LAS PARADOJAS DE BOGOTÁ
HELDER GENARO PEÑALOZA GALVIS,
estudiante de V semestre de Comunicación Social,
Universidad Cooperativa de Colombia, Sede Bogotá.
Agosto 16 de 2013. Mañana soleada, clima templado. El sol de la capital pareciera que quisiera quemar a todos. Viernes, el preferido de los estudiantes universitarios. Es tiempo de “cuadrar” o “armar” el plan, de iniciar con pie derecho los días de descanso.
Luego de las clases, el “parche” decide llevarme a un tal Chorro de Quevedo. La verdad es un nombre raro y confuso; no me informa nada, pero sí me despierta una gran curiosidad. Ellos quieren que yo conozca un lugar muy importante para Bogotá ya que soy foráneo, soy de la tierra santandereana.
En un lapso de media hora llegamos al centro de la ciudad. Son las 3:30 p.m. Caminamos por largo tiempo. Me doy cuenta que estoy entrando a un nuevo barrio, una nueva parte, a una especie de pueblo escondido en la profundidad de Bogotá. Si bien las calles ya no están hechas de concreto, ni cemento, sino de la piedra grisácea, oscura. Sí, entramos a “La Candelaria”.
Veo casas coloniales de variados colores. Personas cercanas a mi edad suben y bajan por las calles. Además, encuentro una cantidad de establecimientos comerciales: restaurantes, cafeterías, bares. Llama la atención que en muchos de estos locales ofrecen la “chicha”, bebida de maíz típica de Colombia.
Se escucha una gran diversidad de música que se mezcla entre sí generando nuevos ruidos. La multiplicidad de personas, de vestimentas, de comportamientos, de olores, todo, absolutamente todo despierta en mí un pequeño miedo, temor, curiosidad, intriga. Llegamos a la plaza.
Una fuente de agua se ubica en el centro de ella. A su alrededor se vislumbra una serie de establecimientos, casas, cafés y bares. Lo más significativo de la zona es la pequeña capilla que adorna el lugar.
Hay presencia de policías, vendedores ambulantes, músicos, artistas. Analizo que es un lugar muy visitado por estudiantes universitarios, en su mayoría jóvenes. Nos sentamos y hablamos, asombrado por la cantidad de gente que se junta. El miedo sigue conmigo. La curiosidad empieza a despertar. Veo caras, cuerpos, comportamientos, actitudes, palabras.
A las 4:30 de la tarde, un hombre de unos 25 años se ubica en la puerta de la capilla. Intenta llamar la atención. Efectivamente, lo logra. Empieza a hablar. Es elocuente, ameno, amistoso, agradable y cómico. Relata una serie de cuentos, cuentos y muchos cuentos cortos. Son divertidos, pero con moralejas o conclusiones importantes. De un momento a otro una gran algarabía llega a la plaza. Parecen ser ruidos muy propios de los circos.
Es así. Un grupo de hombres y mujeres vestidos de mimos o payasos se toman la plaza y acaparan la atención, entre chistes, malabares, actos y bailes que entretienen. Un compañero dice que reunamos para comprar chicha. Accedemos. Se va acompañado por otro y traen unas singulares botellas de vidrios llenas del líquido y pitillos, contrario a lo que sucede en mi pueblo, donde esta bebida se sirve en las populares totumas. Ingerimos el líquido mientras vemos el espectáculo.
Se acerca un joven. Nos pregunta si queremos escucharlo. No respondemos sí o no. De igual forma, habla. Cuenta de una manera sutil, limpia, simple y sencilla sobre la historia de la plaza y del Chorro. Fue como mi premio mayor. Un guía turístico.
Llegó las 5:00 de la tarde y el joven seguía contándonos anécdotas de la época como la del “bobo del tranvía” y “la loca Margarita”, entre otras. Todos agradecen, especialmente yo. Cae el atardecer y estamos a punto de partir a nuestras casas. Antes de irme, miro algunos letreros en piedra que se ubican en la plaza, entre ellos el que se encuentra en la capilla que dice, Ermita del Humilladero.
La noche se aproxima rápidamente. La escena de los que suben y bajan sigue presente. Los establecimientos continúan emitiendo sus canciones y sus diversos ambientes. Todo continúa tal cual como lo vi de entrada.
Nunca imaginé encontrar un lugar tan diferente, contrario totalmente a la percepción que se tiene sobre Bogotá. Un sitio mágico que da espacio al arte, la música, la cultura. Una zona tan opuesta a la de la ciudad, que a pesar de los avances tecnológicos y arquitectónicos, sigue conservando sus casas típicas, sus calles intactas, sus diferentes lugares que hacen de este sector el corazón de la urbe. Todo dado efusivamente en la vida de sus gentes, en la historia, en la memoria colectiva.
Entonces, Bogotá vive su más grande paradoja: el amor, la preservación y el aprecio por su historia y el desarrollo urbanístico que son propios de una capital. El espacio para la tranquilidad, el descanso y el del afán, de lo que fue ayer y lo que es hoy. Del presente furtivo, el pasado conservador y el futuro prominente.
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