EL VIEJO DEL KAWAMA
Un hombre y su historia. Juan Pérez se llama.
IRAIDA CALZADILLA RODRÍGUEZ
Como los viejos zorros, evade con sorna las cuestiones personales. Tiene 79 años y no está para tanta “preguntadera” que al cabo le importa un comino, pues lo suyo ahora es coger la bicicleta y pedalear medio centenar de cuadras desde su casa hasta el hotel Kawama, almorzar en el comedor de los trabajadores, hablar sobre el tiempo y el calor reventón, mirar en la pierna los colores de arco iris pintados por la linfangitis, y comprobar que la penicilina benciatínica ha sido el milagro curandero de las fiebres que lo ponían en cortocircuito con más grados de los 40.
Él sabe que en el hotel le quieren. Lo miman. Se ha convertido en uno de los más viejos trabajadores de la emblemática instalación septuagenaria, aunque desde hace cinco años en el expediente de Juan Pérez Fiallo aparezca el cuño de jubilado. Retirado es una palabra aceptada como inevitable porque lo que le queda es para estar tranquilo, después de trabajar la vida y ver crecer el predio acunado en el corazón casi como primera casa.
Se le conoce de la cocina, de fregar platos como un endemoniado, de ayudante, deshollinador, barrendero, almacenero y de la brigada de mantenimiento de los calentadores de agua. Ahora es una espléndida oferta con trabajadores bien pulidos en el arte de brindar servicios. Pero cuando entró, allí la mayoría eran hombres más o menos entrenados y las mujeres escasas, en gestiones de ropería: “De ese tiempo recuerdo que la gente prefería al Kawama porque era tipo campamento. El Internacional era un bloque lineal. De todas maneras, ellos dos marcaron un hito en la historia de Varadero”.
Recuerdos sin añoranzas
Gusta de contemplar al bien plantado edificio mirando al sur el canal de Paso Malo, al este Villa Tortuga, al oeste Villas Punta Blanca, y al norte la playa azul y verde de Varadero, con unas arenas blancas centellantes a los ojos, mientras él intenta revelar evocaciones amarradas al pecho en personal historia.
“La primera vez que vi a alguien de dinero con ropa de mecánico, hoy le dicen mezclilla, fue aquí. Eran la pelirroja Rita Hayworth, mujer hermosa y artista célebre, y su marido. Me impresionaron porque en aquella época en Cuba nada más la usaban los obreros del ferrocarril, de extracción humilde. Los divisé de lejos, estaban en la terraza, que antes no tenía techo y era solo una hilera de mesas”.
-¿Fueron los únicos famosos que vio?
“También a Robert Taylor y a la esposa, cuando se retrataron con los trabajadores. Yo no tenía contacto con los huéspedes, mis labores siempre fueron ‘detrás de la cortina’, como se dice”.
-¿Nunca intentó a otro trabajo?
“Cada quien nace para una cosa y parece que lo mío no era el público. Pero yo disfrutaba mi trabajo porque del Kawama antiguo me agradaba todo. Primero que el Oasis y el Internacional, ya este era un hotel de notoriedad al que venían muchos turistas norteamericanos. ¿Quiere que le diga algo? La casa azul de madera es lo más viejo que queda, pero antes el techo era de guano y servía de habitaciones para los huéspedes. Aquí no había viviendas por los alrededores y el canal no existía, era la famosa laguna de Paso Malo que ni en bote podía cruzarse. De verdad, cuando comparo es como si viera dos hoteles diferentes. Pero ambos me gustan”.
-¿Le parece que hay también otras diferencias,
digamos en los trabajadores?
“Claro que sí. Cuando yo empecé no se cursaban escuelas ni se aprendían idiomas, teníamos que superarnos nosotros para atender con esmero al cliente o ser eficientes en el puesto, si no, te botaban. Pero lo que permanece igual es la filosofía del trato. Si el huésped quiere hierba al lado de una mata, se le pone. La atención es fundamental, más que el idioma. La cortesía no tiene traducción, simplemente es buena, o mala”.
-¿Cambian acaso los huéspedes?
“Sí, en una cosa. Antes las mujeres venían a bañarse a la playa casi con guardaespaldas. Ahora es el acabóse. Lo que uno ve es como para alegrarse el alma...”.
Mueve en las manos el perpetuo palito de pino acompañante y resopla hacia dentro de la camisa de cuadros y rayas en tonos claros. Le miro fijo esperando otro poco de conversación, pero él se empeña en avistar el puente metido en el mar donde unos bañistas quieren arrebatarle al sol hasta el último rayo para volverse a su país como camarón hervido.
“En la época de baja hacíamos una escuadrilla y construíamos un puente adentrado en la playa. Permanecíamos en el agua desde las siete de la mañana hasta la hora de almuerzo. Mucho tiempo. Quizás por eso me olvidé de la existencia del baño de mar y hace más de veinte años que no me doy un chapuzón”, suelta de pronto, con la mirada vagando entre los turistas y la lengua sujeta al silencio.
Entre ayer y hoy
Le dejo en ese espacio de introspección y repaso apuntes de un hotel que debate su nombre entre dos versiones: o lo tomó de un campamento para señoritas nombrado Kawama, o le vino por la cantidad de quelonios desovando por la zona y enterrando los huevos en las tibias arenas.
Cualquiera de las dos leyendas puede ser cierta y atractiva para esta instalación cuyo sello como hotel ha sido variopinto. En él han estado desde Don Juan de Borbón y la marquesa de Aguas Claras, en 1948, pasando por el novelista francés Jean Paul Sartre, hasta los primeros trabajadores destacados de Cuba, en 1960, guajiros en éxtasis de lo inasequible hecho verosímil y que, en surrealismo de ternura, que no otra cosa puede pensarse, ordeñaban sus chivas a la orilla de la playa y las dejaban disfrutar como parte de la familia premiada.
Chasqueo los dedos delante de los ojos de Juan Pérez Fiallo y le digo que pasa la hora del almuerzo y lo esperan en el comedor para su rutina diaria, vital e impostergable.
Torna la mirada que no sé de qué remotas distancias regresa. Solo me comenta: “De joven tenía días que tomaba agua solo una vez, lo demás era cerveza. Ahora me dedico a la bicicleta, a venir aquí y a ver la televisión que es casi un cine sin salir de la casa. Como te dije, el mar lo veo divinamente, pero ya no me baño en él”.
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