al cementerio. Dos lugares hechos para llegar, para despedir. Yo subí la montaña. Y subía, y quería ver a Cuba más y más alta. Y llegué. Y unas nubes, torpes, me lo impidieron. Y pensé que a Cuba hay que mirarla de cerca, bien cerca.

Imaginé que al final no es tan malo montarse en un tren, y compartir un ruido, una luna, unas horas. Que quizás los trenes sean solo pretextos. Que no debe ser tan malo fumarse un cigarrillo. Que ella podría andar ahora por algún parque de Holguín, yo en algún sitio avileño y él escribiendo la historia de un tren, de unas personas que fueron, que quizás son lo mismo.