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Isla al Sur

LEZAMA SEGÚN SU CASA

LEZAMA SEGÚN SU CASA

RAFAEL G. ESCALONA Y NELSON G. BREIJO,
estudiantes de tercer año de Periodismo,
Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

Hay lugares que parecen haber escapado al paso del tiempo, que se aferran al pasado con una fidelidad exquisita, como si permanecieran inmóviles en una dimensión paralela hasta el instante de su descubrimiento. Algo así nos sucedió después de explorar por más de una hora el pequeño apartamento de Trocadero 162, lugar donde José Lezama Lima encontró el espacio para hacerse y vivir como escritor.

Construirse una imagen del autor de Paradiso desligada de esta casa, es imposible. Llegó a ella en 1929 con unos veinte años, y no la abandonó jamás. Tras su muerte creció  el mito que por años lo había acompañado, alimentado tanto por enemigos como por verdaderos y aparentes amigos.

Desde el año 1984 el inmueble funcionó como extensión de la Biblioteca Municipal. Cinco años más tarde se inauguró la Casa Museo José Lezama Lima, institución creada no solo para dar a conocer su obra, sino también para difundir valores culturales en el barrio Colón.

El caos lezamiano

La entrada original de la casa ha sido clausurada, ahora se accede a ella por Trocadero 160. Tras atravesar una galería transitoria, llegamos a la sala, centro de creación en los últimos años de la vida del autor. Destaca un retrato realizado por Jorge Arche en el año 1938 que muestra las manos de Lezama sobredimensionadas, como si el artista hubiera intuido desde entonces que se asentaría en el Olimpo literario cubano. Otro elemento significativo es una gran fotografía de su padre, el coronel José María Lezama, vestido de militar, donde se trasluce el carácter con que este señor dirigía la casa. 

Al adentrarnos en el apartamento distinguimos una suerte de  continuidad de su cosmovisión barroca; cuadros de diferentes tendencias, ediciones príncipes junto a publicaciones recientes, jarrones chinos, bustos griegos y detalles japoneses; todos superpuestos en un abigarrado estilo, como si la necesidad de llenar con imágenes, tan característica de su escritura, fuera trasladada hacia el espacio físico.

Cuadros de destacados pintores con los que el escritor mantuvo una estrecha relación inundan la sala. De hecho, su colección privada se considera una de las más completas y representativas de la vanguardia plástica cubana de su generación.

Lezama fue un coleccionista compulsivo, no solo pinturas: libros, jarrones, miniaturas…, todo lo que a su juicio tuviera algún tipo de valor tenía sitio entre sus paredes. En más de una ocasión se vio apretado económicamente por las compras que realizara en sus frecuentes andanzas por la calle Obispo. Muchos de estas piezas ahora reposan sobre los anaqueles del apartamento.

En vida del escritor, libros y libreros parecían reproducirse por arte de magia, algo que los investigadores de la casa-museo han dado en llamar jocosamente “el reguero lezamiano”. No obstante, quienes lo conocieron afirman que en ese caos era capaz de encontrar infaliblemente cualquier texto buscado.

El imperio de Rosa

Desde uno de los cuartos, muchos Lezamas observan al visitante. La habitación, ahora convertida en una sala de exposición, intenta describir la vida del poeta a través de fotografías, desde momentos familiares hasta los encuentros del mítico grupo Orígenes. Las imágenes también revelan a la sucesión de mujeres que rodeó a este ser tan afectivamente dependiente: su madre Rosa, sus hermanas, la criada Baldomera y su esposa Luisa. En las últimas instantáneas se nota la mirada de un hombre agobiado por el asma y el exceso de peso.

Antes de llegar al estudio,  pasamos por una pequeña estancia que evoca su niñez. En el despacho llama la atención un inmenso escritorio en el que vio la luz más de una idea del genial escritor. Un ejemplar  de la edición príncipe de Paradiso, La República de Platón y otros textos esparcidos sobre el escritorio dan la sensación de que el poeta aparecerá en cualquier momento para proseguir su labor.

Según el propio Lezama, escogió aquella habitación como estudio porque así se encontraba más cerca de la cocina, el imperio de su madre y el corazón de la casa mientras ella vivió. Al morir Rosa lo encontró demasiado lúgubre y se trasladó a la sala, donde escribió y recibió a sus visitas hasta el fin de sus días.

El comedor, de una cubana sencillez, recuerda banquetes y días de penurias. Allí el autor de Paradiso disfrutó los placeres de la comida criolla, a la que dedicara uno de los más inspirados pasajes de dicha novela. Pero también allí tuvo que ajustarse el cinturón para no formar parte de los rejuegos políticos de la época republicana.

Si es un joven poeta, déjalo pasar

Quizás, el patio sea el lugar de la casa que más ha cambiado. El muro que antes separaba a las dos viviendas que ahora conforman la Casa Museo ya no existe. Cuesta trabajo imaginar en la mitad de ese espacio al montón de visitantes que acudía a venerar a este desdeñoso ermitaño.

Hoy no es menos activa la vida en Trocadero 162. Exposiciones de artistas plásticos, talleres de arte con niños del barrio, conciertos de música y poesía, actividades organizadas dentro de un programa cultural que prioriza el vínculo con la comunidad. En definitiva, la casa nunca estuvo cerrada para quien quisiera conocerlo. 

Cuentan que en una ocasión tocaron a la puerta mientras Lezama sufría un fuerte ataque de asma. Maria Luisa explicó al visitante la situación, dejando claro por qué no podía atenderlo. El escritor, que oyó la conversación desde su cama, dijo a la esposa una frase que bien define el espíritu que siempre reinó y reina en la casa: “María Luisa, si es un joven poeta, déjalo pasar”.


 

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