¿USTED ES LA CULPABLE?
JUSTO PLANAS CABREJA,
periodista del semanario Trabajadores.
Desde el título Usted es la culpable, el peruano Raúl Pérez Torres preludia elementos icónicos de su cuento. El bolero homónimo de Leo Marini sirve de mapa: el inconfundible arte de amar de los latinos, de pensar, de decir. La frustración de ambas obras, escritas en primera persona. La búsqueda de un culpable que en apariencias es el “usted”, en apariencias, porque aunque “usted es la culpable” lo afirma; los hechos, las alusiones, que escapan del control del personaje que cuenta la historia y de aquel que canta el bolero; esas alusiones, esos hechos lo niegan. Y de esa contradicción entre lo denotativo y lo connotativo nace el verdadero significado de ambos textos; aunque el cuento lo lleva hasta sus últimas consecuencias.
Una carta. El cuento ante todo es una carta de amor, llena de fugacidad y frustración. La fugacidad de tener por papel la arena de una playa que se borra tras cada ola, la frustración de dirigirse a una mujer muerta, el “usted” de la historia. Su remitente, un escritor, un asesino, que viaja hasta Alandaluz para por fin escribir su libro pero “mi libro es usted… y usted ya se ha muerto.” Aparece nuevamente la contradicción como única vía de entender la historia. La “falta de eternidad” del destinatario y de la carta se oponen a los conceptos propios de destinatario y carta.
El estilo también vive la pugna. Los vulgarismos navegan junto a los cultismos. Los elementos conversacionales se transforman en figuras retóricas de alto lirismo. El lenguaje muchas veces roza el registro hiperculto para referirse a los hechos aparentemente más triviales de la obra. Pero solo en apariencias porque el acto de contarlos de esta forma es una bengala en medio de la noche que solo logra iluminar el vacío. Las falsas pistas abundan, los detalles imprescindibles, también: el lector sufre no captar nada en medio de todo, y captarlo todo en medio de nada: la frustración. Se ve obligado a seguir su propio camino.
Pero este camino se hace tortuoso. Señala a todas direcciones. La intertextualidad en el cuento… o mejor la intertextualidad es el cuento. El elemento imprescindible. Desde una vista aérea señala el mestizaje cultural latinoamericano: un bolero, La Biblia, La Odisea, La Divina Comedia… Rodin, Borges; Tracy Chapman. Pero la intención del autor se sumerge más allá, mucho más. El lector no puede abarcar tanto contenido simbólico, y va dejando en oscuro velas del cuento; con la sensación de que si hubiera escuchado las arias de Gück, por ejemplo, su versión de la historia sería diferente. Y esos espacios vacíos aparecen como huecos negros que no se sabe si son del receptor, o de la propia obra. Y eso huecos negros devienen frustración. Y surge nuevamente, pero en otro plano, la pregunta de quién es el culpable, el cuento o el lector. “No somos nada”, cree escuchar el personaje que escribe la carta de su “usted”; y el receptor se queda con la duda de si esa frase también se dirige hacia él.
Aquí, en el acto de hipervincular la historia con otras tantas obras, el remitente de la carta se niega y lucha contra su propia incoherencia. “Un cangrejo… se convirtió en estatua Iba a decir de sal pero ahora reniego de los mitos.” Luego una imagen bíblica empleada invierte el sentido de lo dicho: “Yo trataba sus muslos con algodones mojados en espíritus de vino, porque usted siempre sangraba, como si fuera una llaga del costado.” Nuevamente, el lector queda sin asideros de significación donde lo denotativo muerde lo connotativo, y viceversa.
El tiempo. “Sé cómo pasa el tiempo, huelo a tiempo… la diminuta arena de la edad.” El remitente se desplaza entre lo que le sucede, lo que le sucedió y lo imaginado; además de los mitos, historias reales, leyendas… que cruzan por la obra. La distancia entre lo sucedido, lo que sucede y lo imaginado es difusa; corta y larga. Al inicio, el presente se muestra como el elemento sustancial para descifrar lo pasado. Pero, esa tabla sobre la que se lanza el lector, a medida que avanza la historia se va haciendo agua; el pasado cobra vida, significación y todas las variables interpretativas se ponen en función de él. Los últimos párrafos dejan entredicho lo ocurrido, el propio remitente alude haberlo imaginado todo. Y el cuento termina en un presente que también se muestra irreal.
Con la ubicación espacial ocurre otro tanto. Francia, España… Europa, lugares vagos de América aparecen y desaparecen en la historia. Las figuras retóricas otorgan incluso dimensiones a la mítica Itaca, a los poemas, a las canciones. El cuadro deviene brumoso, poco presencial, pero nunca ausente; o sea, todos los espacios se funden en uno solo que adquieren connotaciones abstractas.
La lectura de los dos personajes de la historia aclara el significado. Si el hecho de que sea contada en primera persona tiene el inconveniente de la parcialidad de lo narrado y lo descrito; esta también, en tanto es un cuento de hondura psicológica, es su mayor virtud. Por eso, más que una definición de lo que ella, el “usted”, es; resulta mejor referirse a lo que significa para el remitente. “Alargué mis poemas para tocarte.” Así es como él la conquista, logra que deje a su marido algún que otro día para estar a su lado. Al inicio de la carta el personaje alude la falta de eternidad del “usted”; pero a medida que la historia avanza, esta mujer se hace cada vez más presente. Desde lo primeros párrafos el lector ya conoce que “usted” está muerta. Y “mi cuchillo de conchaperla”, un detalle, precisamente por el uso que se le da: escribir aquella carta sobre la arena; anuncia un posible asesinato. “Por eso la cosí a puñaladas”, escribe el personaje casi al finalizar, cuando “usted” está más viva que nunca para la historia. El uso del pospretérito del indicativo lo afirma “Usted moriría mirándome.” En cambio, él, que continúa vivo, es quien realmente muere. Así inicia y concluye la carta: “Soy ninguno. Soy nadie. Soy este tiempo.”
Pero aún después de conocer esto, el significado de la historia queda como un mapa inconcluso, o mejor, inconexo. El rompecabezas se arma cuando se trata de descifrar, no ya lo que piensa o siente el remitente, sino el autor. Incluso los conceptos de remitente, destinatario, vida o muerte, del “usted” cuajan en esta condición. Porque el personaje remitente es a su usted destinatario como el escritor es al arte. “Mi libro es usted.”
La verdadera carta está escrita al arte. “Tengo la certeza de que no leerá los graffitis de muerte que se forman en la arena, puedo decirle que no sé por qué empecé.” El escritor se debate consigo porque con dudas le escribe a un elemento vivo, pero a la vez abstracto. “El arte, esa maldita bruja que ya no tiene nada que ver con la realidad de una vida convencional, y que me arrastra como en un sueño surrealista, un sueño donde miro una carabela magnífica, posada sobre mis hombro para ver mejor la desolación de tiempo.” Esta feminización que hace del arte (“maldita bruja”), lo sitúa simbólicamente en el sitio de la mujer, del “usted” del personaje remitente; hace del arte su “usted”. Además, no es coincidencia que al autor y el personaje destinatario sean ambos escritores. “Yo poseía una sola realidad: el arte.” El uso de elementos intertextuales también adquiere en este contexto su verdadera luz. “Y esta carta… es un epílogo, un epílogo que se lo llevará el mar, que de alguna manera modificará el Sahara, según me lo prometió Borges.”
El esposo de la mujer es a la época moderna como el remitente al escritor. El autor se siente haberle robado al arte la modernidad. “La angustia de nuestro tiempo: la universidad, el partido, la ambigüedad, la preñez, el disloque, la inercia, el vacío; el compañero para que haga ruido; para que espante la soledad.” Cada una de estas palabras tiene su propia dimensión en la obra.
La lucha del cuento tiene su ojo en el conflicto de un autor que es un hombre de su tiempo y se siente morir por esta condición; y un autor que es un artista y siente que se mata por esta, “la peor profesión de mundo.” “Yo no quiero seducir a nadie, ya no puedo seducir a nadie, ya nadie se siente seducido, nadie siente la seducción. Y lo peor; ya no podemos seducirnos a nosotros mismos, ya no confiamos en nosotros.”
El autor, como su personaje equivalente, cree entregarse a un “usted” con plena retribución. Pero descubre la paradoja de que su usted no le es recíproca. Su entrega resulta ingrata porque lo aísla y lo hace indefenso, dependiente. “Ahora no sé nada. Todos me exigen computación.” Decide matar al arte, o a lo que él tiene de arte, y muere, porque niega su esencia. Pero el final más bien es la vuelta al propio dilema nunca solucionado, porque como bien dice en la carta “Yo la amaba para después.”
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